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Gonzalo, Andrés y Cia, la banda del subidón

ÓSCAR LÓPEZ-FONSECA

Hay personas que cuando se aburren hacen pajaritas de papel y terminan siendo virtuosos de la papiroflexia. A otros les da por montar en bicicleta vestidos de Alberto Contador y terminan reclamando un puesto en el pelotón para el próximo Tour. Y no faltan los que deciden tirarse de cabeza desde un puente con una cuerda elástica amarrada a los tobillos... y consiguen no abrirse la crisma. Sin embargo, también los hay que, aún teniendo al alcance de la mano viaductos de vértigo, folios de colores y bicicletas con más marchas que una noche de Ibiza en verano, no se les ocurre otro modo de sacudirse el aburrimiento que cometiendo delitos. Gonzalo, Andrés, Fernando y Alejandro, cuatro jóvenes de Majadahonda (Madrid) que no superan los 21 años de edad, eran de estos últimos.

Niños de familias bien, de esos a los que sus padres nunca niegan la última videoconsola y tienen más cocodrilos en el armario que las aguas del río Nilo, se juntaban por las noches en la zona de copas de su acomodada localidad de residencia a beber para matar el tiempo. Cuando el aburrimiento les hacía bostezar, no encontraban mejor manera de superar el tedio que asaltar viviendas. Ni siquiera se preocupaban de preparar los robos. Los improvisaban cuando caminaban por la calle y veían una casa con una ventana baja abierta. Entonces, se retaban unos a otros entre alusiones a la testosterona hasta que uno terminaba colándose con sigilo en la vivienda para robar. ¿El qué? Daba lo mismo. Teléfonos móviles, pequeños aparatos electrónicos, las carteras de los dormidos ocupantes de la vivienda, alguna joya... El botín era lo de menos. Lo importante para ellos era sentir el 'subidón de adrenalina' de ser caco por una noche. De hecho, en la mayoría de las ocasiones luego no sabían qué hacer con lo que habían robado. Terminaban regalándoselo a sus colegas para presumir de arrojo o lo malvendían en tiendas de segunda mano.

Lo importante para esos cuatro pijos era sentirse cacos por un rato. El botín era lo de menos.

Enganchados a la adrenalina, los cuatro pijos decidieron subir el listón de sus robos. De los pisos bajos, pasaron a los chalés. Y de entrar por ventanas a la altura de la calle, a escalar por las fachadas para colarse por la segunda planta de las viviendas. Incluso pasaron a romper los cristales si encontraban los accesos cerrados. Luego, una vez dentro, su sensación de impunidad les llevaba a entrar en los dormitorios donde descansaban los dueños de la casa para hurgar en los cajones de las mesillas para dar más emoción a su particular juego. Incluso abrían la puerta principal de la vivienda para poder pasar los voluminosos televisores de plasma que encontraban a los compinches que estaban fuera. Eso sí, como si de una norma no escrita se tratara, nunca se enfrentaron a los moradores de las viviendas. A la menor sospecha de que habían sido descubiertos, huían.

El subidón se les acabó el pasado 2 de junio. Ese día, la Guardia Civil detuvo a tres de ellos. Días después cayó el cuarto. La venta de varios de los objetos robados a un cadena de compra venta de objetos usados fue la pista que los delató. Cuando los agentes entraron en el garaje en el que amontonaban el botín de sus asaltos, encontraron objetos sustraídos en 28 robos. Lo que no encontraron fue ni una sola pajarita ni el maillot de Contador.

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