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Javier Gomá: “No hay más corrupción, sino mayor intolerancia moral”

El filósofo, director de la Fundación Juan March, teoriza sobre la dignidad, la igualdad o la política que, afirma, “hoy está necesitada de reforzarse de pensamiento y reflexión”.

Javier Gomá. Foto: FUNDACIÓN JUAN MARCH

MADRID.- Piensa entre los algodones de las alfombras que esponjan los suelos de la Fundación Juan March que dirige. Iluminado por los rojos de un óleo de Luis Feito, sesea cuando advierte de que no le gusta hablar de sí mismo –“para no desplazar el interés de mis libros”, afirma- sin darse cuenta de que el relato de su obra es un streeptease integral. O sea: el desnudo de un pensador aparentemente ingenuo, y privilegiado, que acaba de cumplir 51 años de tormentoso pasado interior.

Tenía 15 cuando comenzaron los desvelos: “Algo ocurrió. La vida te ofrece cien posibilidades. Y una vida normal te permite combinar unas cuantas”. En la de Javier Gomá (Bilbao, 1965) sólo había una vocación o –como él describe- “un imperativo, una fuerza exagerada en una única dirección: el afán de hacer algo que perdurase en un mundo que se desempeña en el corto plazo”.

“El mundo funciona -y bastante bien- con un cortoplacismo, político, social e incluso personal, máximo. La gente establece vínculos, toma decisiones y ve la vida a corto plazo. Y yo me di cuenta de que no podía hacer las cosas, tomar decisiones, sin establecer un plan”, era la perplejidad del quinceañero que ya entonces formuló la expresión ‘humana perduración’ con la que piensa titular, en breve, un nuevo texto.

La ausencia de proyecto le obligó a estudiar Filología Clásica, a poner 2.500 años de distancia mientras concretaba lo que ocurría en su cabeza. “Era una medida dilatoria para no tener que elegir”. Con 24 años y “un hastío y ensimismamiento insostenibles - tenía la sensación de haberlo leído todo, de haberlo pensado todo-”, el hijo y hermano de abogados cambió la Grecia Arcaica por la Ley. Y en tres años terminó la carrera de Derecho y la oposición que lo convirtió en número uno de su promoción al cuerpo de Letrados del Consejo de Estado. O sea: un cerebrito precoz.

“Los políticos son los actores secundarios en un gran teatro protagonizado por los hombres de letras, configuradores de la conciencia venidera”

El filosofo lo niega. Después de dar un trago a un refresco de cola, se define “persona de maduración tardía”. Y fija la frontera de su desarrollo en el primer título de su obra más ambiciosa: la Tetralogía de la Ejemplaridad: el magma de sensaciones, conceptos y reflexiones que llegaron en la adolescencia y terminaron negro sobre blanco cuando el chaval ya había tenido descendencia: dos hijos que hoy estudian en la Universidad.

Entre los títulos de aquella sinfonía de madurez destaca Ejemplaridad Pública: “Hay veces que se producen sincronías; no fue astucia editorial”, afirma sobre el libro de vigencia incuestionable. Aunque Gomá vuelve a rechazar: “Tú puedes escandalizarte porque haya más casos de corrupción o porque tu capacidad moral haga que te repugnen más”.

Le viene a la cabeza al director de la fundación de la poderosa familia March una imagen de los años 70: “la de siete u ocho banqueros sentados alrededor de una mesa, tomando decisiones sobre todo el sistema financiero español que se nos comunicaban después. El grado de escrutinio hoy es infinitamente mayor. Las corrupciones ya existían hace cuarenta años, e incluso eran peores porque estaban amparadas por la opacidad. Hoy hay más transparencia y mayor intolerancia moral a esas corrupciones”, asegura.

“La riqueza moral de una sociedad se mide por el trato a los sectores más vulnerables”

Entre los “ejemplares” de Javier Gomá: Aquiles, Jesús el Galileo–“no hablo de Cristo porque supone adoptar una actitud teológica que no es la mía”- y Cervantes. No se atreve a hablar de “ejemplares” del presente. Y justifica la enésima negativa en otra teoría filosófica: la de que toda ejemplaridad es póstuma. “Para los griegos, toda predicación era en pasado; ellos no preguntaban ‘¿qué es este vaso?’; decían: ‘¿Qué era este vaso?’. Porque para ellos lo esencial pertenece al pasado. Al morir se desprende lo accidental y se lega la esencia”.

En cuanto al futuro, reitera su naturaleza de aprendiz, más que de maestro, para no hacer pronósticos. Aunque sí confiesa que no participa del pesimismo general: “Lo que existe se debe y se puede mejorar; pero si analizamos la evolución de la sociedad de los últimos diez, cien o mil años, se distingue un progreso moral y material. ¿Qué preferirías: ser preso, mujer, disidente, niño, enfermo, en el siglo XXI o trescientos años atrás? La riqueza moral de una sociedad se mide por el trato a los sectores más vulnerables. Hoy siguen siéndolo, pero un poco menos.

A pesar de los avances, considera Gomá que individualmente han crecido los problemas de la gente. Y habla en tercera persona cuando desarrolla la teoría del ultimo libro de su tetralogía, Necesario pero imposible, en el que expresa el pensador una tesis sobre la “dignidad de la vida y la indignidad de la muerte”. Y se anima a explicarlo en un párrafo -“soy opositor, puedo hacerlo”, se ríe.

“La mentalidad cultural hasta el siglo XVIII era cósmica. La totalidad del mundo era una imagen estructurada, jerárquica, de arriba abajo, en la que cada uno tenía una posición en ese todo bien ordenado que daba sentido a la vida. Hasta el XVIII no existía la muerte. Si alguien moría, el mundo seguía siendo igual de bello, verdadero, majestuoso. En el XVIII se produce un cambio: esa tesela que es el hombre se separa y dice: ‘Yo ya no formo parte del todo, yo soy el todo’. Pero aparece una paradoja que es la esencia del sentimiento moderno: la de que, teniendo una dignidad infinita de origen, el individuo está abocado a una indignidad de destino que es la muerte”.

“El precio de la verdad es la muerte, que rinde la esencia de las cosas sólo cuando éstas ya no existen”

Él ha experimentado en sus carnes, y no hace demasiado, la verdad de su reflexión. La reciente muerte su padre, el duelo, la idea de la ejemplaridad póstuma, estarán presentes en un proyecto con el que, además, el filósofo inaugura un nuevo género para la filosofía, o para la literatura: el monólogo filosófico en escena. “Igual tú tienes un nombre mejor”, ríe y vuelve a beber cola.

“Llevo acariciando desde hace tiempo la idea de recuperar la oralidad en la cultura, el prestigio, la seducción, la fuerza de la palabra dicha y dichosa. Además, cuando publiqué Razón Portería le pedí al actor José Luis Gómez que me acompañara. Hicimos algo distinto; José Luis leyó el microensayo Viejo Amor. Y me di cuenta de que cuando escribo lo hago no solo para ser leído sino para ser dicho”.

Como a sus colegas Ángel Gabilondo, Manuel Cruz o Santiago Alba Rico, confiesa que en los últimos años le han salido unas cuantas novias en política, especialmente en época electoral. “La política tiene necesidad de reforzarse de pensamiento y reflexión. Pero también hay algunos escritores que caen en la melancolía. Yo no tengo ese temperamento”, se justifica.

Para qué, si él tiene sus libros y el regalo de dirigir la Fundación Juan March a la que llegó gracias a su predecesor, compañero del Consejo de Estado, donde “tenía fama de cultureta”. O sea: de pensador. Un filósofo que acaba de recopilar 63 microensayos sobre la justicia, el amor, Europa, la dignidad… en un título: Filosofía mundana. “Que no es una vulgarización de la filosofía, sino la apropiación de nuestro tiempo con el pensamiento”, afirma. Para adueñarse del presente, Javier Gomá se atreve hasta con Twitter. Su última reflexión a 140 caracteres: “La tristeza es naturaleza; la alegría, arte”.

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