Este artículo se publicó hace 15 años.
Baladas viscerales del héroe desconocido
Javier Colis no llenó la madrileña sala El Sol, pese a ofrecer un show probablemente inigualable en este país
A la sombra se está mejor, sobre todo si el sol que hay fuera es puro artificio de rayos uva. Hoy en día, y quizás siempre, la chicha, lo bueno, no te los encuentras: hay que buscarlos.
No podía ser tan fácil... Los artistas que huyen de los solariums urbanos, esos que están puerta a puerta con un Lidl y de los que salen seres humanos requemaos, necesitan el rayo puro y verdadero. Como eso no se lleva, terminan tocando ante pocos, aún así afortunados y contentos. No hay razón para rasgarse las vestiduras, porque ya se sabe que no está hecha la miel para la boca del cerdo.
Javier Colis no llenó la madrileña sala El Sol el miércoles, pese a ofrecer un show probablemente inigualable en este país. Inigualable por bestia, por salvaje, por bruto, por personal, por emocionante, por insobornable.
Colis gruñó una selección de baladas oscuras y viscerales con su voz de cántaro roto y una guitarra oblicua. Su banda ejecuta con disciplina el plan maestro de su líder: la segunda guitarra dibuja arpegios libremente, el contrabajo (demasiado bajo en esta ocasión) esquiva lo previsible, el teclado gotea notas hipnóticas y el batería bombea un ritmo cavernícola. Como una tribu africana, pero en Europa y blancos (aunque vestidos de negro).
Tocó entero su último disco, Otra nube, como debe ser. Y como suele ocurrir con él, el directo redimensionó el impacto de sus canciones, tanto de las letanías tétricas (Mira esa barca) como las animales descargas de electricidad (Ahí viene esa mujer). Se echaron de menos más canciones de sus dos primeros discos. Cuando un concierto se hace corto, está dicho todo.
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