Este artículo se publicó hace 16 años.
Aquí, el disco más sórdido de la historia
La voz tóxica de Lou Reed en un viaje sin retorno a la crueldad
En 1973 Lou Reed publicó un disco que metía miedo. Los efectos de escucharlo y ver El exorcista eran parecidos... Pero Berlin, como se llamaba el disco, aterrorizaba más. Por una vez, los fans y la crítica se pusieron de acuerdo: fue un fracaso estrepitoso. Su compañía invirtió muchos dólares en lo que creían que iba a ser una ópera-rock superventas pero el público huyó despavorido y la crítica, esperando una pirueta glam-rock-pop, lo puso a caldo. Reed pasó página.
Pero el tiempo iluminó con su paso aquel pozo fangoso de podredumbre. Porque eso era Berlin: un viaje sin retorno a la crueldad más radical. Y se convirtió en un clásico, una obra cumbre, un canon, la cima creativa del ex líder de The Velvet Underground.
Tres décadas y media después, Reed lo tocó íntegro, el lunes por la noche, en el Teatro Cervantes de Málaga. Sólo una fecha en España, la última de la gira en la que Reed volvió a transitar las calles de Berlin. Casi una treintena de personas sobre el escenario, un decorado decimonónico y el aforo completo.
Reed apareció vestido con pantalones vaqueros y una camiseta roja XL, como si bajara a comprar el pan. El príncipe de las tinieblas no puede parecerlo. Y así comenzó a desgranar, canción a canción, por riguroso orden, el encuentro, el amor y la destrucción de la relación de Jim y Caroline, una pareja de drogadictos del Berlin de los años setenta.
Un disco para leer
Berlin es un disco que hay que leer. Por eso Reed nunca tocaba estas canciones en directo, porque no tienen sentido por separado. Cuando lo canta entero se amplifica la pesadilla. Reed encarna el papel de Jim, paladea cada uno de sus pensamientos y sentimientos hacia Caroline, una chica que pasa de ser una mujer fatal a una chica apaleada tres canciones más tarde.
La voz tóxica de Reed iba desgranando la transformación de Jim en un personaje cuya crueldad no tiene fondo. En el límite de la perversión, Reed canta con la frialdad de un psicópata el suicidio de Caroline –“este es el sitio donde se cortó las muñecas aquella extraña y fatídica noche”– y concluye: “Nunca hubiera empezado esto si hubiera sabido que terminaría así, pero es divertido: no siento la menor tristeza de que haya terminado así”. El coro de niños que canta dulcemente el estribillo –“oh, oh, oh, ¡vaya sentimiento!”– sólo puede entenderse como un intento de llevar la sordidez a su último extremo.
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