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Obsesión y locura bajo la nieve

Durante un siglo, cientos de hombres trataron de llegar al Polo Norte

JESÚS CENTENO

'El hielo estaba aquí, el hielo estaba allí, el hielo se extendía lívido hasta el infinito. Crujía, gritaba, rugía y aullaba, como los ruidos que se oyen cuando uno se desvanece hacia el vacío'. Así se imaginaba Samuel T. Coleridge, uno de los fundadores del romanticismo en Inglaterra, el paisaje que rodeaba a aquellos inmensos y desolados barcos que partían de todas partes en busca del Polo Norte y que acababan desapareciendo para siempre en extrañas tierras heladas.

Durante el siglo XIX, científicos, aventureros y lunáticos se preguntaban qué había en ese 'punto sin extensión, magnitud o grosor' alrededor del cual gira el eje terrestre. Es decir, el Polo Norte, donde los meridianos se juntan y todas las direcciones son sur.

Pasión por el vacío

El capitán Bob Bartlett, aupado en el mastelero de popa, anima a la tripulación. Es el primero de marzo de 1909 y la expedición, liderada por el comandante Robert E. Peary, tiene un único objetivo: ser la primera en llegar al Polo Norte.

Los inviernos a bordo del Roosevelt se caracterizan por la monotonía. Aburridos y agotados, el equipo se mantiene ocupado con trabajos inútiles a los que atienden con rigor. Entre los marinos, Matthew Henson, un afroamericano que oficia de segundo de a bordo, habla con los inuit, cuyo idioma conoce a la perfección. Los nativos le enseñan a manejar el trineo tirado por perros y a construir iglúes, cimiento básico para la utilización de grupos de apoyo. Mientras, los marineros cazan morsas, que proporcionan carne para comer y grasa como combustible. De los temidos osos polares extraen pieles que visten a la tripulación al más puro estilo esquimal.

Un día, el viento empujó al barco hacia un dique de hielo. 'El puente se arqueó y algunos remaches saltaron, mientras crujidos semejantes a explosiones sacudían las cuadernas', narra Peary en su diario. El casco resistió y el Roosevelt pudo enderezar. Hacia la primavera, sólo 133 millas náuticas les separan del destino final. Al último asalto sólo se apuntan Peary, Henson, cuatro esquimales y cuarenta perros. La nieve se había hecho más dura, y el hielo por el que avanzaban, más plano. Además, los 70 grados bajo cero empiezan a cercenar ánimos y energías. 'Unos cuantos dedos de los pies no son muchos', se resigna Peary, que asumió la automutilación.

Hasta que un día...

El 7 de abril, el explorador escribió: '¡Al fin, el Polo! El premio de tres siglos, mi sueño y ambición durante 23 años. Mío, al fin'. Así lo creía él, cuyas mediciones aseguraban que el Polo Norte geográfico de la Tierra, el punto sobre el hielo que cubre el Océano, sí, era suyo. No era más que una marca imaginaria sobre una vasta extensión de hielo, pero poco importaba ya. No obstante, sus cálculos, según se ha investigado en base a las anotaciones del diario, no fueron del todo exactos. Por si fuera poco, a su regreso, el mar se tragó a su amigo Marvin Rosse cuando el barco encalló, una vez más, en una grieta en el hielo.

'Una de las últimas epopeyas de la humanidad'

Así describe el escritor británico Fergus Fleming la expedición de Peary en ‘La conquista del Polo Norte' (Tusquets). El libro recopila cientos de anécdotas de aquellos aventureros que partían en busca de fortuna y gloria. Como Fritdojf Nanssen, el neurocientífico noruego que efectuó la primera vuelta completa a Groenlandia sirviéndose de esquís.

O aquella de Walter Wellman, un periodista estadounidense que pretendió llegar al Polo en trineo y por poco se queda inválido. También destaca el denominado ‘asunto Franklin'. Este explorador perdió en 1818 a once miembros de su partida, la mayoría por hambre. Se sospecha que hubo asesinatos y casos de canibalismo.

Franklin volvió a intentarlo en 1845 y quedó atrapado en el hielo, donde permaneció dos inviernos. Los historiadores han especulado sobre el destino de la tripulación, que pudo haber muerto envenenada a causa del plomo de las latas de comida. Nunca regresaron.

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