Este artículo se publicó hace 14 años.
La periferia escondía a los Apóstoles más viejos
Un láser halla los retratos murales más antiguos del mundo
La catacumba de Santa Tecla, camuflada bajo un anónimo edificio de suburbios, es una de las más pequeñas y desconocidas de Roma, pero durante siglos ha albergado en sus entrañas un tesoro pictórico completamente ignorado: las imágenes más antiguas de los cuatro Apóstoles más venerados de Jesucristo. El Vaticano sospechó de la importancia de los frescos escondidos en el pasadizo más profundo de la catacumba hace dos años, cuando inició un laborioso proceso de restauración.
El primero en salir a la luz, con la novedosa ayuda del láser, fue San Pablo, azote de los primeros cristianos antes de convertirse en el mayor propagador del cristianismo. Su barba inequívocamente puntiaguda lo delató. La Comisión Pontificia de Arqueología Sacra declaró este icono como el más antiguo del apóstol. Lo dató a finales del siglo IV, poco antes de que las catacumbas, o cementerios cristianos subterráneos, dejaran la clandestinidad a favor de los muros y suelos de las iglesias. El retrato se hallaba a sólo medio kilómetro de sus restos, enterrados en la cripta de la Basílica de San Pablo Extramuros.
Los húmedos pasadizos de la catacumba, sin embargo, todavía escondían más secretos. Tras San Pablo, emergieron la barba blanca y mandíbula cuadrada de San Pedro, el pescador a quién Jesucristo encomendó las riendas de la Iglesia. Le acompañaban otros dos: Andrés, hermano de Pedro, y Juan, "el Apóstol amado", que aparece, en palabras de uno de los restauradores, con los habituales "labios carnosos".
Las pinturas, de hecho, son las del fin de una época, los últimos testigos de la dominación romana
La responsable de la restauración de los frescos, Bárbara Mazzei, explicó ayer a Público que los retratos de los Apóstoles son los más antiguos hallados jamás. En épocas anteriores los discípulos aparecen representados dentro de escenas mucho más amplias, mientras que en la catacumba aparecen como los cuatro vértices que rodean a Jesucristo, en la bóveda de una tumba. Este, representado como Buen Pastor, rodeado de ovejas, parece atraerles, "como un motor inmóvil", describió ayer uno de los arqueólogos, parafraseando a Aristóteles. Los paralelismos con el mundo clásico no acaban ahí. En la sala que antecede se halla el profeta Daniel completamente desnudo, a imitación de los héroes griegos. El pintor que decoró estas salas tenía todavía muy fresca la tradición pictórica dominante hasta entonces.
Las pinturas, de hecho, son las del fin de una época, los últimos testigos de la dominación romana. Han aparecido en un hipogeo privado de una rica matrona cristiana, posiblemente una mujer culta de las que rodeaban a San Jerónimo, el autor de la Biblia en latín conocida como Vulgata. El retrato de la dama y su hija surgen de una de las paredes de la cámara subterránea.
Las pinturas sólo han podido aparecer gracias al uso de láser, que permite arrancar el carbonato de calcio sin arrastrar la película de pintura. Esta milagrosa recuperación, sin embargo, está amenazada por algo tan frágil como una flor. Los vecinos del edificio que cubre la catacumba, ignaros del tesoro que tienen bajo sus pies, riegan cada día sus parterres y las gotas de agua se deslizan peligrosamente por las barbas subterráneas de los venerables apóstoles.
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