Este artículo se publicó hace 13 años.
"Procedan a embalsamar al Papa"
El próximo miércoles, 13 de abril, llega a las librerías la novela Santo serás' (Ediciones B), del periodista Vicente Clavero, columnista de 'Público', que recrea las maniobras urdidas por los sectores m
Vicente Clavero
Un automóvil negro con matrícula SCV/CV del Estado de la Ciudad del Vaticano se detuvo en la puerta de Santa Ana a las once de la noche del sábado 2 de abril de 2005. Su conductor bajó la ventanilla y cruzó unas palabras con el guardia suizo que le salió al paso. En la parte trasera del vehículo viajaban dos hombres de riguroso luto; uno de ellos era Cesare Signoracci; el otro, su primo y ayudante Massimo. El coche dejó atrás el puesto de control y rodó unos metros más allá, hasta la puerta del Palacio Apostólico.
El secretario del cardenal español Eduardo Martínez Somalo esperaba allí a los Signoracci, que se apearon a toda prisa cargados con unos voluminosos maletines. Mientras el coche se alejaba en busca de un sitio donde aparcar, los tres hombres penetraron en el edificio. Tomaron el ascensor y subieron a la tercera planta, donde se hallaba el apartamento pontificio. Una vez dentro, el clérigo pidió a Cesare y Massimo que esperaran en la antesala de la alcoba del Papa y fue a avisar a su jefe, que era el camarlengo de la Iglesia católica, un cargo de difícil paragón, pero parecido al de regente.
Los dos primos habían sido recogidos en sus domicilios por el coche oficial que debía llevarles al Vaticano. Tenían que preparar el cadáver de Juan Pablo II, fallecido sólo una hora antes, para que aguantara hasta su inhumación, seis días después, en la Cripta de los Papas, situada bajo la basílica de San Pedro. Durante ese tiempo, los restos mortales del difunto estarían casi siempre a la vista y, en consecuencia, convenía retrasar lo más posible su deterioro.
Cesare Signoracci no había tenido nunca la oportunidad de intervenir en el embalsamamiento de un Pontífice porque cuando murió el anterior era todavía demasiado joven. Fueron sus hermanos mayores Arnaldo, Ernesto y Renato quienes trataron el cuerpo sin vida de Juan Pablo I tras su repentina muerte el 28 de septiembre de 1978. Los Signoracci se encargaban de adecentar a los Papas para su último viaje desde 1914, lo que les había deparado una cierta fama mundial. Con frecuencia eran requeridos para hacerse cargo de los despojos de personajes cuyos familiares esperaban vanamente que su concienzudo trabajo les acercara de alguna forma a la inmortalidad. El rey Farouk de Egipto, el director de cine Pier Paolo Pasolini o el político italiano Aldo Moro, asesinado por las Brigadas Rojas, habían pasado por su morgue.
Cuando los dos primos entraron en la alcoba del Papa con el preceptivo permiso de Martínez Somalo, se les hizo un nudo en la garganta. Sobre la cama distinguieron un cuerpo exangüe que sólo podía ser de Juan Pablo II, aunque su rostro estaba cubierto con un pañuelo de seda. Las monjas polacas que habían sido testigos del último suspiro del Pontífice se retiraron y junto al lecho quedaron los Signoracci, el camarlengo y monseñor Stanislaw Dziwisz, secretario de Wojtyla durante más de 30 años. Pese a que las ventanas permanecían cerradas, de la plaza de San Pedro provenía un cadencioso murmullo de oraciones.
- Procedan ustedes, ordenó Martínez Somalo a los embalsamadores con la voz entrecortada.
Los Signoracci se enfundaron sendas batas blancas y desplegaron su instrumental sobre una sencilla cómoda de madera de cerezo que todavía contenía algunos efectos personales del difunto Papa. El camarlengo, como obedeciendo a un impulso interior, se acercó al mueble y bendijo los aparatos. Dziwisz permaneció donde estaba, con la cabeza baja, paralizado sin duda por la emoción.
Cesareo y Massimo se colocaron a ambos lados de la cama y procedieron a destapar primero y a desnudar después el cuerpo de Juan Pablo II. Lo hicieron con una delicadeza tal que parecían temer que fuera a romperse entre sus manos. El pañuelo de seda que ocultaba la cara lo dejaron para el final. Al retirarlo, comprobaron de cerca los estragos que la enfermedad había causado en el rostro de un Pontífice otrora rebosante de energía y de salud. Wojtyla no había ido a menos de la noche a la mañana. El mundo entero había asistido a su progresivo deterioro físico, especialmente evidente en los últimos años. Pero una cosa era verlo en los informativos de la televisión y otra muy distinta tenerlo allí delante.
Manipulando el cuerpo, los Signoracci consiguieron colocar debajo de él un amplio paño de hule que protegería las sábanas durante la operación. Con una esponja fina empapada en uno de los líquidos que llevaban, limpiaron de arriba abajo el cadáver ante la atenta mirada de Martínez Somalo y de Dziwisz, que nunca se habían visto en una circunstancia igual. Una de las pocas veces que los miró, Massimo advirtió por el movimiento de sus labios que ambos estaban rezando en silencio.
Sobre la cómoda había un bisturí. Cesareo Signoracci lo tomó con sus manos enguantadas y realizó una incisión en el lado derecho del cuello de Juan Pablo II hasta que distinguió la carótida y la vena yugular interna. Las separó lo suficiente para pasar alrededor de la arteria un hilo de seda que su primo le entregó y que le sirvió para ligarla. Concluyeron cortando por debajo de la ligadura y fijando a la arteria una cánula dirigida al corazón. Luego, los embalsamadores repitieron la operación en las femorales de cada muslo del Papa.
En la misma pértiga de la que había colgado el suero que le habían suministrado durante días a Wojtyla, sujetaron un recipiente con el líquido conservante, que conectaron a las cánulas mediante tres tubos iguales después de vaciarlos de aire. Poco a poco, el preparado fue penetrando en el cadáver. Habrían entrado unos cuatro litros cuando empezó a rebosar por la nariz. Los Signoracci dejaron que siguiera fluyendo algo más, retiraron las cánulas y cosieron las heridas.
Con una jeringuilla y una aguja larga, se centraron a continuación en las grandes cavidades (la torácica, la abdominal y la intracraneal), donde inyectaron lentamente la misma solución. El siguiente paso fue introducir una sonda esofágica para inundar el aparato digestivo hasta que el conservante salió por el orificio anal, que los embalsamadores taponaron inmediatamente con algodón. Por último, limpiaron concienzudamente el cuerpo y lo dejaron cubierto, tal y como se lo habían encontrado. Los Signoracci se persignaron, recogieron sin prisas todas sus pertenencias y enfilaron la puerta flanqueados por los dos hombres que habían presenciado cómo desarrollaban su trabajo.
Bajo el dintel, Martínez Somalo y Dziwisz les estrecharon la mano y les dieron las gracias. El secretario del camarlengo, que había permanecido fuera durante toda la operación, los acompañó a la calle. Allí les aguardaba el automóvil con matrícula SCV/SV que los había trasladado al Palacio Apostólico cuatro horas antes. Abrieron el maletero, metieron dentro sus utensilios y ocuparon de nuevo el asiento trasero. En medio de la fría noche romana, cumplido el singular deber del que los Signoracci tanto se honraban, el coche negro del Estado de la Ciudad del Vaticano los devolvió a sus casas. Ellos habían arreglado el cadáver de Juan Pablo II. De prepararlo todo para que su memoria pesara como una losa sobre quienes tenían que elegir al nuevo Papa se encargarían otros.
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