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Vida doméstica

EVA PUYO

Simplemente me metía en el bolso unas bragas limpias y mi cepillo de dientes. No podía ir demasiado cargada, así que no cogía ropa limpia, ya que entonces mi pequeño bolso de ante marrón hubiera parecido una pelota de fútbol. Al día siguiente, me pondría la misma ropa aunque desprendiera un poco de olor a tabaco y sudor. En casa, aprovechaba un momento en el que mi madre se encontraba a solas, ya se lo contaría ella a mi padre después. La frase me quemaba en la garganta un rato hasta que, finalmente, la soltaba:

Hoy no me esperéis a dormir.

Mi madre forzaba una sonrisa y se hacía la despreocupada:

¿Los padres de Julio se han ido a la casa de Salou?

Yo asentía con la cabeza sin añadir mucho más a la conversación. Después, cuando mi madre me acompañaba a despedirme a la puerta, ella también soltaba su frase habitual, que me imagino también le quemaba en la garganta durante un tiempo:

Y mira a ver lo que hacesmientras agitaba su mano por encima de mi cabeza.

Con unas bragas y un cepillo de dientes en el bolso me sentía libre. El aire que respiraba en la calle tenía un olor diferente. Me veía como una trotamundos que no necesita nada, que va muy ligera de equipaje. Julio era quien compraba los preservativos.

Cuando los padres de Julio no estaban, a él le gustaba invitar a cenar a casa a los amigos con los que salíamos habitualmente. Yo abría la puerta tras el ding dong, 'pasad, adelante', mientras él, en la cocina, con el delantal puesto, preparaba su especialidad: lasaña de carne. Después de cenar, Julio y yo les despedíamos, 'adiós, hasta la próxima', mientras cerrábamos la puerta y teníamos todo el tiempo por delante para nosotros solos. Ese era el plan perfecto para Julio.

A mí, sin embargo, me apetecía más salir por ahí, beber y reírme, estar rodeada de gente y de ruido. No me divertía salir de casa de mis padres para encerrarme en otra casa y realizar esa especie de simulacro de vida doméstica. Algunas veces pensaba si, en el fondo, no quería renunciar a encontrar y conocer a otros chicos. Tenía 19 años y la idea de seguir con Julio toda la vida me angustiaba.

En todo caso, venciera su plan o el mío, una vez que decidíamos irnos a la cama, teníamos que conseguir un colchón. Cuando los padres de Julio se iban a Salou, la casa se llenaba de novias. Julio tenía dos hermanos, él era el pequeño y el que más tarde se había iniciado con las chicas. Yo era su primera novia o, en realidad, su primera en todo: su primer beso y su primer polvo. Notaba que se sentía orgulloso de participar, también él, en la disputa con sus hermanos por las camas: en el salón había un sofá cama y en la habitación de la plancha un plegatín que utilizaba la abuela de Julio cuando venía de Lérida. Si no estábamos listos y conseguíamos una de esas dos camas, ya sólo nos quedaba dormir apretados en el sofá nido de Julio, para mí la peor opción. Era una cama muy pequeña y yo tenía que colocarme de lado y estirada, sin doblar ninguna de mis articulaciones. No pegaba ojo en toda la noche. A Julio tampoco le importaba eso. A él, cuando yo iba a su casa, le apetecía quedarse despierto y hacer el amor sin descanso. Yo, sin embargo, acababa sucumbiendo al sueño.

A nuestro alrededor se oían, escandalosas, las novias de sus hermanos. 'Tú eres muy silenciosa', me había dicho Julio en una ocasión. Yo, entonces, imaginé lo que habían sido las noches de Julio hasta que había empezado a salir conmigo, rodeado de jadeos. 'Tengo claro que no voy a entrar en una competición de gritos', le había respondido. Yo, aunque presumía de no ser virgen y de tener 'experiencia', lo cierto es que había hecho el amor tan sólo un par de veces antes de conocer a Julio y mis recuerdos no eran muy buenos. Sí que me masturbaba a menudo, y, quizá debido a que compartía habitación con mi hermana, había aprendido a ser silenciosa.

A la mañana siguiente tocaba arreglar las camas. Julio ponía especial cuidado en que todo quedara exactamente igual a como nos lo habíamos encontrado. Si habíamos tenido suerte, y habíamos descansado en el sofá cama del salón, lo recogíamos y volvíamos a colocar unos pañitos de adorno que había por encima: '¿Te acuerdas de cómo iban?'. El plegatín del cuarto de la plancha también tenía un tapete, que poníamos, como quien da por finalizado el fin de semana. A mí me molestaba un poco ese intento de mantener las apariencias, en el que también participaban sus hermanos. Yo tenía que enfrentarme a mis padres y decirles que no me iba a quedar a dormir en casa, mientras ellos se ocupaban de ocultar los rastros de las tres mujeres que habíamos aparecido por allí, con el objetivo obvio de follar.

Nunca dormíamos en la cama de los padres de Julio. Daba igual cómo hubiera quedado el reparto de las camas, la de sus padres siempre se mantenía inmaculada y sin una arruga, de forma respetuosa. Una noche, sin embargo, una de las veces en que yo me había salido con la mía y nos habíamos ido de bares, un amigo nuestro, Míchel, se cogió una borrachera de campeonato: en un momento dado, estrelló su vaso de tubo contra el suelo y salió corriendo del bar. Julio y yo le perseguimos hasta darle alcance, y después logramos llevarlo, cogiéndole cada uno por un brazo, hasta la casa de Julio. Él le acostó en su cama y le sostuvo la cabeza mientras vomitaba en un balde, al mismo tiempo que deliraba y nos llamaba hijos de puta. Cuando se calmó y se quedó dormido, Julio y yo, como estaba todo ocupado, nos metimos en la cama de sus padres. Esa noche no hicimos el amor. Parecíamos los reyes de un palacio, no nos atrevíamos a movernos debajo de esas sábanas frías, blancas e inmaculadas.

Al lunes siguiente, cuando nos encontramos de nuevo en la facultad, Míchel nos dio las gracias con un '¿os jodí la noche, verdad?'. Después, cuando nos quedamos a solas, Julio me entregó una bolsa de plástico, pequeña y resistente.

Mi madre me ha dado esto para ti. Me dijo que creía que era tuyo.

En el interior de la bolsa había una braga negra de algodón. Olía a suavizante. La madre de Julio la había lavado, y estaba plegada en la forma en que mi madre pliega mis bragas, formando una especie de cuadradito. La había encontrado debajo de su cama de matrimonio. Había entrado a la habitación de Julio y, con una sonrisa como la de mi madre, había preguntado si sabía a quién pertenecían esas bragas. También Julio, ahora, me miraba con una sonrisa. Parecía en cierta medida orgulloso de que le hubieran descubierto y de que su madre supiera que traía a una chica a casa. Yo, sin embargo, estaba un poco avergonzada. Más que porque se hubiera enterado de que habíamos dormido en su cama de matrimonio, me daba vergüenza que hubiera encontrado unas bragas tan modestas: de algodón, sin puntillas, un poco descoloridas. Ella debía de haber deducido que eran de la novia de su hijo pequeño, el 'hippy', como ella lo llamaba. Y sin embargo eran mis bragas especiales, las únicas que tenía de color negro. Las que me ponía cuando me iba a quedar a dormir en casa de Julio.

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