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Amarillo y libertad

Contador toma el mando con una exhibición en Verbier. Su ataque lejano desfonda a Armstrong, le da el amarillo y acaba con el ‘apartheid' en el Astana

MIGUEL ALBA

El asfalto aparecía mudo. Sin garabatos de batalla previa. Nada de nombres. Ni de héroes a los que presentar respetos, ni de ningún villano al que guardar en la memoria. El pelotón había oído hablar mucho de Verbier, el puerto al que algún insensato compara con Alpe D´Huez. Eso sí, en diminutivo. 'No es muy duro, pero moverá la carrera', se autoconvencía Hinault en L'Equipe. Quizá lo volvió a pensar cuando Contador miró a Armstrong en aquella carretera inmaculada. No fue una invitación a la aventura. Ni siquiera un gesto de respeto hacia su pasado: sus siete Tour. Fue, sólo, el grito mudo que anticipó su despedida a dos semanas de apartheid en el Astana.

A partir de ese rápido vistazo, para medir respuestas, Contador empezó a explorar su libertad con un demarraje virtuoso y seco, como la justicia que saciaba la guillotina. Un ataque diferente a otros. Con una mezcolanza de rabia y júbilo. Con un claro tono provocador hacia sus fantasmas. 'Seguidme si podéis', vino a incitarles a falta de 5,6 kilómetros para la cima. El santuario donde le esperaba el amarillo. El paraíso de la libertad.

Entre dientes apretados y pedaleos armónicos, su fatiga iniciaba la criba en el Tour. Acompañarle significaba dejarse la vida. Seguirle, ceder el alma. Verle perderse entre el gentío, simplemente, la condena eterna. Cada uno de los favoritos entonó su alegato. Andy Schleck apostó la vida en sus piernas, como lo habían hecho sus compañeros del Saxo Bank, especialmente Voigt y los Sorensen, en los dos primeros kilómetros de Verbier. Fue entonces, ante el escenario propicio que le regaló unos maillots que no eran el suyo, cuando Contador supo que su ataque calculado tendría el efecto que perseguía.

Armstrong mostraba su impotencia ante el asedio. Apenas los relevos de Kloden, una ayuda que Bruyneel convirtió en sibilina, con apariciones y desapariciones en cabeza del grupeto, para no tener que explicar por qué ponía como perseguidor de Contador a uno de sus pocos aliados en el Astana, evitaron que el texano quedara ayer en evidencia. Desfondado, demacrado, desdibujado, despersonalizado... Lance vivió ayer uno de sus peores días en una bicicleta.

El hombre que tenía petrificado el Tour con su twitter, que polemizaba por el liderato en el Astana en las mismas llegadas en que varias azafatas, ataviadas con maillots del Livestrong -el eslogan de su lucha contra el cáncer-, vendían a diestro y siniestro la famosa pulserita amarilla. El mismo hombre que quiere ganar su octavo Tour después de dos años guardando la forma a base de maratones perdió el respeto de sus iguales.

Era el riesgo que conllevaba su revival. Un peaje que, unos pocos, le mostraron sin ninguna consideración. A los ataques de Frank Schleck, Nibali, Wiggins, Evans o un Sastre, que se dejó llevar por su teoría creciente de la subida (primero, cedo; luego, recupero y, por último, demarro), Armstrong sólo pudo mostrar comprensión ante el paso del tiempo. Su gloria es ya eterna en los libros pero efímera en la carretera. Ni siquiera la compañía de Kloden le evitó el sonrojo ante el chico de Pinto.

Desbocado en cada una de las quince curvas de Verbier, Contador escuchaba por el pinganillo el crédito de su escapada. Los segundos se amontonaban a su favor. Siempre al alza. Sin más sobresaltos que un par de espectadores a los que recriminó su carrera molesta. El Tour seguía disfrutando de la fortaleza de su nuevo líder, el que llegará a París, mientras Nocentini, el jefe de paja, se esforzaba en darle un digno final a su maillot.

Cuando alcanzó la meta de Verbier, aún se olía a la pólvora de la pistola de Contador. Su seña de identidad en el éxito. Más de dos minutos y medio antes de la aparición de Nocentini, Contador fundió la cobertura del Astana. Se deshizo del pinganillo, otro gesto de libertad, antes de levantar los brazos, disparar al aire, ganar la etapa en Verbier  y alcanzar su santo grial. El maillot amarillo. Fue el momento en el que el Tour encontró a su hijo pródigo de 2007, antes de que Andy Schleck abriese el baile de rostros desencajados. Armstrong apareció con la mirada perdida a 1:35, siendo consciente de la libertad de Contador. Su meta ahora es su condena. Una paradoja que le obliga a proteger a su líder para proteger su segundo puesto ante Wiggins. 

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