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"Me sentí Alberto Tomba a 10 por hora"

Los recuerdos de mis primeros contactos con la nieve son los de un terraplén en el madrileño barrio de Moratalaz y un plástico en las posaderas mías y de mis amigos para deslizarnos.

LADISLAO MOÑINO

Ladislao Moñino se lanza por la ladera. GUILLERMO SANZ

Los recuerdos de mis primeros contactos con la nieve son los de un terraplén en el madrileño barrio de Moratalaz y un plástico en las posaderas mías y de mis amigos para deslizarnos. Luego, llegaron los prejuicios. Esquiar, esquiaban los pijos. Eso decíamos. Y eso pensábamos cada vez que veíamos a uno o a una con la marca blanca de las gafas en el rostro. También sabíamos de las estaciones de esquí por algunas melosas películas españolas de los 70. Esas imágenes del hotel de Navacerrada con la nieve de fondo dieron paso a Martes y Trece caricaturizando a Pocholo en Baqueira Beret, lo que nos confirmaba que, efectivamente, esquiar, esquiaban los pijos.

Posteriormente, llegaron las semanas blancas en los institutos, pero yo ya andaba demasiado despistado con Nirvana y su mundo... Ahí sí que me me sentí traicionado. Algunos de mis greñudos colegas se apuntaron y se engancharon. En realidad, eso fue una señal de progreso de la España de Felipe: la clase obrera también podía esquiar.

Así que, con unos cuantos años de retraso, sobrepeso y pulmones de fumador y, sobre todo, ya sin ningún tipo de prejuicios, me planté en el Snowzone de Xanadú. Cierto es que cuando el monitor me dijo que se llamaba Toto, los prejuicios estuvieron a punto de reapoderarse de mí. He de confesar que, para cuando entré en la pista, ya me había vaciado poniéndome las botas y encajándome un mono que no me encajaba. Lo di todo en el vestuario y le entregué mi alma a Toto en la pista. Más de 90.000 personas pasan al año por Snowzone de Xanadú, incluidos los meses de verano. No descarto haber sido el peor alumno que han tenido.

De no haber sido por el monitor y su paciencia me hubiera rilado al primer intento de encajar las botas en las tablas. Primero, ejercicios con un esquí, luego, con los dos. Simplemente deslizar en el llano constituía ya todo un sufrimiento; de inmediato descarté ser esquiador de fondo... Luego, el aprendizaje de la famosa cuña, el maldito gesto de aproximar las rodillas, la clave para poder tirarse porque es el freno y, si no aprendes a frenar, más vale que no te lances.

 

Es decir, la cuña era en realidad mi seguro para no comer nieve y alimentar el ansia fotográfica del redactor gráfico que me acompañaba. Ya en la cima me lo pensé otra vez y me decidí a lanzarme. El monitor me sujetaba con mucha precaución, porque, como yo, se temía lo peor. Hasta los últimos 50 metros en los que me solté y me salió la cuña. Entonces, me sentí Alberto Tomba. A 10 por hora, claro.  

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