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¿Cómo renunciar a la bicicleta?

ALFREDO VARONA

Tengo la costumbre de ir en bicicleta al trabajo. Tengo esa costumbre que procede de una infancia que no se entendería sin ella. Hago ciclismo desde aquellos veranos en Alicante en los que recorría la gran mayoría de las montañas de esas tierras: Busot, La Carrasqueta, Torremanzanas, la sierra del Maigmó..., que supongo que también sería un territorio conocido para Víctor Cabedo. Él fue un ciclista nacido en el Mediterráneo. Tenía 23 años, una buena reputación y una pena que ya no se curará nunca: se ha marchado antes de entrar en nuestras vidas. La carretera aplastó sus sueños y los de su gente, que no debían ser pocos, entre otras razones porque un ciclista sin sueños está incompleto.

Pero el riesgo de ser ciclista está por encima de la victoria o la derrota. El riesgo está en asumir que te juegas tu propia vida como le pasó a Antonio Martín aquella mañana de febrero del 94 en la carretera de Torrelaguna. Salió a hacer un entrenamiento trivial y no volvió más. Le atropelló un camión y nos dejó con una duda, amarga e incurable: ya no podría ser el sucesor de Pedro Delgado.

Ha muerto atropellado Víctor Cabedo y se han recordado tragedias como la de Antonio o la de los hermanos Otxoa, sobre todo la de Ricardo, que no despertó nunca más. Javier, sin embargo, salvó milagrosamente la vida. Es verdad que ya nunca más volvió a ganar en una cima del Tour, como en la de Hautacam en el año 2000, pero sí ha sido campeón paralímpico y un hombre que ha admitido la segunda oportunidad que le dio la vida.

Por eso no renunció a la bicicleta, que es parte de su vida, y es lo que explica que los miles de ciclistas, anónimos o profesionales, que hoy volverán a subirse a la bicicleta, se parezcan a los toreros. Quizá porque ellos también viven de milagro y, sin querer, han elegido una manera más de jugarse la vida. Y a veces pasan estas fatalidades como la que ha finalizado con la vida de Cabedo a los 23 años sin avisar. El problema es que, a esa edad, uno puede llegar a pensar en el éxito o en el fracaso, pero jamás en la muerte.

Yo ya no tengo esa edad. Seguramente, tampoco me parezca en nada a Cabedo ni tuve las condiciones que me hubiese gustado tener para el ciclismo. Pero hay algo que nos iguala. Hay una parte de mí que nunca se separará de la bicicleta, de esa soledad pactada o de su calidad de vida. Por eso esta mañana, a las siete, antes de que amaneciese, he vuelto a subirme a ella con mi ropa fluorescente.

La diferencia es que, a partir de ahora, pasarán unos meses hasta que vuelva a olvidárseme ponerme el casco. Y, a partir de ahí, ya da igual que haya pocos o muchos coches en la carretera... En realidad, basta con que sea uno sólo el que se equivoque para caer por un barranco como le ha pasado a Víctor Cabedo y no contarlo más. Y esa es la imagen que, sin necesidad de verla, hoy me resulta imposible de olvidar. Pero ¿qué vas a hacer? ¿vas a renunciar para siempre a la bicicleta? Víctor Cabedo, seguramente, no lo haría.

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