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Las tres vueltas al mundo del incombustible Martín Fiz

Sus rodillas superan los 250.000 kilómetros corriendo, su mujer dejó de fumar para
correr con él y, a los 53 años, Martín sigue batiendo récords en el maratón y marcándose retos tras 35 ininterrumpidos corriendo. "Me encanta luchar contra la agonía", explica. 

El atleta Martín Fiz, a su llegada el domingo a meta en la quinta edición de la media maratón de Santander. /EFE

MADRID.- No, ya no es como antes cuando su hijo Alejandro, el ‘olímpico’ que nació en 1992, Juegos de Barcelona, acompañaba a su padre, Martín Fiz (Vitoria, 1963) al maratón de Lake Biwa en Japón. El niño tenía 8 o 9 años y esperaba a su padre en línea de meta, impaciente, casi angustiado, “papa, estaba rezando para que llegases a meta, no ya para que ganases”, recuerdo para toda la vida, incapaz de envejecer, símbolo de lo que es el maratón, océano bello pero realmente peligroso. Todo eso retratado en la cabeza de un niño, que temía por su padre frente a las dentelladas del maratón, no hablaba de la victoria, hablaba de la supervivencia con 8 o 9 años, no más, el sexto sentido.

Pero no, ya no es como ayer porque entonces Martín Fiz vivía por y para el maratón, esclavizado y obsesionado con él, su medio de trabajo y de vida, inseparable de sus objetivos, todavía capaz de batir el récord del mundo o del sueño de ser medallista olímpico que se acabó para siempre con el octavo puesto de los Juegos de Sidney 2000.

Tenía entonces 37 años, un Mundial ganado en Gotemburgo 95, una biografía reputada en el mundo entero y miles de ideas en la cabeza como ese día que le dijo a Alejandro, su hijo, su niño, “el maratón es como una mujer: cuanto más te hace sufrir, más lo quieres”. Y por eso el niño sentía algo más que respeto, quizá miedo por esa prueba en la que nunca se sabe lo que va a pasar, totalmente imposible. “A partir del kilómetro 35, la fisiología humana cambia radicalmente”.

Pero hoy ya no, hoy ya no es como entonces, no hay medalla olímpica en el horizonte ni título de campeón del mundo a la vista. Alejandro, el niño, se hizo hombre, cumplió 23 años, terminó su carrera universitaria (Administración y Dirección de Empresas) y perdió el miedo a las batallas de su padre frente a ‘la bestia’ (el maratón). “No nos podemos detener frente al tiempo”, explica Martín Fiz, que se separó de esa dictadura de los espaguetis y las ensaladas que durante tantos años existió en casa. “Sin ir más lejos, ayer cené un par de huevos fritos con chorizo. En otra época hubiera sido inconcebible”, insiste Martín.

“Mi mujer está en ese grupo de soldados vietnamitas con cinturones llenos de geles y aguas, las articulaciones cascadas y una fuerza de voluntad insuperable"

Ese padre que, sin dejar de correr, venció las obsesiones del pasado y hasta se las traspasó a Ana, su mujer, la madre de Alejandro, que dejó de fumar y se aficionó a correr maratones por debajo de las cuatro horas. “Mi mujer está en ese grupo de soldados vietnamitas con cinturones llenos de geles y aguas, las articulaciones cascadas y una fuerza de voluntad insuperable, que les hace aguantar cuatro horas al pie del cañón en la carretera. Alguna vez le he acompañado y ella, como todas esas gentes, tiene un mérito enorme”.

"No valgo para engordar"

Pero así cambió la vida en casa. Ana, a la que le costaba entender que su marido fuese tan obsesivo en su época en la elite, ahora lo entiende perfectamente “porque el maratón, cada uno a su nivel, obsesiona de veras”. La diferencia es que Martín ya está por encima del bien y del mal, pacificado por lo logrado y por lo vivido. El 3 de marzo cumplió 53 años y “ahora ya no salgo a morir, sino a dominar la agonía del maratón, algo que siempre se me dio muy bien. Mi cuerpo nació para eso”.

"Hay atletas de mi generación que, sin llegar a estar en una silla de ruedas, están llenos de artrosis, rodillas, caderas, etc"

Por eso se resiste a hacer caso a Alejandro que dejó de ser ese niño de ocho años y se convirtió en un joven de 23, capaz de pedirle ahora a su padre que deje de correr tanto, de recordarle que sus rodillas superan los 250.000 kilómetros, el equivalente a tres vueltas al mundo y hasta de preguntarle si 35 años corriendo no le parecen suficientes. Pero entonces Martín Fiz le contesta que no puede, “porque mi cuerpo no sabe vivir sin correr. No valgo para engordar y en el fondo soy un afortunado. Hay atletas de mi generación que, sin llegar a estar en una silla de ruedas, están llenos de artrosis, rodillas, caderas, etc. Sin embargo, debe ser que yo vendí mi alma al diablo, porque la musculatura todavía me responde muy bien y el corazón no me dio ninguna mala señal. Sólo necesita que le conceda algo más de tiempo para recuperar”.

El maratón de Tokio en 2 horas y 28 minutos

"Tengo que vivir; tengo que trabajar, escribir, viajar, dar conferencias y no quejarme, no quejarme nunca porque soy un privilegiado que vive de lo que me gusta”

Y, sí, claro que ya no puede ser como entonces ni como en los Juegos de Atlanta 96 ni como en el Mundial de Atenas 97 o en el Europeo de Helsinki 94 cuando casi no existía vida social para Martín Fiz. No había día en el que no existiese la locura. No había semana por debajo de los 200 kilómetros. “Ahora ya no paso de los 100, porque ya no puede ser como antes. Tengo que vivir; tengo que trabajar, escribir, viajar, dar conferencias y no quejarme, no quejarme nunca porque soy un privilegiado que vive de lo que me gusta”. Quizá por eso el maratoniano no desapareció ni desaparecerá, al contrario, y con el permiso de los años, 53, acaba de terminar su 47 maratón en Tokio en 2 horas y 28 minutos, a 3’30” por kilómetro, increíble.  Y ganó en la categoría de mayores de 50 años. Como también lo hizo en Nueva York y como pretende hacer en los seis majors del año.

Nadie en el mundo lo ha hecho tan rápido a esa edad. Un caso único, en realidad, de un hombre que, 15 años después de retirarse de la elite, no subió una sola talla de ropa. Y, aunque su hijo, dejase de soñar con él, él no dejó de soñar ni de renovar sus objetivos, atleta para toda la vida, incansable siempre sea en el desierto del Sahara, en el Kilimanjaro o en el maratón de Boston, donde volverá a intentarlo dentro de un mes, y la felicidad no opondrá resistencia. Será parecida a la de ayer. “Y de eso se trata ¿no?”, le contesta Fiz a Alejandro, que ya no puede acompañarle, ya no tiene ocho años. El tiempo pasó y comenzó a hacer prácticas en una empresa, a vivir el mundo laboral…

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