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Cuello blanco, dinero sucio Jennifer Taub: "Los crímenes de cuello blanco suponen en EEUU entre 200.000 y 800.000 millones de dólares al año"

La autora de 'El gran dinero sucio. El escandaloso e invisible coste de la violencia de cuello blanco y corbata' denuncia que los autores de estos crímenes casi nunca van a la cárcel. "Esta impunidad amenaza la democracia", alerta.

Jennifer Taub, autora de 'El gran dinero sucio'.
Jennifer Taub, autora de 'El gran dinero sucio'. Jill Greenberg

Se denomina crimen de cuello blanco y corbata (white collar crime, en inglés) a los delitos protagonizados por las grandes corporaciones privadas y entes financieros y que, por lo tanto, son efectuados no a pie de calle sino por alguien que toma decisiones en un despacho. Sin embargo, Jennifer Taub, profesora de Derecho en la Western New England University School de Springfield (Massachusetts), afirma que "cuando oímos la palabra crimen la asociamos sólo a los actos de violencia y robo a pie de calle y no a los delitos de cuello blanco".

Taub ha dedicado a estudiar este fenómeno un libro de casi 300 páginas, en las que revela que "mientras que el primer tipo de delitos tradicionales supone en Estados Unidos, según el FBI, 16.000 millones de dólares anuales, los crímenes de cuello blanco se estima que cuestan al contribuyente entre 300.000 y 800.000 millones". Y encima, las grandes empresas y las personas con nombre y apellidos responsables de los delitos casi nunca acaban con sus huesos en la cárcel. El último ejemplo, la crisis económica de 2008.

Esta disfuncionalidad es la que aborda Taub en su obra El gran dinero sucio. El escandaloso e invisible coste de la violencia de cuello blanco y corbata (Big Dirty Money. The Shocking Injustice and Unseen Cost of White-Collar Crime), publicado en septiembre del año pasado en Estados Unidos. El libro no sólo es un relato de escandalosos episodios de crímenes de cuello blanco en el que desfilan multinacionales como DuPont, Boeing y su 737MAX, Walmart, Enron, Barclays o Citigroup, y magnates y evasores de impuestos como Donald Trump, sino también un alegato contra la impunidad de estos crímenes. "Ni siquiera existe en Estados Unidos una agencia federal que recabe datos oficiales de la magnitud real de estos delitos. Los datos de que disponemos son estimaciones", denuncia Taub en una entrevista telefónica con Público.

En Estados Unidos hay unos 2,3 millones de personas en la cárcel, sin embargo, casi ninguna de esos reclusos es un hombre o mujer de cuello blanco y corbata sino personas que están entre rejas a menudo por crímenes relativamente menores. "Esta impunidad es una amenaza contra la democracia actual, la gente deja de creer en las instituciones", dice Taub. "Alguien como George Floyd fue detenido y acabó asesinado por no pagar una cuenta de 20 dólares. Así que en estos Estados Unidos de hoy puedes acabar en la cárcel por un pequeño robo o un crimen menor, pero a las grandes compañías que han cometido graves delitos, muchas veces de evasión fiscal, o a gente como Trump, no les pasa nada".

"Siempre se pone todo el foco en la víctima"

La autora alerta de una contradicción peligrosísima: "En este país se alaba muy a menudo a la persona de éxito, al triunfador que ha logrado hacer una gran fortuna, pero siempre se olvida a las víctimas de sus acciones. Creo que esto sucede por dos motivos: en primer lugar, la persona que comete el crimen de cuello blanco y corbata suele ser alguien casi venerado porque existe un cierto culto a la persona, así que esto vuelve invisibles a las víctimas, que incluso se culpan a sí mismas".

"La segunda razón", añade, "tiene que ver con que cuando alguien es víctima de un crimen de este tipo sufre un proceso parecido al que han sufrido las mujeres cuando han sufrido un abuso sexual: son cuestionadas, qué estabas llevando, por qué fuiste a esa fiesta, por qué hiciste esto o lo otro. Se pone todo el foco en la víctima y no en el perpetrador".

"Cuando alguien te rompe el cristal del coche y te roba un objeto que hay en su interior, todo el mundo te dice ¡oh, cuánto lo siento!, pero si alguien te tima por teléfono o con una inversión, la gente tiende a culparte a ti, piensan que eres estúpido y tonto por haber caído en la estafa, es culpa tuya por no haber investigado más a la empresa en cuestión o por haber dado curso a tu codicia", dice Taub.

Es la vergüenza del perdedor, del loser, un arquetipo muy estadounidense y una figura explotadísima por Trump en su mandato. Se puede ser lo que sea menos un loser, ser un loser es lo peor, una desgracia, es algo casi antiamericano. "Esto va unido", dice Taub, "al mito americano de que cualquiera que trabaje duro puede lograr lo que se proponga. Lógicamente, no es cierto, pero está muy arraigado y su correlato es que si no logras lo que te propones, si eres pobre, es que no has dado lo suficiente, es decir, te lo mereces".

En caso contrario, si uno es alguien poderoso, muy rico, una persona de éxito, un winner, "se entiende que todo lo que uno ha logrado lo ha conseguido de manera limpia, honesta, trabajando mucho, y por lo tanto, merece que conserve toda es riqueza y esa persona merece ser alabada y venerada. Todo esto es absolutamente falso pero es un mito muy difícil de romper".

Otro elemento que complica las cosas, dice Taub, es que "el crimen de cuello blanco es mucho más complicado de explicar que el delito tradicional, como un robo al uso. Si alguien te roba el ordenador en el coche en un parking, uno denuncia, la empresa del parking revisa las cintas de seguridad y se ve al ladrón entrando en tu coche y cogiendo el portátil. Listo. Pero si una empresa te engaña con una inversión y te arruinas, es completamente diferente, no hay un vídeo de alguien robándote y encima ¡la gente pensará que fuiste codicioso o torpe!".

El Departamento de Justicia ha claudicado

La impunidad de los autores de estos crímenes, a menudo personas riquísimas que dirigen empresas poderosas, ha pasado por fases diferentes. "En los años 70 y 80", dice Taub, "los fiscales hacían mejor su trabajo y perseguían el crimen con más ahínco, pero en los últimos 20 años no se ha hecho tanto".

Según la autora, lo que sucedió a partir del año 2000 fue que se ha optado cada vez más por los llamados acuerdos de encausamiento diferido (deferred prosecution agreement o DPA, en inglés) y los acuerdos de no encausamiento (non-prosecution agreement o NPA). "Ambas herramientas se han hecho muy populares entre los fiscales federales e implica no perseguir a los propietarios de las empresas sino llegar a acuerdos económicos, así se logra que el proceso judicial sea más rápido y además el gobierno logra que las empresas denunciadas paguen dinero".

¿Cuál es el problema? Que los autores de los delitos se van de rositas sin pestañear. "En mi opinión, lo que sucede es que la gente en el Departamento [Ministerio] de Justicia llegó a ver la enorme escala de los casos y cómo de complicado sería llevarlos a juicio y sencillamente perdieron el coraje de afrontarlos", dice Taub.

Fue, al menos en parte, lo que sucedió en 2008, con un añadido más perverso: "En el caso de esta crisis, los bancos responsables de aquella crisis estaban en una posición tan poderosa que pudieron decir: si no nos rescatas el sistema entero se viene abajo, aquello de ser demasiado grande para caer (too big to fail), y eso es lo que hicieron los gobiernos: rescatarlos sin perseguir esos delitos".

Taub advierte también que el problema de disponer de datos oficiales sobre la repercusión económica de estos delitos tiene que ver con un defecto de base: "El sistema de recogida de información que el FBI usa actualmente para sus estadísticas sobre crímenes y delitos consiste en obtener datos de las comisarías de policía. Esto ya es una limitación importante. Si me roban el bolso, voy a la policía local y pongo una denuncia, pero en muchos casos, los delitos no son denunciados en las comisarías. Si uno sabe que su vecino está defraudando impuestos, no llama a la policía. Y lo mismo sucede con una gran fortuna: si el gobierno federal lo pilla evadiendo impuestos, lo normal es que se llegue a un acuerdo y listo. Ninguna comisaría ni ninguna agencia federal consignan la cantidad defraudada y ésta es la norma para los crímenes de cuello blanco y corbata".

Esa invisibilidad es la que hace, lamenta Taub, que cada vez que uno oye las palabras crimen o delito lo que se le viene a la mente es un asalto en la calle, un coche o una vivienda robadas, pero casi nunca piensa en las víctimas que ha podido dejar atrás la acción ilegal de una multinacional, de un banco o de un responsable político.

El caso Purdue Pharma: 18.515 fallecidos

Y esto está directamente relacionado con un concepto que Taub explora en su libro: el de criminogenia. "Apela a la atmósfera que ayuda a que el crimen aumente, como si fuera una placa de Petri de un laboratorio [donde se cultivan las células]. Normalmente se insiste en que la pobreza es criminogénica", dice Taub, "porque vivir en un entorno sin recursos induciría al delito, pero en realidad lo que es criminogénico es la extrema riqueza, porque si tienes mucho dinero y una elevada posición acabarás muy tentado de evadir impuestos o de cometer otras ilegalidades porque tu elevada situación te suele situar en una situación de impunidad. Estos entornos de riqueza extrema son criminogénicos, pero siempre se habla de la pobreza".

De la multitud de casos de corrupción y crímenes de cuello blanco que Taub desmenuza en su libro, la autora se queda con uno: el de Purdue Pharma y su OxyContin. En 2007, dicha compañía y tres altos ejecutivos (ninguno de ellos miembros de la familia propietaria, los Sackler) se declararon culpables de haber comercializado con un etiquetado irregular el producto OxyContin, un fármaco para el dolor severo. OxyContin era muy adictivo y sólo indicado para enfermos terminales, aunque esta información no se dejó tan clara, con lo que fueron juzgados por incumplir la Ley Federal de Alimentos, Medicamentos y Cosméticos.

El opioide llegó a suponer más del 90% de las ventas de Purdue. En el año 2000, las ventas de OxyContin alcanzaron los mil millones de dólares. Aquello era un filón, así que un año después la empresa gastó cuarenta millones en bonus a sus comerciales para que vendieran el fármaco a todo trapo. En junio de 2001, Purdue había ganado ya 3.000 millones de dólares vendiendo el OxyContin.

Esta facturación se tradujo en muertes. Según el libro de Taub, en 2007 habían fallecido de sobredosis del opioide 18.515 personas. La empresa se declaró culpable de un delito grave y pagó una multa. Los tres directivos sólo se declararon culpables de delitos menores y evitaron la prisión. "Sus autores eran reincidentes, se hicieron ricos con la muerte y el asesinato de personas a través de una droga altamente adictiva. Y nadie fue a la cárcel. Es un caso brutal y cruel".

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