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Daniel Innerarity: "Vivimos una democracia del odio, pero no significa que vayamos a una guerra civil"​

El filósofo y director del Instituto Globernance en San Sebastián, Daniel Innerarity.
El filósofo y director del Instituto Globernance en San Sebastián, Daniel Innerarity. EFE

Daniel Innerarity es catedrático de filosofía política y social, investigador en la Universidad del País Vasco y director del Instituto de Gobernanza Democrática. Recientemente ha publicado Una teoría de la democracia compleja Pandemocracia. Una filosofía de la crisis del coronavirus. 

El filósofo y pensador Daniel Innerarity lanzó en una tribuna publicada junto a Serge Champeau en El País la siguiente hipótesis: la situación de odio que se vive en las democracias occidentales no conduce a nuevas guerras ni a más violencia. Muy al contrario, el odio podría estar sustituyendo la violencia. Los riesgos que acechan a la democracia no vendrían, por tanto, de la posibilidad de un golpe de Estado o una insurrección armada que desate la violencia o tome el poder, como en el siglo XX. El peligro para las democracias llegaría desde ese odio verbal o confrontación infinita que nos puede conducir hacia nuevas versiones, más "iliberales", de la democracia occidental.

Sobre esta hipótesis, sobre el odio que se respira en las redes y también sobre los nuevos peligros de la democracia occidental se pronuncia en esta entrevista Daniel Innerarity.

¿Vivimos rodeados de odio y confrontación? ¿Es una situación nueva?

No creo que el fenómeno de la descalificación del contrario o de la confrontación total sea un fenómeno tan nuevo. Tampoco me convencen las explicaciones que remiten a un determinismo tecnológico y dicen que las redes sociales son origen y causa del problema. De hecho, si uno mira la Historia reciente de Estados Unidos ve que ha estado marcada por una lucha a muerte entre republicanos y demócratas y por un racismo brutal. Ahora, eso sí, somos más sensibles contra la lacra del racismo o del machismo y por tanto somos más conscientes del odio que hay en ese tipo de discursos.  

"El odio actúa como un inhibidor de la violencia"

Luego hay otra explicación, a parte de estas, que es que yo creo que el odio actúa como un inhibidor de la violencia. El odio se despliega con mayor libertad allá donde quienes odian saben que sus palabras no van a ir más allá, que su odio no va a tener consecuencias de tipo violento. Esa sería mi hipótesis. Por ejemplo, podemos mirar la Historia de Francia y comparar tres acontecimientos importantes: la Revolución Francesa, Mayo del 68 y los chalecos amarillos. Mi conclusión es que cada vez hay menos violencia, pero cada vez hay más odio.

Si analizamos el conflicto racial en Estados Unidos creo que sucede un poco lo mismo. Hay menos violencia generalizada. Trump intentó que el movimiento Black Lives Matter se fuera un poco de las manos para criminalizarlo y poder intervenir, pero fue un movimiento que se contuvo mucho y se autolimitó para no generar episodios de violencia. Sabían que su éxito dependía de que la violencia no se desatara. Si comparamos la época de Marthin Luther King con la actual se aprecia: creo que ha descendido la violencia y ha aumentado el odio.

Entonces, según esta hipótesis, el contexto de crispación que se vive no es la antesala de la violencia ni estamos, por hacer un símil histórico, en la primavera de 1936.

Eso es lo que yo niego, sí. En los últimos años han salido un montón de libros que hablan del final de las democracias liberales o de su difícil supervivencia. Y muchos de ellos vuelven la mirada hacia la República de Weimar de la Alemania de los 30 y del ascenso del nazismo. Y yo creo que estamos en situaciones que no tienen nada que ver. Las sociedades actuales están mucho más desarrolladas e son mucho más interdependientes como para que creer que estas amenazas puedan tener credibilidad. 

"Creo que estamos ante una mayor contención de la violencia y eso se compensa con una mayor expansión del odio"

No creo que haya colectivos que sientan una desesperación tal, aunque sí hay muchos problemas sociales, como para intentar un asalto violento al poder. No, no lo creo. Por eso, creo que estamos ante una mayor contención de la violencia y eso se compensa con una mayor expansión del odio. Por eso hablo que vivimos en la estabilidad de la democracia del odio, que es una situación de polarización penosa, pero no nos va a conducir a una guerra civil. Nos va a llevar a cometer grandes errores, nos va a llevar a no abordar las reformas y transformaciones necesarias, pero no nos va a conducir a una guerra.

¿Son frágiles nuestras democracias?

Estoy en contra del mantra que se ha instalado que habla de esta supuesta fragilidad de las democracias en el momento actual. Cuando se habla de fragilidad de las democracias rápidamente se entiende que puede haber una posible subversión o un intento de asalta el poder para intentar destruirla. Y yo creo que no, que no estamos en ese escenario. Tampoco que lo que hemos vivido en Estados Unidos pueda calificarse como un golpe de Estado. Creo que abusamos del concepto golpe de Estado. Golpe de Estado es lo que ha ocurrido en Myanmmar, pero no el asalto al Capitolio. Aquello estuvo a punto de desbordarse más todavía, pero no fue un golpe de Estado. Inmediatamente después Trump dijo que no instigaba el ataque y se produjo el relevo de Biden con normalidad institucional. 

Creo que las democracias consolidadas tienen un problema de negativismo, de ineficacia, de confrontación estéril, de cortoplacismo, de incapacidad para desarrollar políticas complejas a largo plazo... y todo son factores que no favorecen una democracia de calidad, pero que no están llamados a acabar con el sistema democrático. 

Pero, ¿qué queda del sistema democrático con todos estos problemas que enumera? La idea del  ágora y de la democracia como diálogo queda ya muy lejana. 

"Mi conclusión es que cada vez hay menos violencia, pero cada vez hay más odio"

Sí, sí. La democracia queda muy diezmada y la calidad del debate público se debilita mucho. La capacidad de los partidos para llevar a cabo alguna acción que requiera de cooperación también salta por los aires. En una democracia del odio hay muchas cosas lamentables. Yo, simplemente, quiero combatir el miedo que lleva a algunos a emparentar este tipo de situaciones de odio con el preámbulo de una guerra civil. La degradación de la democracia en el siglo XXI hay que interpretarlo con categorías diferentes a la degradación de las democracias del siglo XX. 

¿A qué escenario nos puede conducir esta democracia del odio?

En el artículo hablo de una posible evolución hacia una democracia iliberal, es decir, una democracia donde los componentes iliberales se fueran acentuando paulatinamente y contaminando el resto de la arquitectura. Un ejemplo es que se pueda perder el respeto al Estado de derecho. Que dejen de renovarse órganos judiciales o que se utilice la justicia para resolver disputas políticas... son factores que nos llevan hacia una democracia más iliberal. 

¿Cómo hemos llegado a esta situación?  Recuerdo que la oposición a Zapatero fue durísima, pero no recuerdo esta sensación de hostilidad. 

Siempre que ha ganado la izquierda la derecha ha lanzado el discurso de la ilegitimidad del Gobierno de la izquierda. Pero, además de esto desde los tiempos de Zapatero se han acelerado todavía más los tiempos políticos. Detecto en los líderes una urgencia, una angustia por tener resultados inmediatos que antes no era tan evidente. Rajoy perdió dos veces antes de ganar y hoy no sé si algún partido soportaría dos derrotas. La urgencia nos lleva a un comportamiento ansioso que aprovecha cualquier oportunidad para tensar, criticar y atacar al adversario. La izquierda también cae en este error y eso explica que haya una mayor angustia y confrontación en todos los tramos del sistema político. 

"El desafío es saber unir desde la diferencia y no suprimiéndola"

Por otro lado, también ha que ver y analizar cómo todo se ha convertido en contenido de batalla electoral. En otros momentos la distinción entre el momento electoral y el momento de gobernar era más nítida. En los últimos años la fragmentación, la repetición de elecciones y la propia dificultad para formar gobiernos plurales ha situado a todos los agentes políticos en una situación constante de competición y nunca, o muy pocas veces, de cooperación. 

¿Qué consecuencias tiene esta competición constante?

Cada vez es más complicado establecer relaciones de cooperación o complicidad con quienes no coinciden con uno mismo. Por eso es tan difícil gobernar en coalición o resolver problemas que exigen una transacción. 

Pensemos en el caso de Catalunya. Seguramente dentro de unas semanas vamos a ver un Parlament donde las fuerzas que quieran buscar una solución van a estar sometidas a una presión enorme de aquellas fuerzas que están más cómodas en un horizonte de antagonismo radicalizado y que, por supuesto, no quieren ninguna transacción con el llamado enemigo. Estas actitudes enquistan los problemas. Hay problemas territoriales y otras cuestiones de enorme complejidad que requieren de diálogo y transacciones y en esta situación son imposibles de resolver. 

¿Hay salida? ¿Hay manera de tener una democracia donde prime el diálogo o la transacción antes que la descalificación?

Claro que la hay. Creo que los liderazgos basados en la confrontación total funcionan bien a corto plazo, pero terminan agotando a la gente. Yo creo que son necesarios liderazgos que unan en la diferencia y que busquen soluciones a los problemas. El problema es que este tipo de liderazgo requiere de una retórica pública más sofisticada que se oye menos en momentos de lenguaje provocativo o de confrontación. Pero hay un espacio para este tipo de liderazgo y, además, hay líderes políticos están ocupando este espacio. 

¿Puede poner ejemplos?

Pues te puedo poner ejemplos políticos de distinto signo. La línea de liderazgo de Feijóo, Urkullu o Ximo Puig es más serena o integradora que la que ejercen aquellos que se nos vienen a la cabeza cuando hablamos de confrontación.

Fuera de España, con mayor o menor fortuna, también hay buenos ejemplos como el de Merkel, Macron o incluso Biden, que no viven de la confrontación. El presidente americano hizo un tipo de campaña y un tipo de discurso que no buscaban incrementar la polarización. Sabía que ese no era su terreno y sus discursos iban encaminados a unir a la nación.

¿Y cómo se consigue tener un discurso que sea inclusivo en la diferencia? Se corre el riesgo de un discurso vacío o simplista. 

No se trata de mantener ese discurso vacuo que dice que todos somos iguales o que hace una apelación a la nación que niega las diferencias. El desafío es saber unir desde la diferencia y no suprimiéndola. Volvamos al escenario catalán. Si uno apela al marco constitucional, como marco al que todo el mundo debe plegarse sin más, sin añadir nada, sin modificar nada, está haciendo un discurso vacuo, vacío. Para resolver un problema territorial o de la complejidad del caso catalán hará falta una finura de análisis, de argumentación y de gestión por parte del Gobierno de Madrid y de Catalunya que requerirá hacerlo lejos de las dinámicas de confrontación y odio que se viven, por ejemplo, en Twitter. Se tiene que trabajar con otra lógica, con otra cultura política. 

Para terminar, ¿qué le parece que un cantante vaya a ingresar en prisión por canciones y tuits? En teoría, las leyes que le condenan son para combatir el odio. 

Los límites de la libertad de expresión tienen que estar mucho más lejos de donde los pone la gente de orden. Hay que aceptar que hay opiniones que podemos no compartir o incluso nos pueden parecer repugnantes, pero que uno tiene que tener el derecho de poder expresar. Si la libertad de expresión fuera solamente para expresar ideas con las que todos estamos de acuerdo... no sería democrático. 

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