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Nélida Piñon: "El pensamiento es un ejercicio de libertad extraordinario"

03/12/2021 Nélida Pinon posa para los medios de comunicación el 24 de octubre de 2005 en Madrid
Nélida Pinon posa para los medios de comunicación el 24 de octubre de 2005 en Madrid. Philippe Desmazes / AFP

Mujer, brasileña, escritora, cosmopolita, aldeana, un ser de todas partes, de todos los puertos. Así se definía Nélida Piñon (Río de Janeiro, 1937) en su ensayo Una furtiva lágrima (Alfaguara, 2019).

La escritora brasileña, mujer de dos culturas, como le gusta definirse, se siente orgullosa de esa doble herencia tan "enriquecedora". Acaba de recibir la nacionalidad española y ha pasado unos días en Madrid para dejar un pequeño legado en la Caja de las Letras del Instituto Cervantes y promocionar su última novela, Un día llegaré a Sagres (Alfaguara, 2021), un recorrido por la historia de Portugal de la mano de uno de esos personajes humildes, pobres de solemnidad, que con tanta maestría esculpe la autora. Homenaje a los aventureros, a los navegantes, a los nómadas, el libro es ante todo un elogio de la fabulación, del poder de la imaginación creadora. "El pensamiento es un ejercicio de libertad extraordinaria", defiende Piñon en una entrevista con Público.

Miembro de la Academia Brasileña de las Letras, reconocida con mil y un premios (entre ellos el Príncipe de Asturias de las Letras en 2005), la autora de La República de los sueños no ha perdido a sus 84 años la capacidad de aprender, de asombrarse, de seguir "en tránsito" y de revisitar una y otra vez a sus inseparables clásicos, de Homero a Boccaccio. Su erudición se refleja en cada argumento que esgrime. Al repasar su vida, rescata los días felices en la Galicia de sus abuelos, aquel tiempo mágico para la pequeña Nélida (anagrama del nombre de su abuelo Daniel), la niña que no temía a los lobos del Pé da Múa.

Su nueva novela, 'Un día llegaré a Sagres', es un viaje de iniciación de un paria, un bastardo de una aldea del norte de Portugal al que le fascinan Camões y el infante Enrique. Es también una novela de aprendizaje.

Mateus, el protagonista de la historia, se da cuenta de que tiene una cierta vocación para las palabras, el verbo lo nutre, él se convierte en otra persona mientras está aprendiendo a hablar. Se queda fascinado con Camões y con los grandes cronistas de los siglos XVI y XVII que construyeron un lenguaje irrenunciable, pero sobre todo con la figura del infante Enrique, el Navegante. También descubre que es heredero de la grandeza de un reino, de una nación. En su búsqueda desesperada por reconciliarse con la realidad portuguesa, Mateus piensa que tal vez la figura del infante pudiera acogerlo. Eso forma parte de las fantasías humanas, de la capacidad de fabulación del ser humano. Con la fabulación, con la imaginación, uno puede llegar donde quiera. Uno puede ser Ulises, Aquiles, puede ser un héroe.

El libro reivindica la idea de la peregrinación, del viaje constante. Pessoa rescató un dicho de los antiguos navegantes: "Navegar es necesario, vivir no".

Veo una contradicción muy grande en ese enunciado, porque navegar es vivir, peregrinar es vivir. Si estudiamos el siglo XII, Saladino, la conquista de Jerusalén, las cruzadas, vemos que la gente se iba no tanto por una convicción religiosa, sino como parte de una aventura. Todo era una peregrinación. Las historias nos cuentan que el objetivo era salir hacia otro sitio. Somos seres hechos para descubrir lo que está ignorado.

Y después del viaje de toda una vida, el personaje principal de la novela descubre que el mundo era, en realidad, esa aldea del norte donde nació.

Es una evocación fundacional. Es como si fuera una nostalgia de la cuna y del vientre de la madre. Me parece muy interesante para el hombre, y hablo de eso en el libro, cómo se cuestiona lo que siente cuando tiene sexo con una mujer. Es una contradicción dramática para el hombre cuando descubre cómo le puede dar gozo una vía, los genitales femeninos, por la cual la madre le dio la vida.

En la novela abundan las reflexiones filosóficas sobre la memoria, la vejez, el pecado…

Sí, son reflexiones que muestran que Mateus ha aprendido a pensar. El libro es también un pequeño laboratorio del arte de pensar, de cuánta importancia tiene pensar, ya sea pensar bien o pensar mal, no importa… Pero hay que ejercitar el don del pensamiento.

El filósofo Emilio Lledó suele decir que si bien la libertad de expresión es fundamental, lo importante es que exista la libertad de pensar.

Coincido totalmente. La libertad de pensar anticipa la libertad de expresión. Yo soy una mujer enamorada del pensamiento, que es un ejercicio de libertad extraordinario. Te equivocas, aciertas y usas las palabras de modo que te reconcilien con la vida. Yo, por ejemplo, tengo dificultad para escribir ahora, y empiezo a hablar y hablo como si estuviera en una tribuna, y voy contando lo que sea y sé que eso sale de la aventura del pensamiento.

El Estado español le ha concedido recientemente la nacionalidad española. ¿Por qué no la había solicitado hasta ahora?

Nunca la pedí. Me la dieron ahora y fue muy interesante. Siempre amé España. Cuando era niña, en Río, yo pensaba que España estaba cerca. Mi madre me explicaba que había que cruzar el Atlántico para llegar allí. Ahora, cuando empezaron los trámites para la nacionalidad, yo tenía la sensación de que no podía pedirla porque era como si estuviera traicionando a mi abuelo Daniel. Como dije en mi discurso en la Academia Brasileña de las Letras, él me regaló la majestuosidad de la lengua portuguesa. Todo lo que soy fue por cuenta de la lengua portuguesa, pensaba yo, y no puedo darle la espalda a esa lengua. Era como si tuviera que borrarla.

Pero siempre se ha sentido una mujer de dos culturas.

Es verdad. Y ha sido muy enriquecedor. Imagínese, desde niña me di cuenta de que era hija de dos culturas. Los dos años que pasé en Galicia (de los 10 a los 12 años) fueron muy importantes para mí. Estar allí fomentaba mi imaginación. Me iba a las montañas con las ovejas de mi abuela, solita, porque no tenía miedo de los lobos, y allí (en el Pé da Múa) me sentía la niña más feliz del mundo. Aquellas montañas eran para mí como el Himalaya o el Annapurna. Miraba las aldeas, las casas de Cotobade, y escuchaba el rumor del viento. Fue un periodo tan deslumbrante…

En su ensayo Una furtiva lágrima, escribió que la ira y la inconformidad le acompañan. ¿Esos sentimientos perduran toda la vida?

Sí, pero mi ira es muy educada. Es, en efecto, una ira que perdura. No la expulso de mí. Soy una mujer que no ha estado insensible al dolor humano. A pesar de mi edad y de mis circunstancias, soy una persona que siento, no me he detenido, estoy in progress, como se dice en inglés, estoy en tránsito. Y la inconformidad deriva, de alguna manera, de la ira. Porque hay una ira ciega, pero la mía nunca ha sido ciega. La mía estuvo siempre aliada a mi concepto de conciencia. Intento que se mantenga y estoy siempre aprendiendo, no estoy descuidada. Pero, eso sí, tengo más malicia que antes. Será por la experiencia (risas).

Corren tiempos, sin embargo, en que la inconformidad se expresa con una ira ciega. La pandemia ha exacerbado mucho los ánimos de la gente. ¿Cómo le ha afectado esta crisis sanitaria?

Estuve encerrada en mi casa (en Río de Janeiro) mucho tiempo, serena, porque estaba trabajando en mi novela. Fue un tiempo en que volví a enamorarme de los objetos de mi casa, mis recuerdos familiares, mis libros, mis papeles. Aparte de esto, sufría mucho porque la gente se estaba muriendo, por el dolor de la gente, el desempleo, la miseria. Todo eso que asustó siempre a la humanidad, víctima de las plagas… Ahora no salgo mucho. He aprendido que la casa es un hogar especial, sobre todo cuando tienes cierta edad y tienes todo lo que necesitas.

¿Cree que la pandemia ha cambiado algo la mentalidad de la gente o de nuestros dirigentes políticos?

Me he dado cuenta de que los gobernantes, especialmente los hombres, son débiles. Son incapaces de hacer algo frente al drama y la tragedia porque siguen pensando solamente en la forma de no abandonar el poder. No encuentro hoy ningún estadista. Dígame usted si conoce a alguno… No hay un Churchill, no lo veo. A mí me gusta mucho la figura de Churchill porque fue un hombre que dio vida, esperanza, a su país. Hizo que la gente creyera que Inglaterra no perecería en la guerra. Sus discursos son maravillosos. Ahora, no hay nadie que diga: "¡Vamos a salvarnos juntos!". Cada cual mira por sí mismo. Entonces, no tengo confianza en lo que vaya a pasar, pero a la vez, siempre nos hemos salvado de las desgracias. Pensemos en lo que ocurrió en Praga o Florencia en el siglo XIV (la peste negra), media Europa se fue, pero ahí aparece Boccaccio y escribe un libro como el Decamerón, un halago a la vida, los personajes contando historias formidables, bebiendo vino, danzando… y, de alguna manera, da ingreso al Renacimiento. Vamos a ver lo que pasa ahora. De repente la humanidad puede decidir cometer un suicidio colectivo, pero no creo que eso vaya a suceder. Somos insurgentes y tenemos el valor de la resistencia. Cada cual tiene un motivo para luchar por la supervivencia y eso es importante.

Hace unos días falleció en Madrid Almudena Grandes, una escritora con un gran compromiso político. ¿Cómo ve usted la figura del intelectual comprometido?

Aunque no la llegué a conocer en persona, considero que Almudena Grandes era una mujer formidable, valiente, rebelde, con ideales revolucionarios, políticos, con esos ojos lindos, esa expresión serena y a la vez furiosa cuando hacía falta. Siempre quise conocerla. Yo creo que cada persona establece su propio grado de compromiso. Hay un compromiso político, partidario, y otros intelectuales participan de una manera más discreta, dando resistencia desde su conciencia, a través de su obra, de sus conferencias. Pero yo no creo que el intelectual tenga que estar necesariamente comprometido políticamente porque muchas veces eso implica un compromiso con un partido, con una ideología. Soy una mujer que tiene una profunda conciencia social. He hecho mucho en ese sentido. La gente sabe que soy una mujer independiente, que tengo posturas éticas que tienen que ver también con la política, pero me gusta defender el concepto de ética fuera del partido. Desconfío de la conducta de los partidos. Unos partidos que, por ejemplo, en Brasil ganan fortunas. Y todos arman una corrupción extraordinaria. Brasilia es un escenario que me avergüenza desde el punto de vista de los políticos porque siempre trabajan en favor de ellos y nunca en favor de los pobres, de la gente del pueblo.

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