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La pandemia del capitalismo Joan Coscubiela: "La lucha de clases del siglo XXI es la lucha entre acreedores y deudores"

Joan Coscubiela
Joan Coscubiela en una foto de promoción de su último libro. Editorial Pénínsula

Joan Coscubiela, abogado y sindicalista, antiguo diputado en el Congreso y en el Parlament de Catalunya, confiesa que lo ha pasado muy bien escribiendo el libro que acaba de publicar esta misma semana. 'La pandemia del capitalismo' (Península) es una profunda reflexión sobre los problemas y carencias de un sistema social y económico que el coronavirus nos ha puesto ante el espejo. Desde Catalunya, –"mi rincón en el mundo", lo llama– Coscubiela ofrece a sus lectores "una lectura interesada" pero al mismo tiempo lúcida sobre la crisis sanitaria, social y política y se atreve a imaginar "un nuevo pacto social civilizatorio" para, entre otras cosas, reconstruir el sentido moral de la economía.

Afirma usted que este libro es "hijo de la duda".

A mí me gusta mucho dudar, es una de las cosas con las que me siento más a gusto. Por eso, cuando al principio de la pandemia escuché eso de que 'el virus no distingue de clases' me pareció tan tópico que entonces me puse a darle vueltas al asunto y  tras mucho leer y mucho pensar, me puse a escribir y escribiendo mucho, cambiando y modificando me lo he pasado pipa. 

¿Es el capitalismo la pandemia económica de la sociedad moderna?

Está claro que el capitalismo no es lo que provoca las pandemias, pero lo califico de pandemia oculta porque es el único sistema socioeconómico realmente existente pero al mismo tiempo enseña sus debilidades y está demostrando, cada vez más, que tiene una capacidad destructora brutal en términos medioambientales, sociales –por la desigualdad social que genera– y democráticos. Por ahí va una buena parte del hilo conductor del libro. 

¿Contempla entonces el capitalismo como el mejor de los peores sistemas posibles?

No. El capitalismo ha tenido diferentes expresiones: el manchesteriano, el keynesiasnimo el socialdemócrata, el ultraliberal de estos momentos, el chino, bueno asiático mas que chino... A todo eso lo llamamos el capitalismo y no digo que sea el mejor sistema; digo que es el único sistema existente. Es distinto. El mejor capitalismo es el que yo califico aquí con otro nombre: el capitalismo de los bienes comunes.

¿En qué consiste ese capitalismo de los bienes comunes?

Es el que busca un equilibrio distinto entre mercado y sociedad, el que no sitúa la propiedad privada como un derecho ilimitado y el que no suma la meritocracia como la manera de justificar las desigualdades. Eso es lo que yo propongo imaginar en términos de un pacto social civilizatorio.

¿Cómo sería ese pacto civilizatorio que usted propone?

Dibujo una utopía llamada pacto civilizatorio, que debe actuar como un desencadenante global. Yo propongo  reconstruir el sentido moral de la economía para que lo colectivo se reequlibre con lo individual y que la búsqueda del beneficio privado no sea el motor. Lo segundo que planteo es la necesidad de que todo se vea desde la perspectiva de la sostenibilidad, no solo una sostenibilidad ecológica, que también, sino una sostenibilidad social. La desigualdad actual es insostenible y la crisis de la democracia también, por eso planteo una cosa que va más allá del capitalismo: pasar del egocentrismo en el que estamos situados a la ecodependencia, a asumir que somos interdependientes todos de todos y especialmente en relación al medio ambiente. Eso requiere sin duda cambiar muchos conceptos que tenemos en marcha.

¿Cómo se reconstruye el sentido moral de la economía?

La lucha de clases del siglo XXI es la lucha entre acreedores y deudores. Hay 300 billones de dólares en activos líquidos concentrados en muy pocas manos, sin contar los activos patrimoniales, que están buscando obtener rentabilidad y eso plantea unos conflictos con familias, con empresas y con Estados que requieren recursos. Yo propongo construir otro paradigma en el que la competitividad no sea un gran dios, sino que se compita cooperando. Cuando hablo de la necesidad de recuperar ese nuevo sentido moral de la economía, me refiero a muchas cosas: el concepto de austeridad que la derecha nos ha robado a las izquierdas y que convirtió en austericidio;  la necesidad de desmercantilizar la sociedad, situando al mercado en una función estricta de la que no debería haber salido y que es el intercambio de bienes y servicios; se trata de desconcentrar y democratizar, reconquistar la igualdad social, la soberanía política, una nueva centralidad de los trabajos... Todo eso que está ahí, no se puede resumir.

Lo que usted plantea es un cambio de mentalidad brutal que no parece fácil de sacar adelante.

No será fácil, claro, pero la vida y la Historia demuestran que sólo es posible avanzar si uno imagina utopías, aunque luego éstas queden diluidas por la realidad, las dificultades, las fuerzas en contra, porque no todo el mundo está dispuesto. Mi opinión es que de esta pandemia no podemos salir reproduciendo los esquemas que nos han llevado hasta aquí. Puede pasar, desgraciadamente, porque no hay nada escrito. Nuestra primera obligación es imaginar otra realidad distinta. Algunas cosas están pasando ya: los cambios en la Unión Europea son significativos desde ese punto de vista

¿Estamos asimilando las enseñanzas que nos deja la pandemia?

La conciencia de interdependencia empieza a estar presente en algunos ámbitos, a pesar de que la pandemia nos envía lecciones que algunos no terminan de convertir en enseñanzas porque entre medio se cruzan intereses distintos. Por ejemplo, mientras haya gente que continúe planteando bajar impuestos tendremos unos youtubers que hacen ostentación de que ellos se van a Andorra para no pagar. A esta gente sus intereses les impiden aprender de las lecciones de la pandemia.

Entonces también corremos el riesgo de caer en los mismos errores que en la crisis anterior.

En los mismos no, pero en la misma dirección me temo que sí. Para evitar eso hay que movilizar la imaginación, la historia de la humanidad es la historia de los relatos, las ideologías son relatos, las utopías son relatos. Sin imaginar un relato no hay ni religión, ni ideología, ni utopías. Hablo del relato en el sentido digno de la palabra, no eso que utilizan algunos políticos, en el sentido de relato comunitario.

Usted habla también de un "analfabetismo del riesgo" y de una amnesia del riesgo"¿No será temor al futuro?

Los humanos, como los animales, buscamos seguridad y certidumbre. En esa búsqueda de la seguridad lo que hacemos es negar la existencia de los riesgos. ¿Cómo los negamos? sublimando la razón, sublimando la ciencia y la tecnología sin límites. Lo dramático es que cada vez que los humanos intentamos evitar los riesgos lo hacemos por la vía de externalizarlos a los otros: unas personas a las otras, los hombres a las mujeres, los nacionales a los inmigrantes, los de las empresas centrales a las periféricas, los de las empresas a los autónomos. Y todos los externalizamos al medioambiente. Pero ese riesgo que intentamos externalizar se convierte en un verdadero búmeran y provoca situaciones como esta. Lo que intento explicar en el libro es que en una sociedad tan interdependiente como la que tenemos externalizar los riesgos supone multiplicarlos por mil o por millones. Desgraciadamente la humanidad es estúpidamente egoísta. Lo estamos viendo en estos momentos en las reacciones que se están dando con la pandemia.

¿La pandemia ha puesto al descubierto los costurones del sistema capitalista?

Sí, creo que hay que saber aprovechar esta oportunidad. La pandemia nos ha puesto delante un espejo que nos muestra todas nuestras debilidades: la insostenibilidad medioambiental, social y democrática de nuestro sistema. Y luego nos ofrece una lupa para mirar más en profundidad. Hay que aprovechar eso, sin duda, porque ese espejo y esa lupa nos permitirán poner en marcha cosas e imaginar, al menos imaginar, aunque se tarde en llegar a algo concreto porque entre imaginar y construir siempre pasa mucho tiempo. Los procesos revolucionarios nunca se cumplen como uno se los había imaginado, pero si uno no se los imagina no se acaban produciendo.

Dice que el coronavirus ha actuado como un espejo que nos ha devuelto nuestra propia imagen como sociedad, pero ¿nos gusta lo que vemos? 

Yo creo que lo que vemos no nos gusta, pero eso no comporta necesariamente que tengamos actitud de enmienda. ¿Por que? Pues aquí aparece nuevamente el tema de los intereses. Bueno, primero porque hablamos de las lecciones del coronavirus como si fueran una sola cosa y no todo el mundo ve las mismas lecciones. Por eso yo le he puesto en el subtítulo del libro "una lectura interesada"; la mía lo es, no lo niego. Para hacerle frente lo primero es tener una lectura ideológica de la crisis. La izquierda no la tuvo en 2008 y lo pagó muy caro. Para que las lecciones se conviertan en enseñanzas hace falta que pasen de experiencias individuales a colectivas, es decir, que exista un consenso acerca de lo que vemos. Por  ejemplo, vemos que los bienes comunes, como la sanidad, son imprescindibles. Vemos que el mercado por si solo no puede abordar crisis como esta. Vemos la importancia de lo público. Vemos el papel del Estado. Vemos la necesidad de que el Estado sea fuerte incluso para ayudar al sector privado en momentos como éste. Vemos todo eso, pero cuando lo tenemos que convertir en enseñanzas, ahí ya la cosa se complica porque intervienen los intereses. Sabemos que con la pandemia hay que reforzar la sanidad pública, y en cambio, ¿qué vemos? pues que la sanidad privada está aprovechando el colapso del sistema sanitario para promover pólizas privadas. ¿Es legítimo? Sí, pero no es menos cierto que eso solo es para una parte de la población que se puede permitir ese lujo.

Joan Coscubiela
Joan Coscubiela en otra imagen proporcionada por la editorial. Editorial Península

Nuestro egoísmo termina perjudicándonos.

La vida de la humanidad se debate entre cooperación y competitividad. Eso es una cosa que a mí me gusta mucho explicar. Los humanos hemos conseguido subir el escalón de la especie porque hemos sabido combinar cooperación y competitividad. En definitiva, competitividad es el individuo, cooperación es la comunidad y en muchos momentos de la historia de la humanidad ese equilibrio entre cooperación y competitividad se ha roto, por ejemplo en últimos 40 años en el mundo occidental con la revolución conservadora de Thatcher y Reagan. Ahora estamos pagando las consecuencias de esa ruptura entre cooperación y competitividad, entre individuo y comunidad. Por eso lo que propongo es forzar un equilibrio entre esos factores. Una manera de hacerlo, por ejemplo, es el equilibrio que planteo entre el papel del mercado y la sociedad. El mercado expresa ese espacio de beneficio individual y en cambio la sociedad expresa ese espacio comunitario. Hay que equilibrar, no hacer desaparecer . La sociedad existe porque existe el mercado también tal como lo conocemos, pero el mercado no puede ser el que regule nuestras vidas. Los derechos fundamentales no pueden estar sometidos al mercado. 

¿La pandemia puede afectar al funcionamiento de la democracia?

La crisis de la democracia es anterior a la pandemia. Entre otras cosas porque es la crisis producida por unos cambios tecnológicos brutales y una disrupción tecnológica que provocan una dislocación de todas las estructuras sociales que hemos tenido durante 200 años. En eso consiste la crisis de la democracia, la crisis de las instituciones, de las estructuras de mediación social, de los partidos políticos, de los medios de comunicación, de la entidades sociales. Eso existía ya. Lo que provoca la pandemia es hacerlo más evidente y acelerar el proceso. De la ciudadanía depende que sea una aceleración para destruirse o  que aprendamos a reconstruirnos. Planteo esa paradoja.

¿Hacia dónde vamos?

Ahora mismo está emergiendo un capitalismo de vigilancia en el que grandes corporaciones son propietarias de nuestros datos. La pandemia también ha acelerado ese proceso. La sociedad está obligada a intervenir para construir las bases de un nuevo capitalismo, que yo llamo capitalismo de los bienes comunes. Está por construir.  No se nos olvide que para llegar al capitalismo socialdemócrata pasaron 200 años y que para alcanzar la democracia tal como la concebimos en la segunda parte del siglo XX en los países europeos pasaron 300 años o más. Y estuvimos llamando democracia a cosas que sólo permitían votar a los patricios, luego sólo a los propietarios, luego sólo a los hombres y ahora sólo a los nacionales. Cada vez incluimos a más colectivos, pero mantenemos excluidos a algunos: en España y en otros países existen ciudadanos que hacen lo mismo que todos nosotros pero como no son nacionales del país en el que viven no les dejamos votar. Eso es una barbaridad en términos democráticos, eso hay que abordarlo. Los extranjeros cada vez van a ser un porcentaje más grande de la población porque ya no va a haber sociedades nacionales, las sociedades son postnacionales, están compuestas por ciudadanos de diferentes nacionalidades. Hay que abordar todos esos retos.

En su libro  usted habla mucho de Cataluña y el 'procés'. ¿Cómo interpreta los resultados de las recientes elecciones?

Yo he analizado la situación de Catalunya porque es el rincón del mundo en el que yo vivo y mi mirada sólo se puede dar desde allí. Mi mirada, que es parcial, es desde Cataluña, desde España y desde Europa. Pero sólo lo analizo en la medida en que me sirve para explicar proceso más globales, porque a veces perdemos de vista que lo que nos ha pasado en Cataluña y en España tiene que ver con esas crisis que generan la globalización. Hecha esa salvedad, ¿qué tiene el proceso del 14-F? Tiene elementos de continuidad y elementos de discontunidad, algunos positivos y otros negativos. Los elementos de continuidad son que se produce una mayoría independentista que parece que algunos casos quiere seguir manteniendo ese espejismo. Hay también algunas discontinuidades, una muy negativa, que es la alta abstención y que no obedece sólo a la pandemia, sino a un proceso que es más complicado, que intento explicar en el libro: la marginación o automarginación de la gente que más necesita de la democracia y de la política y que se desentiende no votando. Eso tiene consecuencias muy duras porque entonces la política no los tiene en cuenta en el momento de tomar decisiones. Esa es una discontinuidad negativa, pero hay otra positiva y es que a diferencia de 2017, en las que la gente votó en clave de levantar barricadas, muros y trincheras, ahora una parte muy importante de la sociedad catalana esta vez ha votado para construir puentes: es el voto del PSC, es el voto de los Comunes y en parte de ERC. Sin embargo, me temo que este proceso aún está verde para generar un cambio en la situación política en Cataluña y en la configuración del Govern. Aún estamos en los prolegómenos.

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