Este artículo se publicó hace 16 años.
De heroína contra ETA a 'pepito grillo' del líder
San Gil se ha erigido en fiel conciencia del PP, algo nada cómodo para Rajoy
María San Gil buscó persistentemente la mirada del asesino. Se la sostuvo, aunque él, Francisco Javier García Gaztelu, Txapote, la rehuía como un perro acobardado. Tenía delante, aquel 29 de noviembre de 2006, en la pecera de la Audiencia Nacional, al etarra que 11 años antes había acribillado por la nuca a su amigo del alma, Gregorio Ordóñez, el primer teniente de alcalde de San Sebastián, del que era su secretaria personal.
Ella lo había visto todo ese 23 de enero de 1995. Compartía almuerzo con el parlamentario vasco y otras dos personas. “Vi la pistola y me dio tiempo a pensar ‘menuda broma macabra’”, relató en el juicio contra Txapote.
Le marcó. María San Gil (San Sebastián, 1965) nunca volvió a ser la misma. Había perdido a su mentor político, y desde entonces, la política sería su principal guía. Enterró su Filología Bíblica Trilingüe y pasó a la primera línea para defender sus principios, los que mamó de su padre ideológico, Jaime Mayor Oreja.
Su primera arena política fue el Consistorio donostiarra. Aún con la conmoción en el cuerpo, integró la lista de Mayor en las municipales de 1995. Cuatro años después, su peso había crecido. Su progenitor era ministro de Aznar y ella ocupó su espacio: lideró la candidatura al Ayuntamiento en mayo, ya con el fuerte aval de ser miembro de la ejecutiva nacional del PP desde enero. Unos meses más tarde, en junio de 2000, pasó a presidir el partido en Guipúzcoa.
Tras la debacle de 2004 y la designación de Mayor y Carlos Iturgaiz como enviados especiales al Parlamento Europeo, San Gil fue designada presidenta del PP vasco y candidata a lehendakari con el 88% de los votos de sus compañeros.
No ganó, claro. Se dejó en la gatera en 2005 116.000 papeletas y cuatro escaños. No sufrió penalización. A fin de cuentas, le tocaba pilotar un PP marcado por el frentismo de 2001, cuando Mayor y el socialista Nicolás Redondo decidieron unir sus destinos –para mal– para combatir el Pacto de Lizarra. Le tocaba marcar, remarcar, requetemarcar las diferencias con un nuevo PSE, el de Patxi López, y un Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero “entregado” al nacionalismo. “Rendido” a los terroristas. “Plegado” a un PNV insaciable. Se sumó a toda manifestación anti-ZP que pasara por delante. Se alzó como conciencia invencible. Mariano Rajoy y Génova marcaban el paso. Ella lo personificaba con visible gusto, con el solo paréntesis de su baja por carcinoma, en 2007.
Ese papel de guerra implacable al nacionalismo (a su entender, el brazo más o menos limpio de ETA) le ha valido ahora para medirse a Rajoy. Él parece mudar de piel, y ella sigue encarnando la conciencia, la fidelidad a los principios. Eso explica la muralla que sus colegas han erigido para protegerla de los blandos marianistas. “Es un referente moral”, han coincidido muchos. Como lo había sido para ella Gregorio. Su talla es la de una heroína. Nada cómodo para quien el Financial Times definió como “líder sin brillo”. Una descripción casi providencial: se la hizo en marzo. Antes de que jarrease en el PP.
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