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Indignados en el Museo de Cera

Los recortes del PP acabarán con el sueño del Estado del bienestar. El ‘caso Urdangarin’ rompe el tabú mediático sobre la Casa del Rey

JUAN CARLOS ORTIZ

Quién iba a decir que nos íbamos a despertar a las puertas de 2012 convertidos en figuras de cera. En esculturas inmóviles y aterrorizadas ante el chirriar de carretillas que transportan a lugares remotos a quienes han caído en desgracia. La reglas del museo son estalinistas. Uno era todo bajo los focos y llega una tarde y acaba camuflado en la húmeda oscuridad del sótano. Miren si no la degradación de Iñaki Urdangarin, transportado esta semana del noble tenderete de la familia real a la sección de deportes por su implicación en el escándalo de corrupción real. Quién puede asegurar que en los próximos meses el exbalonmanista no acaba convertido en un exvoto en alguna romería de pueblo. O que la inagotable actividad de la carretilla sigue su curso y acaba en el futuro con la figura de Sofía realojada en el descansillo de la escalera o la de su marido refugiada en una entrada de la Wikipedia.

La carretilla se ha llevado por delante también esta semana a Zapatero, cuyo hueco ocupará a partir de ahora Rajoy. El ahora presidente es un consumado experto en sobrevivir en este tipo de museos agazapado e inmóvil en uno u otro emplazamiento. Ahora a Don Tancredo le toca ser una de las estrellas de la exposición. Habrá de sobrevivir al desgaste de los focos y no derretirse en la hoguera de la crisis económica, tal y como le ocurrió a su antecesor. De momento ha lanzado con sus silencios dos mensajes. Uno. Quiere a sus amigos, da igual su perfil, sentados en el Consejo de Ministros. Y dos. Algunos de sus amigos vienen de otro consejo, el de administración de sus empresas.

Zapatero no sólo acabó con su figura maltrecha sino con su partido en el sótano. Allí la figura de Rubalcaba compite con la de Chacón para regresar con todos los honores a la exposición, aunque no se descarta que los artistas del museo estén trabajando en una nueva cara.

Las capuchas parlantes de ETA han desaparecido del recorrido. En su lugar han aparecido tipos inquietantemente tranquilos que despachan con el rey en la Zarzuela. Las víctimas del terror y los que lo causaron, ahora en prisión, son el sudoku de difícil solución que deberá resolver el nuevo Gobierno. La paz siempre tiene un precio, ahora sólo falta librar la factura.

Los indignados no tienen aún sus figuras de cera, quizás porque es difícil que una emoción no parpadee en todo el día. El 15-M es una de las incógnitas de 2012. Demostrada su capacidad de calentar las calles, su programa sólo es aún un gesto contagioso. Y por último, allí al fondo, en esas salas en las que sólo recalan los visitantes que se han perdido, están las figuras de la gente, aterrada ante la posibilidad de que un día llegue la carretilla y se quede sin empleo, sin tarjeta sanitaria o sin poder pagar la maldita hipoteca. Y es que este gran teatro de sombras de cera también ha acabado por acoger a los ciudadanos, convertidos en estatuas indignadas que sueñan impotentes cada noche con esa pesadilla llamada crisis.

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