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El lavaperros que se atrevió a asesinar al gran narco

El sicario detenido por matar en enero al capo colombiano Leónidas Vargas en un hospital madrileño tenía trabajo en Canarias y los papeles en regla cuando aceptó el encargo

ÓSCAR LÓPEZ-FONSECA

Jonathan Andrés Ortiz es lo que en el argot colombiano se conoce como un lavaperros, el último eslabón en la larga cadena del narcotráfico. Un joven que igual sirve para hacer de correveidile entre traficantes de mediopelo que para sacar a pasear la mascota de un capo. Jonathan nació hace 24 años en Medellín (Colombia), pero hacía tiempo que había emigrado a España. Tras residir en Torrejón de Ardoz, una localidad de los alrededores de Madrid, en los últimos meses vivía en Canarias, donde había encontrado trabajo en el sector de la hostelería. Tenía los papeles de residencia en regla.

A comienzos de 2009, dejó a un lado esa apacible vida legal y presuntamente aceptó un encargo para ascender: de lavaperros a sicario. Un grupo de delincuentes colombianos le ofreció un trabajo en apariencia sencillo. Matar a un enfermo hospitalizado en Madrid. Sus contratadores se encargarían de recoger la información necesaria para cometer el crimen. Lo llevarían en coche hasta el lugar donde estaba la víctima. Lo guiarían prácticamente hasta los pies de la cama. E, incluso, le facilitarían una pistola limpia, sin antecedentes, para hacer el trabajo. Ni siquiera se tendría que ocupar de deshacerse del arma. Ellos harían todo, menos apretar el gatillo. Esa era su misión. Aceptó.

Por ello, el pasado 8 de enero, Jonathan viajó desde las islas a Madrid. Vestía una cazadora deportiva, unos pantalones vaqueros, un gorro de lana negro y una braga militar del mismo color. A media tarde, un individuo pasó a recogerlo en un coche y lo llevó hasta el Hospital 12 de Octubre, un gran complejo hospitalario situado al sur de la capital. Al llegar, un segundo sujeto alto y delgado, al que no conocía, lo estaba esperando en la puerta. No cruzaron ni una palabra. Jonathan, con la gorra calada hasta la cejas y la pistola oculta, se puso a caminar detrás de él, a unos cinco metros de distancia, y siempre mirando al suelo. El guía lo llevó con paso decidido por el inmenso edificio. Entraron juntos en el ascensor, subieron a la sexta planta y, luego, bajaron por las escaleras hasta la quinta, la de Cardiología. Allí, en el rellano, el individuo alto lo dejó sólo.

Instantes después, Jonathan entraba en la habitación 537 y preguntaba a uno de los dos enfermos que la ocupaban: '¿Es usted Leónidas?'. El paciente le dijo que no y le señaló a su compañero de cuarto. Jonathan ordenó a su involuntario informante que se diera la vuelta, sacó una pistola de 9 milímetros corto con silenciador y disparó seis veces contra aquel bulto que dormitaba en la cama. Cuatro balas dieron en el blanco. Sin perder un instante, el antiguo lavaperros emprendió la huida. En la salida, un segundo vehículo lo esperaba.

Quien encargó el crimen pagó más de un millón de euros, él sólo cobró unos pocos miles

Jonathan acababa de matar a Leónidas Vargas, un importante capo colombiano conocido como El Rey de Caquetá. Temido y odiado, Leónidas llevaba en España desde 2006, cuando la Policía lo detuvo por su presunta relación con un cargamento de 500 kilos de cocaína. Gravemente enfermo, la Audiencia Nacional había accedido a atenuar su encarcelamiento y enviarlo a su casa a la espera de que se celebrara el juicio. Un empeoramiento había obligado a ingresarlo en el hospital unos días antes de que fuera asesinado.

Su muerte había sido encargada desde el otro lado del Atlántico. ¿Por quién? La Policía colombiana no dudó en señalar como principal sospechoso a Victor Carranza, El Esmeraldero, otro gran narco, enfrentado desde hacía tiempo a Leónidas. La Policía española no sabe a ciencia cierta cuánto pudo pagar por ver cumplida su venganza, pero en los bajos fondos se habla con insistencia desde el día del crimen de que fue más de un millón de euros. Con ese dinero, el capo contrató los servicios de una oficina de cobros (grupo de delincuentes que realiza ajustes de cuentas por encargo) asentada en España. Esta, a su vez, subcontrató a un segundo grupo, aunque para ello tuvo que ofrecer el trabajo a un buen número de bandas. Muchas lo rechazaron. Matar a un narco del nivel de Leónidas Vargas era demasiado peligroso.

Finalmente, el grupo de José Jonathan Fajardo Ospina, un presunto delincuente colombiano con intereses en Madrid y Jaén, lo aceptó. Fajardo, casado, con una hija y un nivel de vida que incluía frecuentes cambios de vivienda y coches de alta gama, dirigía supuestamente una banda que igual traficaba con droga que ajustaba cuentas por encargo o realizaba secuestros express. Su mano derecha, el también colombiano Edgar Andrés Ortega Flores, era el encargado de tratar con sus peones. Y para los asuntos menores, tenía a Alexandre Salazar Cortes, Chuki, y Andrei Alexander Cadar, El Mono, un rumano que se expresaba en castellano con acento colombiano.

Ellos fueron los encargados de contactar con Jonathan y con quien presuntamente iba a hacer de guía en el hospital, Jonathan M. R. También fueron ellos los que lo trajeron y llevaron al hospital, y los que le facilitaron el arma. Luego, se encargaron de hacerla desaparecer en el fondo de un río. Tras el crimen, Fajardo presuntamente pagó el trabajo de cada uno. A Jonathan Andrés Ortiz, le entregó unos pocos miles de euros por apretar el gatillo. Sólo ellos saben cuánto exactamente.

Era el punto final de lo que parecía un crimen perfecto. Sin embargo, el tramo final de la cadena tenía agujeros. Algunos miembros de la banda de Fajardo estaban siendo investigados desde hacía tiempo por la Policía en Jaén por tráfico de drogas. Los datos que esta había recabado se cruzaron en las bases policiales con los que recopilaba el Grupo X de Homicidios de la Jefatura Superior de Policía de Madrid, lo que permitió a los agentes atar cabos. Finalmente, en marzo, caían en la capital Fajardo y tres de sus hombres. En sus domicilios, se incautaron de máquinas para secar y prensar droga, bridas, grilletes, abundante munición, 12.000 euros... En abril, era detenido el guía del hospital. Ya sólo quedaba el autor material del crimen.

La omertà de los detenidos impidió a la Policía ponerle nombre hasta el 29 de junio. Cuando lo lograron, descubrieron que un mes antes Jonathan Andrés Ortiz había sido detenido por agentes en Benidorm (Alicante) tras saltarse junto a otros delincuentes un control de carretera e intentar deshacerse en su huida de una mochila con una pistola. Por desgracia, ya no estaba preso. El juez de aquel caso lo había puesto en libertad y él había aprovechado para huir a Colombia.

La Policía estaba convencida de que serían sus colegas de este país los que tarde o temprano darían con él. Sin embargo, el 25 de octubre, Jonathan voló de vuelta a España. En el control de pasaportes del aeropuerto de Madrid-Barajas, mostró confiado su documentación, esa que le permitía trabajar en la hostelería de Canarias. Fue su perdición. Los ordenadores delataron que estaba en busca y captura por ser el lavaperros que se atrevió a matar al narco Vargas.

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