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El pueblo emboscado

La ley del silencio rige aún en Fago, donde sólo unos pocos hablan del asesinato que se juzga estos días

ÓSCAR LÓPEZ-FONSECA

La carretera se retuerce entre montañas mientras unas líneas blancas intentan dibujar en su estrecho asfalto dos carriles imposibles. A la vuelta de una curva, en la cuneta que se asoma a un terraplén de vértigo, un sencillo monolito recuerda que 'aquí fue vilmente asesinado Miguel Grima'. Un ramo de rosas amarillas dan fe de que el recuerdo de la emboscada que acabó con la muerte del alcalde de Fago (Huesca) el 12 de enero de 2007 sigue vivo.

Once kilómetros después, aparece el pueblo con sus casas de piedra gris encajadas entre un pequeño río y la montaña. No se oye ningún ruido salvo el discurrir del agua. Por las calles caminan únicamente gatos recelosos. Parece deshabitado. Sólo las chimeneas delatan con el olor a madera quemada que detrás de las puertas las cerradas hay gente.

Las viviendas de los protagonistas se mantienen cerradas a cal y canto

Pasa media hora hasta que la primera persona se deja ver. Pelo cano y ropa de cazador, se acerca desconfiado. No da su nombre y, sobre todo, evita hablar de 'aquello'. Él viene siempre que puede a cazar 'pluma o jabalí'. Al rato se une un segundo hombre. Acaba de llegar de San Sebastián para pasar el fin de semana escopeta en mano. Bromean sobre las habilidades de uno y otro con el gatillo, hasta que al final, casi sin darse cuenta, terminan hablando de 'aquello'.

'El alcalde hacía la vida imposible a muchos', recuerda el más veterano mientras desgrana los supuestos agravios que la víctima cometió con unos y con otros. 'Aquí siempre se ha vivido muy bien, pero él vino avasallando y eso no puede ser', recalca el otro.

Si se les pregunta por Santiago Mainar, se agazapan de nuevo tras el silencio. 'Era muy suyo, pero noble', dice finalmente uno de ellos. 'Verás como al final le caen más años de cárcel que a ese que mató a la chica de Pamplona', añade el otro. Lo que ninguno hace es poner en duda la culpabilidad del guarda forestal.

Algunos siguen convencidos de que en el crimen hubo más implicados

La casa rural propiedad de Grima y su mujer, Celia Estalrich, permanece cerrada. El pequeño jardín luce un verde rabioso junto a una barbacoa de ladrillo con brasas pretéritas. Dentro, el polvo se acumula sobre sillas y mesas. A menos de 50 metros está Casa Antoniales, la vivienda de Mainar. También cerrada. Y un poco más abajo, el bar donde aseguran se reunían los contrarios al alcalde. No funciona. La pareja que lo regentaba se fue y lo puso en venta. Hace poco consiguieron venderlo.

'El jueves había en el pueblo doce personas. Hoy (por el viernes), diez. Dos han tenido que bajar a declarar al juicio', asegura por teléfono una vecina que justifica así su ausencia de Fago, donde vende una casa por 90.000 euros. Pese al éxodo, sólo otra busca comprador. 'Desde aquello, gente de fuera ha seguido adquiriendo para convertirlas en segunda residencia', asegura Andreas, un carpintero holandés venido de un pueblo vecino. ¿Y la fama del crimen no echa para atrás a los compradores?. 'Pues parece que no', añade.

En el camino de vuelta a Huesca, la panadería de Pedro sirve de punto de encuentro a los vecinos de los pueblos de la zona. Allí, la compra es una excusa para conversar. 'Mainar ha ido siempre de justiciero, pero muchos creemos que hay más implicados', asegura uno antes de detallar su particular teoría conspirativa. ¿Y Grima? Se resiste a hablar, pero al final lo hace con el anonimato del ellos: 'Dicen que era un mal bicho'.

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