Este artículo se publicó hace 13 años.
Nunca es tarde
La sociedad española ha cambiado muchísimo en 30 años. Y sin embargo, mantenemos como norma grabada en piedra sagrada la Ley Orgánica de Libertad Religiosa, que sigue inalterable, pese a la gran transformación de la sociedad.
Que más del 36% de los menores de 30 años se consideren no creyentes o ateos, que el 75% del conjunto de la sociedad considere que la Iglesia católica detenta un exceso de poder o que el mapa de los centros de culto se extienda mucho más allá de las tres principales religiones monoteístas son tres ejemplos que ponen en cuestión un marco legislativo concebido entre 1978 y 1980, del que no se ha tocado ni una coma. En la cuestión religiosa, la Transición ni ha empezado.
Seis días después de que entrara en vigor la Constitución, el Gobierno sancionó unos Acuerdos con el Vaticano que dejaban en evidencia la misma norma suprema: se establecía una inaceptable asimetría entre la jerarquía católica y el resto de ciudadanos. Aún hoy, aquellos acuerdos representan privilegios económicos, fiscales y educativos. En un momento crítico para la economía, la falta de transparencia en relación a la financiación de la Iglesia católica, es una asignatura pendiente para garantizar la igualdad.
Ya no puede aplazarse más el objetivo que persiguieron los constituyentes de hacer de España un Estado aconfesional. Y cuando se logre, tendremos que aspirar a una nueva legislación que garantice los derechos de cualquier opción filosófica, sea o no religiosa. Sólo así estaremos más cerca de una sociedad laica, que respete cualquier opción, creencia o fe y garantice la neutralidad del Estado frente a todas ellas.
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