Orillas que se llaman

Foto: Pilar Lucía López.
Foto: Pilar Lucía López.

Por Pilar Lucía López (@PilarLucia7)

Hay un resplandor que tiñe las casas de naranja dorado. Los cristales reflejan los disparos del sol que se despide. En el paseo marítimo la gente mira en la misma dirección. Otras personas también se quedan quietas como si algo extraordinario fuese a suceder de un momento a otro.

Bilal también se queda embobado y sigue a ese balón rojizo hasta que se sumerge del todo. Luego aparecerán las bolas amarillas y negras dentro de los ojos. Desde esta orilla se recuerda a sí mismo desde el otro lado del mar. Le duele hacerlo pero no puede evitar la visita de ese niño de doce años que llega sin permiso y se sienta a su lado. Lleva un gorro negro encajado hasta mitad de la frente. Calza unas zapatillas deportivas sin cordones y piensa en dónde va a pasar esta noche. La niebla está subiendo y enseguida hará frío, mucho frío. A veces no podía dormir con esa humedad en las costillas y el dolor en el pecho.

A su lado siempre estaba Walid, que sabía hacer malabares con pelotas de trapo. A él se le daba bien andar sobre las manos y con las piernas hacia arriba. Dar unos saltos hacia atrás y luego hacer una reverencia con el gorro y pedir unas monedas a los que pasan. Cuando tenían unas cuantas y ya imaginaban el paquete de bollos y los zumos, solían llegar los mayores y, aunque corrían como galgos, siempre los pillaban y se llevaban todo. 

-Yo quiero ir a España-le dice a Walid- Aquí no hacemos nada. Allí podremos trabajar en lo que sea y estaremos mejor.

Su amigo asiente con la cabeza y saca un paquete medio gastado de galletas de chocolate que ha logrado esconder de los ladrones. Luego se sientan en un banco y miran cómo se apaga todo y se enciende la luz de las farolas detrás de sus espaldas. Después se van los dos a ese edificio en ruinas que conocen. Tienen que tener mucho cuidado con los otros chavales que duermen allí. Sobre todo con esos que inhalan pegamento por las noches y se les va la olla. Ríen y cantan un rato como si estuvieran de fiesta y luego se vuelven peleones y discuten por una manta o un trozo de sándwich. Bilal no quiere líos, lo único que quiere es seguir los pasos de su hermano. Él ya cruzó hace meses. Tiene que pensar cómo. No quiere imaginarse que le pillen en la frontera y lo devuelvan como un paquete. No va a ir en zodiac ni en patera. Irá en un barco de los de verdad, en un ferry de esos que van y vienen cada hora de una orilla a otra.

Todos los días da vueltas por el puerto desde por la mañana. En el aparcamiento vigila los camiones y los coches grandes. Puede que alguno esté mal cerrado o que el dueño haya bajado a por un café. Se mueve sinuoso, invisible entre las hileras. La puerta de una furgoneta cede a la presión de sus dedos. No lo piensa, se cuela dentro. Hay muchas cajas blancas apiladas en torres y unas mantas grises y marrones en el suelo. Se acuerda de Walid, qué hará su amigo, dónde estará ahora. No, ahora no puede pensar en nadie, tiene que cruzar y esta es la ocasión. El dueño puede llegar en cualquier momento. Le gustaría quedarse allí mismo, dormir debajo de esas mantas y esas torres de cajas con letras impresas. Aquí le pillarían en cuanto abran o le cerrarán y no podrá salir. Le cogerán seguro de una u otra manera. Tiene que pensar mejor. Hay un hueco entre los asientos plegados. Es muy estrecho pero podría si se pone un poco de lado. Y además, podría salir por la cabina cuando lleguen a puerto.

El Bilal de ahora, el que contempla esa puesta, no puede olvidar todo lo que ha sufrido el niño de antes. Su llegada en el ferry dentro de la furgoneta. Su recorrido durante kilómetros plegado como un libro. Su hambre, su sueño, su silencio, su miedo. Y luego el centro de menores no acompañados. Un menor no puede estar por la calle, así a su aire. En España no se permite eso, no, de ninguna manera. Es un país con derechos humanos. Pero a él no le gustaba ese derecho humano de estar encerrado en un centro y controlado las veinticuatro horas del día. Ni tampoco que le devolvieran a un lugar sin nombre lejos de su casa en Marruecos. Por eso estudió todo lo que pudo y se sacó el graduado escolar. Y lo mejor vino luego, cuando superó un grado medio de Automoción. Ahora trabaja en un taller, no gana mucho, pero lo suficiente para mandar algo todos los meses a su familia. Por eso el Bilal de esta orilla sonríe mientras el sol se hunde en el mar. Está muy orgulloso de ese niño que miraba desde la otra orilla y tenía sueños de mejor vida.

Pilar Lucía López es escritora, pedagoga y activista por los derechos humanos.