Rosas y espinas

'El Irlandés'

Con El Irlandés, la última de Martin Scorsese, me ha pasado lo que ya me habían advertido. No existe todavía tecnología para rejuvenecer por medios digitales a actores octogenarios. En la primera escena de violencia, cuando Frank Sheeran (Robert de Niro) patea en la calle a un frutero que ha empujado a su hija, los movimientos del viejo actor no dismulan su edad, a pesar de que su cara retocada parezca relativa, falsamente joven. Se lo ve más preocupado en no romperse la cadera él mismo que en hacer daño a su oponente.

El irlandés, eso sí, es un tierno autohomenaje a ese gran cine que todo el elenco nos ha regalado durante décacas, y por eso se les perdona la osadía. La película se visita como una especie de museo donde seres vivos se ponen en la piel de sus propias figuras de cera, quizás también como un poderoso canto a la vejez, a no dejarse doblegar por los cercanos aullidos del perro Cancerbero. Es el testamento de unos tipos que se niegan a escribir su testamento.

Con El irlandés me ha pasado un poco como con la nueva política, que a día de hoy creo que se puede dar por finiquitada. No bastaba con el autobombo publicitario de los partidos emergentes, con la irrupción de rostros rejuvenecidos y de técnicas de márketing 3D, con la convincente y hasta brillante puesta en escena de la película de esta postransición española. Al final, los rostros retocados de los actores siguen caminando sobre lentos sacos incapaces, que son sus verdaderos viejos cuerpos, indisimulables por modernuquis que vistan para evadirse de su evidente senectud.

Si pones en blanco y negro la pantalla de la tele, Pablo Casado y Albert Rivera pueden imitar el papel de Adolfo Suárez, jefe nacional del Movimiento durante el franquismo, en nuestra sacrosanta Transición. En Pablo Iglesias ya hace tiempo que se atisba al viejo y corcovado comunista domesticado por las circunstancias. Y a Íñigo Errejón, con un poco de maquillaje y unas lágrimas, lo pondría yo muy convincente haciéndose un Arias Navarro periclitado y sollozante: "Españoles, Podemos, como Franco, ha muerto". Con Santiago Abascal, si se le afeita y se le baja del caballo, componemos un gran Manuel Fraga sin cambiarle los diálogos. Pero el más fácil de creerse, por obvias razones cromosómicas, cosmogónicas y dinásticas, es a Felipe VI levantando el brazo en saludo fascista, junto al Caudillo, en el balcón de la plaza de Oriente. Como vimos a su millonariamente opaco padre.

Para que esto de la nueva política nos hubiera salido más creíble que El Irlandés no hubiera bastado con retoques digitales. Habría que cambiar el sistema electoral, la jefatura de estado, la constitución, a la caterva de jueces momificados que nos aterran con sus constantes sentencias gore... Pero también, creo, en mi ignorancia, habría que cambiar, y sobre todo, a la sociedad. Y las sociedades solo se cambian con lo que menos nos ha preocupado cambiar a los españoles: la educación. Y eso es responsabilidad nuestra. No le podemos echar la culpa ni a Felipe El Preparao ni a Pablo Iglesias ni a Albert Rivera ni a nadie.

Veíamos ayer a nuestro rey, a vuestro rey, durante su catódico mensaje navideño, delante de un gran árbol de navidad que parecía destinado a convencer a los niños, a nosotros, de que los reyes magos borbones existen, de que los reyes deben seguir existiendo en nuestro imaginario infantiloide.

Ni siquiera eran buenas palabras, porque las buenas palabras solo son posibles si se las dota de cierta capacidad analítica y literaria. No es que yo tenga nada contra los borbones, salvo cuatro siglos y 19 años de historia, cobardías, abusos y saqueos. Pero que no nos tomen por niños. Y que no nos comportemos como niños que creen en los reyes vacuos, esos que solo a los niños ricos traen regalos. Es lo que ha pasado ayer en este país con nueve millones de pobres. Eso, los nueve millones de pobres, es lo que tendría que ser la nueva política. Sin maquillajes. No como El Irlandés.

 

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