sábado. 27.04.2024

De la sociedad de la opulencia al borde del (corona)abismo: un aprendizaje

Pasar de un mundo a otro en muy corto espacio de tiempo. De la seguridad y la opulencia a la incertidumbre y lo desconocido. Cambiar de paradigma, recuperar valores: de nosotros depende.

Más de una vez he escrito sobre una fantasía con la que he convivido desde hace muchos años. Casi siempre que he vuelto a ella lo he hecho para buscar materiales para una novela o para un relato. Sin embargo, siempre ha quedado varada en el espacio intangible de los proyectos no realizados.

Ahí va: un día cualquiera de un año indeterminado de la segunda década del siglo XXI, un hombre de edad madura sale de su casa. Tiene que comprar el pan y un cartón de cigarrillos. Vive en un bloque de viviendas en cualquier zona periférica de una ciudad como Madrid. El hombre desciende en el ascensor, sale al portal y se precipita a la calle: camina unos pasos en dirección a la panadería y de pronto se da cuenta de que la ciudad es otra, de que la calle por la que camina no es la habitual. Todo parece antiguo, huele distinto a como lo recordaba, algunos viandantes visten largas gabardinas y sombrero, hay algunos coches aparcados de color negro, viejos modelos de los años cuarenta o cincuenta del pasado siglo y a lo lejos, del fondo de la travesía, de la avenida que, como una línea perpendicular, la cruza de norte a sur, llega un chirrido metálico no reconocible como parte de los sonidos más próximos en el tiempo, sino  como parte del catálogo que, en algún lugar recóndito de su cerebro, ordena las sensaciones de la infancia: es un chirrido metálico, de ruedas de acero deslizándose sobre unos raíles.

El hombre piensa que los tranvías desaparecieron de la ciudad cuando era un adolescente, que los coches aparcados en la acera nada tienen que ver con los que vio el día anterior, cuando regresaba a su domicilio. No es difícil imaginar el grado de desconcierto, quizá de angustia, que le dominaría. Es, sin duda, el posible comienzo de una novela.

Una sensación similar y probablemente más angustiosa es la que vivimos hoy, a casi dos semanas del comienzo del estado de alarma, por la crisis del coronavirus. La fantasía que acabo de evocar, aunque con una proyección no hacia el pasado sino hacia otros mundos, ha renacido en estas jornadas. Imaginemos alguno de los varios trasatlánticos ocupados por miles de viajeros en tiempo de vacaciones y de crucero que después de vivir jornadas de gozo, bailes nocturnos bajo un cielo oscuro y estrellado, almuerzos colectivos en restaurantes de a bordo que recuerdan a los que varias generaciones pudimos disfrutar en aquella serie del tiempo de la otra televisión titulada Vacaciones en el mar, arriban a un puerto (puede ser Hong Kong, Shangái, Tokio, Los Ángeles) y, al poco de atracar, ven llegar a hombres vestidos como astronautas que desalojan a viajeros que habían sido aislados sin que el resto del pasaje lo supiera, reciben por los altavoces instrucciones sobre el inicio de una cuarentena dentro del barco, que no podrán desembarcar para hacer la visita turística a la ciudad y que se tienen que recluir en sus habitaciones para someterse a una prueba médica.

Salieron una semana, o diez días antes llenos de proyectos, de sueños de felicidad y de pronto se ven ante un abismo de incertidumbre. Han pasado de un mundo de opulencia plagado de certezas, a otro en el que el tiempo cobra una dimensión inesperada, en el que los viejos fantasmas del pasado, heredados de la generación que hizo la guerra, comienzan a crecer y en el que los libros, las películas o las series televisivas que jugaban con distopías, con catástrofes colectivas insorteables como pura materia de ficción tienen una prolongación inquietante, perturbadora, en la realidad.

La sensación que vive mi hipotético personaje narrativo cuando sale a la calle y se encuentra con una realidad urbana de medio siglo antes, se queda pequeña ante el inmenso catálogo de temores, de amenazas, de imágenes (calles vacías, avenidas que ocupan las palomas, horizontes infinitos en ciudades que solo días antes aparecían bloqueadas por grandes atascos, salidas nocturnas a los balcones para respaldar a los sanitarios y respirar) que nos asedian en estos días oscuros.

Es el paso inesperado de una sociedad opulenta a la que se refirieran hace más de cuatro décadas los filósofos de la Escuela de Frankfurt a un mundo desconocido en el que gran parte de los paradigmas y seguridades que habíamos construido comienzan a agrietarse. Y se agrieta, ante todo, el principio que, desde presupuestos ultraliberales, ha venido a traducirse en el “salvese quien pueda”. Todos miran a los estados, a las estructuras de poder público, a los recursos económicos y humanos de que disponen las administraciones. Lo que hasta hacía solo unas semanas era el gran enemigo de la libre iniciativa y de la libertad se convierte en el “gran protector”. No solo lo reconoce así la inmensa mayoría de los ciudadanos, sino que lo empiezan a reconocer empresarios grandes, pequeños y medianos y, con la boca pequeña, los partidos políticos que sustentaron sus políticas de “saneamiento” en el recorte de servicios públicos, especialmente la sanidad y la enseñanza, pero también en la cultura (siempre la gran olvidada), en la ciencia y en los servicios sociales.

Si algo hay de paralelismo entre la anécdota creativa que cuento al principio y la experiencia que estamos viviendo es que en muy poco tiempo asistimos a un cambio de realidad. Hemos salido de casa y nos hemos encontrado con un universo ciego, cerrado, lleno de nubarrones, que no era el que habíamos dejado cuando llegamos a nuestro domicilio en la vispera.

Ya nada será igual. Los populismos, el Bréxit, los cantos independentistas en Cataluña, las políticas europeas que afrontaron la crisis económica de 2008 con austericidios que condenaron a los países del sur a crueles recortes en sus servicios y en su calidad de vida, las cegueras frente a la emergencia climática, se irán desactivando.

Los filósofos, los escritores, todos aquellos hombres y mujeres que hacen del pensamiento y de la creación parte sustancial de la vida, deberán ocupar un papel relevante del mismo modo que habremos de volver la mirada hacia el Humanismo, hacia los valores que la literatura, el teatro, el cine o las artes plásticas han venido ofreciendo a la especie casi desde sus orígenes.

Sin contraponerlos a la ciencia, ni a los avances de las tecnologías de la información y de la comunicación, orientando Internet y sus conquistas al interés colectivo, a la imprescindible dignificación de la existencia humana en definitiva. Es verdad que frente a esos valores asomará la tentación totalitaria y liberticida. Pero, confiando en la razón y en el sentido último de nuestra presencia en el mundo, los que creemos que la politica y, con ella, toda actividad humana solo tiene sentido si busca el bienestar colectivo y la felicidad, que es la forma de definir lo que para mí constituye el progresismo, la izquierda .

Ahí está el desafío. Convertir la pesadilla en un gigantesco aprendizaje: la ley de la selva o el “sálvese quien pueda” han mostrado sus gravísimas fallas, su inconsecuencia. Volver a Keynes y a Galbraith padre, recuperar el sentido del pensamiento y del diálogo, aprender de los clásicos de nuevo.

De la sociedad de la opulencia al borde del (corona)abismo: un aprendizaje