Dominio público

Coronavirus en tiempos de emergencia climática

Inés Sabanés

Diputada de Más País-Equo, y coportavoz de Equo

Vista aérea de una parcela deforestada del Amazonas cerca de Porto Velho. REUTERS / Bruno Kelly
Vista aérea de una parcela deforestada del Amazonas cerca de Porto Velho. REUTERS / Bruno Kelly

En las últimas semanas hemos visto cómo la rápida propagación del covid-19 nos situaba en un escenario de máxima alerta sanitaria con el confinamiento domiciliario de millones de personas y otras medidas extremas. Estamos viendo los efectos de una pandemia que supone un coste altísimo en vidas humanas. De forma traumática, estamos aprendiendo el valor de la solidaridad, de lo público, de los servicios esenciales que dan respuestas y protección a toda la población, independientemente de su situación, especialmente los servicios sanitarios.

Uno tras otro, los gobiernos se están viendo obligados a adoptar medidas drásticas para luchar contra la propagación del coronavirus y aplanar la curva de contagios. A pesar de que esas medidas perjudican a la economía, hunden los índices bursátiles y crean incertidumbre y preocupación, gobiernos de todos los colores políticos no han dudado en aplicarlas, mostrando así -en la mayoría de los casos- un alto grado de consenso y escucha de la comunidad científica, fundamentalmente porque no existía alternativa y el riesgo era inasumible en término de vidas humanas.

Durante estos días hemos visto también, asociada a los confinamientos, la caída espectacular de los niveles de contaminación en las zonas más afectadas por la pandemia en China, en el norte de Italia, en Barcelona o en Madrid. Sabemos cómo una mala calidad del aire incide en la salud. En algún momento los científicos profundizarán en los efectos que la alta contaminación tiene en la propagación del virus y otros riesgos o efectos relacionados.

Pero de momento, con las medidas de confinamiento ha quedado despejada la duda del efecto directo del tráfico motorizado en la contaminación. Aquellos que buscaban excusas o cuestionaban esta relación ya tenían la evidencia científica, aunque la negaban o minimizaban, pero ahora es tan rotunda e incuestionable que ya no valdrán ni excusas ni manipulaciones para cuestionar las medidas y compromisos que pusimos en marcha en la pasada legislatura por ejemplo la zona de bajas emisiones Madrid Central. Sería una inmensa irresponsabilidad.

Conviene recordar además que esta crisis sanitaria global se produce en pleno debate sobre la emergencia climática. En consecuencia, es evidente que la superación de la emergencia sanitaria y la necesaria reconstrucción posterior deberán relacionarse y orientar las prioridades y las inversiones hacia un gran acuerdo verde, capaz de dar alternativas para salir del shock mediante una transición ecológica con justicia social y sin dejar a nadie atrás.

Nada podría ser más trágico que después de todo se produjera un retroceso con respecto a los compromisos para combatir la emergencia climática y que, sin aprender de lo vivido o en nombre de la recuperación económica, las presiones de determinados lobbies debilitaran la lucha contra el calentamiento global y las transformaciones económicas y sociales de forma urgente ya estaban pendientes antes de la pandemia.

El ejemplo reciente de EEUU es un serio aviso. Tras la presión de las petroleras, Trump ha rebajado las normas ambientales con la excusa de que para que puedan afrontar en mejores condiciones la crisis del Coronavirus. El aplazamiento de la COP26, si bien es lógico, tampoco puede suponer una regresión anticlimática. Son involuciones que no nos podemos permitir porque pondría en riesgo la supervivencia civilizada de la humanidad.

Al igual que el covid-19, la emergencia climática afecta y afectará a todo el mundo en el planeta, aunque sea a ritmos diferentes. La comunidad científica lleva decenas de años avisando de este problema que va a afectar también a todos los países del planeta, pero los gobiernos no la han escuchado o al menos no la han atendido con la suficiente diligencia. La COP25 fue un momento clave para lograr un consenso mundial para luchar contra el calentamiento global, pero el resultado no estuvo a la altura del reto. Cuando se trata de lucha contra el cambio climático, el grado de consenso y de acción están muy por debajo de lo que la ciencia y tantos jóvenes en la calle exigen.

La ONU ha recordado recientemente que el cambio climático tiene efectos devastadores y que la contaminación debida a la quema de combustibles fósiles ha matado a casi 100.000 personas en una década. Por pura coherencia, también para salvar vidas, deberíamos de haber sido capaces de aplicar medidas contundentes de transformación de nuestra sociedad para que fuera neutra en emisiones desde hace años. Se han sucedido las cumbres climáticas pero la falta de voluntad para aplicar los acuerdos correspondientes ha sido también una constante.

En consecuencia, esta pandemia es una catástrofe que supondrá, además de iniciar una reconstrucción que no olvide a quienes son más vulnerables, cambiar nuestro modo de producción y consumo para no poner en riesgo el cumplimiento de los objetivos de la Agenda 2030, los acuerdos de París y el compromiso de aumentar la ambición climática necesaria para garantizar el futuro.

Y hay muchas lecciones que aprender de esta experiencia. Estamos  viendo que el teletrabajo se puede organizar en porcentajes muy superiores a los que se estaba practicando en España, que no necesitamos tantos desplazamientos en coche para nuestra vida cotidiana, que el comercio y los servicios de proximidad, o la agricultura local, son esenciales, que pasar más tiempo con la familia tiene un enorme valor, que existe una solidaridad ciudadana muy activa, que existe una relación palpable entre consumo y emisiones nocivas y la importancia de tener un sistema de servicios públicos que nos permita ser capaces de afrontar una situación de crisis sanitaria tan grave como esta.

No deberíamos olvidar nunca que dejar de pisar el acelerador del consumo abusivo que desprecia las limitaciones de nuestro entorno, la solidaridad, los cuidados y los servicios de carácter universal no solo son inversiones, sino que salvan vidas.

Debemos aprender a ver las emisiones de efecto invernadero como un virus: ambos caracterizan la época que nos ha tocado vivir. Sabemos que el coronavirus se propaga mediante las personas, cruza las fronteras y se expande por el mundo gracias a la movilidad de la gente, y que para cortar la pandemia ha sido necesario tomar medidas drásticas de cuarentena y "distanciamiento social". Por su parte los gases de efecto invernadero se propagan y aumentan por el ansia de crecimiento ilimitado, por dejar en manos del mercado lo que nos corresponde garantizar desde las administraciones y por llegar siempre tarde al cumplimiento de las evidencias y recomendaciones científicas.

Debemos tratar el calentamiento global como si fuera una pandemia, de igual gravedad que una emergencia sanitaria. Porque, aunque no lo hace tan rápido como lo hace un virus, el caos climático es responsable de miles de muertes por las sequías, tormentas, incendios, canículas, inundaciones o pérdida de biodiversidad.

El reto ahora es salir de esta crisis, y mañana aprender de ella. En términos sanitarios para estar mejor preparados si llega otra pandemia, pero también en términos medioambientales y económicos. Esta crisis sanitaria debe servir para visualizar mejor lo que sociedad e instituciones somos capaces de hacer para afrontar el reto climático.

Sabemos lo que hay que hacer y sabemos hacerlo, así que necesitamos que a los gobiernos tampoco les tiemble la mano y que, de una vez por todas, ahora y precisamente ahora, tomen en serio las recomendaciones científicas. Con el planeta no se juega, porque nos jugamos la supervivencia como especie, y ahora somos más conscientes que nunca de lo que esto significa.

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