Otras miradas

Renta garantizada

Antonio Antón

Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid @antonioantonUAM

Un anciano con mascarilla pasa delante de un restaurante de cinco tenedores, en el centro de Madrid, cerrado por el estado de alarma por el coronavirus. REUTERS/Susana Vera
Un anciano con mascarilla pasa delante de un restaurante de cinco tenedores, en el centro de Madrid, cerrado por el estado de alarma por el coronavirus. REUTERS/Susana Vera

Ante la crudeza de la nueva dimensión de vulnerabilidad socioeconómica por la pandemia del coronavirus y sus consecuencias económicas y de empleo, se ha ido poniendo en primer plano la necesidad de una renta social garantizada como garantía de último recurso para evitar la dinámica de desigualdad y exclusión social. El impacto de la pandemia y las medidas de contención, el parón económico y la reducción de empleos, ingresos y salarios afecta al conjunto de la sociedad, pero ya se están perfilando las personas más perdedoras: las afectadas directamente por el coronavirus, en sus diversos grados, y las que han descendido significativamente en su estatus socioeconómico y de empleo, especialmente las que ya tenían una situación precaria.

Me centro en esa medida social urgente, llámese ingreso mínimo vital, renta básica, renta garantizada, renta mínima... Se trata de una renta social o pública que busca compensar a la gente que ha visto disminuir sus recursos y aumentar sus necesidades vitales y se mantiene en una situación vulnerable. Además de su impacto económico tiene, sobre todo, un papel social reequilibrador o de rescate ciudadano para superar el riesgo de pobreza.

Es un reto para el nuevo Gobierno de coalición progresista, que lo llevaba en su programa. Es un momento oportuno para mejorar el sistema de protección social, consolidar su suficiencia presupuestaria y justificar su función igualitaria, solidaria e integradora.

Existen diferentes modelos de rentas básicas con múltiples y contradictorias justificaciones teóricas y filosóficas, desde el neoliberalismo hasta el marxismo, pasando por posiciones intermedias, socioliberales y republicanas. Recientemente se ha producido una oleada de propuestas, desde todo el arco ideológico. Ya he citado mi enfoque, social y de progreso. No entro en ello. Por mi parte, durante casi tres décadas, he contribuido al debate con varios libros y artículos de carácter teórico, analítico y normativo. -Ver en este periódico (19/05/2015): Una renta social contra la vulnerabilidad social-.

Estoy de acuerdo con Juan Torres en su crítica hacia algunas ideas defensoras de un modelo simplista y rígido de renta básica universal, como varita mágica para solucionar el conjunto de problemas sociales y económicos que son más amplios y complejos y exigen una estrategia multidimensional. No me extiendo en ello.

Solamente aludo a dos aspectos generales con los que se interrelaciona una renta social y sobre los que hay una diversidad de opiniones. Primero, su relación con el empleo (o el trabajo), que defino como complementaria de la protección social. No comparto la oposición rígida o esencialista entre la garantía del trabajo o, bien, la de la renta básica (o el conjunto del Estado de bienestar). Existe una sociedad con una gran segmentación de la propiedad, la riqueza y las rentas privadas, así como, frente a las ideas deterministas del fin del trabajo, persiste y se generaliza la precarización y segmentación del empleo y del trabajo reproductivo y de cuidados. Desde mi punto de vista ambos, trabajo y protección pública, son instrumentos para acceder a recursos vitales. Y, aparte de los derechos humanos, civiles y políticos de carácter universal o ciudadano, constituyen la base de los derechos sociales, la sociabilidad y el contrato social.

Segundo, hay que definir su objetivo junto con aclarar el debate de su universalidad e incondicionalidad, así como su gestión. Mi posición ya la he adelantado: garantizar unas condiciones de existencia dignas a las personas vulnerables, necesitadas de una protección pública. Explico su justificación y algunas concreciones del modelo que defiendo.

Universalidad del derecho a una vida digna y articulación distributiva según la necesidad social

Para combatir la pobreza y la vulnerabilidad socioeconómica parto de ese marco institucional, social y cultural en que se combinan dos ejes fundamentales de la ciudadanía social: uno, la universalización de los derechos sociales y las correspondientes garantías institucionales y fiscales a todas las personas (residentes) por su pertenencia a una sociedad, y que hay que reafirmar; otro, la aplicación particularizada de ese derecho, su implementación distributiva y su concreción, de acuerdo con la necesidad de cada individuo y grupo social. El derecho universal es a una existencia digna, no a una distribución pública igual para todos, al margen de sus condiciones previas, muy desiguales en la sociedad actual.

En cada uno de los clásicos riesgos sociales, enfermedad, paro, vejez... se parte de esa situación de necesidad o, si se quiere, de un diagnóstico y comprobación de esa circunstancia por las instituciones públicas, para garantizar una cobertura pública. Esa constatación de la realidad está normativizada e institucionalizada y no se cuestiona... salvo desde un individualismo extremo y abstracto.

El problema viene con la acción ante el riesgo de pobreza y exclusión, normalmente estigmatizado, con presupuestos insuficientes, marañas burocráticas y condiciones restrictivas. Las instituciones públicas (los servicios sociales) aplican, muchas veces, unas funciones de control social y contención de demandas más que desarrollar la supuesta función de facilitar las prestaciones, los recursos adecuados o los planes para una integración social plena y multidimensional. Hay que superar esa dinámica, más actualmente, con los mecanismos informatizados de control fiscal existentes, que (salvando el fraude fiscal) concentraría todos los datos personales, familiares, laborales y de rentas, aunque con la pega de que la mayoría de las personas con ingresos bajos y precariedad laboral y vital no realiza la declaración de la renta.

Sin embargo, la conclusión no debiera ser la mercantilización de la asistencia social con la monetización de los servicios públicos: esa es la opción neoliberal de sustituir el Estado de bienestar por un cheque generalizado o un impuesto negativo que administre cada cual. Lo que haría falta es una renovación y ampliación de todos los servicios públicos y, específicamente, los servicios sociales (y los sistemas públicos de empleo, de salud y dependencia...). Se debe garantizar su función mediadora, asistencial, solidaria y de bienestar para la población, particularmente la más necesitada. Queda pendiente una reforma a fondo de la administración pública para hacerla más ágil, transparente e interconectada.

Atajar la vulnerabilidad socioeconómica desde la integración social y cívica

Alguna propuesta de trasvasar la gestión de la renta básica al sistema fiscal tiene truco respecto a los dos problemas de fondo aquí planteados: su universalidad y su incondicionalidad. Así, la comprobación de recursos se da por necesaria y hecha, solo que en vez de los servicios sociales la haría la Agencia Tributaria. En un principio no habría problema en ello, salvo lo dicho anteriormente. Se reconoce que debe funcionar el criterio de necesidad social y la comprobación de recursos, es decir, que va dirigida a los sectores vulnerables, no al conjunto de la población.

La incoherencia es que se quiere mantener el prurito simbólico para destacar la (supuesta) superioridad de su universalidad e incondicionalidad cuando el resultado esperado es dar esa renta básica a la gente necesitada; en consecuencia, está condicionada a la situación de vulnerabilidad. Esa retórica universalista también se queda en un lugar secundario cuando se hacen consideraciones presupuestarias pragmáticas por su excesivo gasto público. Incluso ignorando que éste y la correspondiente reforma fiscal progresiva, debe abarcar muchos objetivos, entre ellos reforzar todos los sistemas del Estado de bienestar y emprender una reforma del aparato productivo y laboral para hacerlo sostenible medioambientalmente y más igualitario y eficiente.

Tomando algunas estimaciones recientes, el dar esa renta básica universal a toda la población (38 millones de personas mayores de edad) supondría, al menos, el 10% del PIB, más de cien mil millones de euros. Similar importe, aunque solo para seis meses, es el de una distribución mensual de 530 euros para cerca de los 19 millones que suman el primer adulto del hogar, acumulados a la mitad (265 euros) para cerca del resto de 28 millones.

La cuestión es que a renglón seguido se matiza que mucha gente que no la necesita no la pediría y que, en todo caso, en la declaración de la renta del año que viene el Estado (la Agencia Tributaria) podría exigir la devolución de esa renta básica a quién no la hubiera necesitado. O sea, en ese caso, su misma previsión es pasar a unos 4 millones de personas beneficiarias y un gasto de unos diez mil millones, el 1% del PIB; esa renta básica, retóricamente universal e incondicional, se reduce al 10%. Estaríamos ante un préstamo generalizado a devolver en un año (de varios miles de euros, se supone que sin intereses), no descartable por motivos de un mayor consumo medio, aunque no es la prioridad social ni presupuestaria, centrada en las personas vulnerables. Pero, en todo caso, no sería una transferencia de rentas finalista, que solo se aplicaría a esa gente necesitada que constituye la décima parte.

En la práctica, esa propuesta deja de ser universalista, y se vuelve condicionada a la comprobación (a posteriori) de los recursos, y con la expectativa de que no la pidiese la gente no necesitada. En consecuencia, se difumina todo el aparato justificativo y teórico de la (supuesta) superioridad de esa fórmula de renta universal e incondicionada.

Al final, los resultados prácticos convergen con los defendidos aquí: una renta social justificada por la necesidad social de los sectores en riesgo de pobreza y exclusión social. Su fundamentación ética y sociopolítica basada en la igualdad y la integración cívica es la más progresista o de izquierdas. Estamos definiendo una referencia cuantitativa del sujeto beneficiario: en torno al 20% de la población, cerca de unos diez millones, si se tratase de erradicar toda la pobreza. Aunque se trata, sobre todo, de una acción estatal complementaria de otras prestaciones (rentas mínimas de las CC. AA., subsidios por desempleo, pensiones no contributivas...), así como de ingresos por actividad (autónomos) y salarios bajos, todo ello modulado por la situación familiar (menores y dependientes) y habitacional. De ahí la complejidad de su implementación que no se resuelve solo con la distribución de una cantidad igual para todas las situaciones, sino con el objetivo de que todo el mundo tenga el acceso a unas condiciones existenciales dignas, considerando su grado de necesidad real.

En definitiva, el punto de partida y el objetivo para una renta social es la existencia de una situación de vulnerabilidad social y económica a resolver, de un rescate ciudadano a implementar con la garantía de una vida digna, del acceso a la plena ciudadanía social y a la integración en la vida cívica de los sectores vulnerables.

Esperemos que el nuevo Gobierno progresista de coalición y el conjunto de la administración pública, en coordinación especial con las Comunidades Autónomas, aprueben y desarrollen un nuevo sistema de renta social garantizada, junto con una revisión, mejora e integración del conjunto de dispositivos y prestaciones, para conseguir una protección pública más equitativa y eficiente.

@antonioantonUAM

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