Otras miradas

Manifestarse fuerte o flojito

Marta Nebot

El derecho de manifestación es uno y, sin embargo, hay maneras ¡tan! distintas de ejercerlo.

En Madrid, en lo que llevamos de pandemia, hemos visto dos muy concretas, en barrios tan determinados como deterministas de nuestra geografía castiza más obvia.

En Núñez de Balboa las movilizaciones, allá por mayo, en pleno estado de alarma, fueron mayormente pacíficas y hasta festivas. Empezaron con bailes, como una despedida al dj que estuvo amenizando al barrio, en las tardes de balcones. La policía no cargó contra los manifestantes, en ningún momento. Solo identificó y puso algunas pocas sanciones.  Quizás porque en ese barrio los vecinos no sienten la necesidad de encararse con la autoridad para ser escuchados. Saliendo a esas calles de monopoly, tan poco acostumbradas a megáfonos y pancartas, solo con sus banderas y su himno –como si fueran solo suyos y no de todos– saben que tienen portadas garantizadas. Los que quisieron más protagonismo que la media les bastó con manifestarse en descapotable o con hacer cacerolada con palo de golf en vez de con cuchara. Pedían el final del estado de alarma y la dimisión de Pedro Sánchez. Clamaban porque Madrid pasara de fase y su flamante presidenta recuperase para ella sola las riendas de la gestión de la pandemia, sin pensar si era buena jineta para tremenda jaca. Con aquellas pintorescas manifestaciones demostraron que  algunos no necesitan forzar la máquina de una movilización para que sea exitosa o, al menos, muy visible. Demostraron, una vez más, lo distintos que siguen siendo los derechos en este país– aún siendo los mismos– en función de quién los ejerza.

Aquellos se salieron con la suya, aunque fuera por carambola. Madrid se saltó una fase, antes de salir de la supervisión del ministerio de Sanidad que imponía el estado de alarma. Y, de aquellas prisas, en las que no se presentó ni el plan de contingencia que otras comunidades tuvieron que concretar ante posibles rebrotes, estos lodos, este fango. La dimisión de entonces de la directora general de Salud Pública, Yolanda Fuentes, por no avalar aquel salto mortal con pirueta, no les hizo aprender nada, ni a unos ni a otros y hoy les siguen dimitiendo responsables.

En Vallecas, el jueves pasado, la policía cargó contra un grupo de 50 manifestantes porque se encararon a la autoridad para poder acercarse a la Asamblea de Madrid, que se plantó en ese distrito en 1994 como si solo con eso ya mejorase la vida de los vecinos del barrio. Entonces, Pedro Díez (IU), el tercer presidente del parlamento madrileño de la restituida democracia, impulsó el proyecto y puso su primera piedra  el 7 de abril de 1995. El acto de inauguración de la obra, como una gran premonición, se vio afectado por una manifestación de dos asociaciones de vecinos de la zona que reclamaban pisos públicos.

En aquella movilización, en pleno estreno, no hubo enfrentamientos. Esta vez el resultado fue: tres detenidos, 6 heridos –entre manifestantes y policías–, vídeos con imágenes violentas y una investigación de la Delegación del Gobierno.

Con el lema #LosBarriosSeLevantan, la Federación Regional de Asociaciones Vecinales de Madrid (FRAVM) había convocado concentraciones en más de 50 centros sanitarios de la Comunidad  para exigir la mejora de la Atención Primaria, la contratación de rastreadores, la apertura de zonas verdes y el refuerzo de los medios de transporte públicos, ante el avance de la Covid. En el centro de salud Ángela Uriarte, a escasos 500 metros de la Asamblea madrileña, unas 300 personas se concentraron por eso y contra las restricciones solo de los barrios obreros y los recortes en la sanidad pública. Tras la concentración, un grupo de alrededor de 50 personas, muy jóvenes según las imágenes, decidieron trasladar sus quejas al centro de poder más cercano.

Allí, el precioso edificio de la Asamblea de Madrid, presidido por una torre con un gran reloj, está rodeado de una valla de barrotes altos y gruesos, plantados sin uniones aparentes, separados por el aire, que dejan ver lo de dentro sin posibilidad de colarse;  como otro enorme presagio, como un símbolo tan paradójico como inquietante.

Desde que la sede se inauguró el 28 de septiembre de 1998, por Alberto Ruiz Gallardón y el entonces príncipe de Asturias, Don Felipe, la torre dice todo el tiempo tic, tac, tic, tac y aquí no puedes entrar, dicen al unísono los barrotes.

Aquel proyecto sobre el papel debió parecer una buena idea, un estandarte de las pretensiones políticas de los dirigentes de izquierdas que lo idearon. Sin embargo, hoy es un monumento enorme al fracaso de la izquierda madrileña, a todo lo que no se ha hecho y a lo que tampoco se ha votado y, también, un altar patético a la desigualdad cultivada por los gobiernos conservadores  sucesivos.

Quizá, cumpliendo el enorme augurio que es el edificio en si, los gobernantes madrileños se olvidaron de poner más centros médicos en el distrito, conforme el barrio fue creciendo. La media que atiende un centro médico de atención primaria en Madrid es de 15.000-20.000 habitantes. El Ensanche de Vallecas atiende a casi 50.000 y a nadie se le ha ocurrido poner remedio a esto, ni siquiera como medida de prevención de una pandemia que se ceba con los que viven más juntos, como irrebatiblemente ocurre en este barrio.

Es llamativo que ni siquiera cuando se terminan las excusas para no invertir en  salud, cuando de que esa salud sea buena depende toda  la economía –incluso la de los de los barrios más prósperos–, no se hayan atajado desigualdades que, ahora como siempre pero más que nunca, perjudican al conjunto de una manera tan clara como inmediata.

¿Será la costumbre de obviar la desigualdad? ¿La inercia de tantos años? ¿Será la sensación de seguridad tras la valla? ¿Será la impresión profunda de que ya nunca pasa nada?

No se sabe qué es pero sí que en Madrid lleva instalada décadas, con sus altibajos pero constante. Tal vez la desigualdad sea la pandemia más larga. La que hace que haya manifestantes en Vallecas que, a estas alturas, estén dispuestos a que les partan la cara.

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