Tierra de nadie

Ganar la guerra y perder la razón

Hay batallas que es preferible no dar porque las esperadas victorias son pírricas y al ganarlas se pierde el alma. Esto es lo que puede ocurrir con la proyectada reforma para la elección de los vocales del Consejo General del Poder Judicial, bloqueada durante dos años por el PP con burlas y capirotes a las previsiones constitucionales para mantener la mayoría de la que goza en el órgano de gobierno de los jueces. El Consejo es una pieza muy codiciada porque además de hacer trajes a medida en la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, que es la encargada de juzgar las fechorías de los políticos, puede convertirse en un ariete contra el Gobierno, extremadamente afilado siempre que la derecha calienta por la banda desde la oposición.

En el Consejo se han visto cosas de no creer. En tiempos de Zapatero, la canina lealtad de sus miembros conservadores les llevaba a reunirse sin pudor alguno en la sede del PP para diseñar sus estrategias. Su disciplina era espartana y su producción de informes contra las iniciativas del Ejecutivo, aunque no fueran preceptivos, era estajanovista. Su independencia siempre ha estado a la altura de lo esperado, ya fuera en el Poder Judicial o, inclus, en el Tribunal Constitucional, donde nunca faltaron tampoco los estómagos agradecidos. Se consideraba normal que un miembro declarado del Opus Dei fuera el ponente del informe sobre la constitucionalidad del matrimonio entre personas del mismo sexo. O que teniendo que resolver un recurso contra el Plan Ibarretxe se convocara a letrados y funcionarios del Constitucional a una manifestación de Basta Ya contra el citado plan. Alfonso Guerra apechugó con la fama de haber dado matarile a Montesquieu cuando al pobre se le asesinaba cada semana en el altar de la separación de poderes.

Volviendo a la elección del CGPJ, el trapicheo entre los dos grandes partidos ha sido una vergonzosa constante. Se recordará el escándalo de hace un par de años cuando, con el cambalache recién horneado, se conocieron los mensajes del entonces portavoz del PP en el Senado, Ignacio Cosidó, sobre lo bien que controlarían "desde atrás" las salas claves del Supremo con Marchena como presidente. Nótese que el acuerdo incluía los nombres de los vocales y a quién harían presidente en su votación posterior esos miembros tan independientes. La humillación fue tal que la renovación del Consejo quedó abortada y el que luego juzgaría a los líderes del procés, arte y parte del enjuague pero retratado como una marioneta checa, no tuvo más remedio que encaramarse al pedestal de la independencia en defensa de su honestidad perdida.

Alguna vez se ha hablado aquí de que el procedimiento de elección del Consejo siempre fue un campo de batalla. Como es sabido, con el sistema actual, doce de los vocales proceden de una lista de 36 candidatos propuestos por las asociaciones judiciales, y los ocho restantes son seleccionados directamente por los partidos entre juristas "de reconocido prestigio", que es para entendernos el eufemismo de amiguetes. Su designación por una mayoría cualificada de tres quintos de las Cámaras dependía del acuerdo que antes lograran las fuerzas mayoritarias, tradicionalmente PP y PSOE, para repartirse ese Consejo tan independiente.

La derecha siempre prefirió que fueran los propios magistrados los que eligieran a su órgano de gobierno, convencida y con razón de que la afinidad de los jueces a su causa era casi genética. Por el motivo contrario, los socialistas defendían que el Parlamento tuviera la última palabra para asegurarse al menos cierta fidelidad cuando disponían de mayoría en las Cámaras.

Es impresentable que el actual Consejo lleve dos años en funciones con Carlos Lesmes, ex alto cargo del PP y amigo de Gallardón, haciendo de su capa un sayo, procediendo a sonrojantes nombramientos de puestos claves de la Judicatura, y de paso provocando graves conflictos institucionales con la monarquía de por medio. Como lo es que no haya un solo vocal, singularmente de los llamados progresistas, que se haya plantado ante el descrédito de formar parte de un órgano caducado y puesto al servicio de la derecha. ¿Influirá en ello que cada uno de estos tipos tan independientes se levantan más de 100.000 euros al año?

Conocidos los polvos y los lodos, al Gobierno le ha asistido la razón al exigir la renovación del Consejo y al denunciar la actitud antisistema de los de Casado -con el que se alcanzó otro acuerdo en agosto que también se fue por el desagüe-, por impedir el cumplimiento efectivo del mandato constitucional. Pero el intento de cambiar este estado de cosas no puede hacerse a cualquier precio. Una cosa es modificar la ley para impedir que unos señores con el mandato cumplido hagan lo que les sale de las togas y otra muy distinta es alterar el sistema de mayorías para tomar el control manu militari.

Aunque solo fuera como una forma de presión, la jugada es bastante estúpida porque convierte al culpable en víctima y, de salir adelante, es el típico bumerang que golpea en la cabeza de quien lo lanza. ¿Qué fue de la defensa de la independencia de los reguladores con la que la izquierda siempre se llena la boca? ¿Qué pasará cuando sean otros los que gobiernen? ¿Se quieren dar argumentos a los que ya comparan a España con Polonia? Se puede ganar la guerra y perder la razón y, en estos casos, también la guerra está perdida.

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