Dominio público

Dos currantes

Javier Martín

Delegado de la Agencia EFE en el Norte de África

Luis de Vega (izq) y Roberto Fraile en Libia en 2018.- JAVIER MARTÍN
Luis de Vega (izq) y Roberto Fraile en Libia en 2019.- JAVIER MARTÍN

Este aciago miércoles habrá en la prensa decenas de artículos, perfiles y obituarios de distinto signo sobre David y Roberto. Yo solo puedo añadir que el periodismo ha perdido a dos currantes, dos profesionales íntegros y aguerridos, honestos y discretos, que huían de los estereotipos y de los oropeles que en demasiadas ocasiones ensombrecen este oficio. Reporteros de vocación, comprometidos, siempre dispuestos a liar el petate, a bajarse al barro cuando el fulgor mendaz de la guerra abandona los grandes titulares de la prensa y se convierte en la trágica realidad de la posguerra, postergada a los breves o relegada al olvido. Pertinaces en la búsqueda de respuestas aunque éstas se escondan en las ñangas de la sociedad o en las ciénagas que enturbian el alma humana. Alguien -un amigo en definitiva- al que confiar tu vida con los ojos cerrados en cualquier campo de batalla.

A David le conocí una plomiza tarde de agosto de 2003 en Diwaniya. Las tropas españolas se habían sumado a la invasión ilegal de Irak gracias a los traumas que siempre han caracterizado la acomplejada personalidad de José María Aznar; y La Voz de Galicia le había encomendado la cobertura de los soldados gallegos allí destacados, la mayoría de ellos miembros de la Brigada Brilat del Ejército. Eran tiempos de vacas gordas en los medios, los tertulianos no habían  desembarcado aún, y había dinero para pagar a un joven reportero freelance que sobrevivía en un hotel de mala muerte en un pueblo perdido y artero de la antigua Mesopotamia. Yo también era entonces un principiante. Estaba destacado en Bagdad, en el tristemente famoso hotel Palestina, y recorría casi a diario 400 kilómetros de autopista fantasma para contar las peripecias de los soldados. David siempre estaba allí, desde primera hora, con un café y una sonrisa.

Dos anécdotas y una investigación de aquellos momentos iniciáticos reflejan su carácter. Cierto día, al regresar a Bagdad, hombres armados a bordo de dos todoterrenos trataron de interceptar el coche en el que viajaba con Luis de Vega -otro de los grandes nombres del periodismo español-. Logramos huir. Caía la noche y buscamos refugio en el acuartelamiento español. Se nos negó la entrada. Según se nos dijo, no había sido autorizada por el Ministerio de Defensa que entonces lideraba Federico Trillo. David nos abrió las puertas de su cuchitril, carente de cualquier tipo de seguridad más allá que el cansado anciano de la consigna, y veló toda la noche nuestro inquieto sueño.

Semanas después, sin embargo, me enfadé mucho con él. Bagdad había sido escenario de un terrible atentado y en su ansia novel había decidido desafiar a la noche y a sus sombras, y desplazarse a la capital en un taxi para cubrir la noticia. Con los años a todos se nos templa el carácter, medimos más y mejor los riesgos; escuchamos el sentido común y atendemos a la experiencia. Pero el arrojo y la voluntad de informar, la vocación de perseguir la noticia, que caracterizaba a David no se aprende. Es innata.

Los periodistas David Beriáin y Roberto Fraile. — Dmax | EFE
Los periodistas David Beriáin y Roberto Fraile. — Dmax | EFE

La investigación le llevó al primero de sus muchos éxitos, y nos arrastró a Luis y a mí con él. Desde hacía semanas se rumoreaba que las tropas dormían con los chalecos puestos y las armas artilladas, y que las bombas resonaban en el perímetro al desplomarse el ocaso. El Ejército lo negaba. Trazó un plan: Luis y yo debíamos despistar a los "escoltas" de prensa. Él se deslizaría entre los soldados, les preguntaría y después compartiríamos la información. El Gobierno de Aznar tuvo que admitir que las tropas desplegadas en Diwaniya no estaban en una misión humanitaria: la guerra acababa de empezar, pese a que la mayoría de las cámaras ya se habían ido.

Volvimos a compartir horas de tensión y vigilia en Libia en 2011, tras la caída de Al Gadafi. En aquellos tiempos viajaba como freelance con nuestro amigo común Ricardo García Vilanova. No tenían mucho dinero. Les hicimos un hueco en la "habitación tóxica", una destartalada suite sin agua y con las ventanas selladas que pagábamos la Agencia Efe y La Vanguardia en el séptimo piso del hotel Corintia de Trípoli, y que también poblaron dos canadienses y otros freelance como el fotógrafo Manu Bravo.

Tenerlo al lado sobre el terreno era un seguro de vida. También lo era en los despachos, como demostró desde su productora, 93 Metros, con la que luchaba por sobrevivir y con la que disfrutaba sumando éxitos a pesar de las dificultades económicas en un tiempo en el que el periodismo español acuna -y financia- otros valores. Allí nos volvimos a encontrar gracias al documental que realizó con motivo del 80 aniversario de la Agencia Efe, un medio que se inventó el franquismo y que la democracia -y sus periodistas- han transformado en un servicio público indispensable, pese a la gestión de los distintos gobiernos. Era la primera vez que compartíamos una cerveza en un ambiente relajado como Madrid, y nos dio para ponernos al día de nuestras vidas y planear varios proyectos, ahora arruinados.

El documental también me brindó la oportunidad de reencontrarme con Roberto, con el que había tenido el privilegio de trabajar en la postgeuerra libia. Y al que conocía de mi Salamanca natal. Entre sus doradas piedras de arenisca, empezó como camarógrafo de la televisión local, donde compartió coberturas con mi padre.

Apareció una tarde de primavera en Túnez, de la mano de Luis de Vega, con la cámara en ristre y el cinturón y los bolsillos llenos de objetivos, micrófonos y baterías. El plan era acompañarme durante el viaje que debía realizar a Trípoli para cubrir la ofensiva que el mariscal Jalifa Hafter, hombre fuerte del este del país, había lanzado sobre la capital. Roberto era un perro de presa. Adicto al trabajo, jamás bajaba la cámara. Todo era un plano, la vida en si misma era para él un plano secuencia que pasaba delante de sus ojos a cada instante, y debía grabarlo. En el coche, en la casa, con mis hijos, el perro. ¡Qué tanto le recordaban a los suyos y a la ausencia! Porque más allá de la imagen romántica que ha proyectado la literatura, el cine y ciertos periodistas, el trabajo de corresponsal, y en particular de "corresponsal en zona de conflicto" es en realidad una amarga sucesión de saudades y ausencias. De minutos de teléfono -las comunicaciones suelen ser muy caras- que apenas dan para confirmar que estás bien y que todo va "según lo planeado", pese a que muchas veces sea mentira, y largas horas de espera. De hijos, hijas, esposas, esposos, padres, madres y parejas ansiosas por esa llamada que confirme que sigues vivo y libre. De las mismas horas en las que esa misma llamada es también un sobresalto, posible portadora de la nueva que nunca deseas escuchar.

Roberto no fallaba. Bajaba las fotos, comprimía archivos, cenaba un poco, departía con los colegas y en algún momento serpenteaba a una esquina para decir hola. Sabías que los planos que elegiría iban a ser los mejores; sabías que el brazo no le iba a temblar aunque el silbido de las balas le rozara las orejas. Lo sabías aunque una explosión sacudiera los cimientos o un hombre sin escrúpulos te mirara con esos ojos que hace tiempo perdieron la humanidad. En zonas de combate, en selvas espesas, en sótanos oscuros, en callejones sin salida, en carreteras fantasmas... podías contar con su temple y su sonrisa. Como podías contar con David. Dos currantes del periodismo, dos colegas discretos y tenaces en la verdad, independientes y solidarios, asidos a la justicia y a los derechos humanos, ajenos al virus del  tertulianismo, comprometidos, currantes a los que podías confiar la vida.

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