Pato confinado

Carroña, tuétanos y fuego… Así la comida nos hizo humanos

Sabana africana.
La sabana africana fue el lugar que vio nacer a nuestro linaje evolutivo. Foto: Pixabay.

Si la evolución fuera una biblioteca - un complejo compuesto por un número de galerías hexagonales y mutantes, parafraseando a Borges- nosotros, los sapiens sapiens, estaríamos en los estantes más modernos. En la sección de cosas inexplicables, tal vez, entre los libros de la utopía y el apocalipsis.

Los homo sapiens aparecieron hace más de 200.000 años. Se levantaron en África -pues de ahí parten las evidencias-, adaptados a un medio concreto. Aquella fue una cuna caliente, un territorio de sabanas abiertas en el que era difícil prosperar.

Nada que ver con la jungla de los simios originarios, el edén de edenes, donde la serpiente era el verdadero diablo, donde suena el constante misterio floral, las cópulas sexuales son a varios metros de altura y la comida o fruta prohibida está a una palma de la mano.

Nadie sabe si prosperaron porque eran inteligentes o si se hicieron inteligentes porque estaban jodidos. Es lo del huevo y la gallina. Azar o contingencia. La paleontología y las teorías de la evolución, desde los tiempos de Darwin, están llenas de premisas circulares.

Tenían la piel negra para compensar el exceso de sol. Llevarían ornamentos y las caras pintadas, plumas, conchas, cuentas... eran coquetos y resistentes, cargaban con armas de piedra afilada y con una voluntad perpetua de africano errante (se distribuyeron por todo el mundo en relativo poco tiempo, en distintas oleadas, desde los cromañones – hace unos 45.000 años, cuando llegaron a Europa- a los pueblos nómadas del Mesolítico, muchos más tarde, de los que descendemos).

Que sapiens era inteligente, lo sabemos (aunque a veces le neguemos al vecino este talento). Que iba a modificar el mundo a su antojo, también. Impuso, mejor dicho, su voluntad a la naturaleza. En su viaje, aupado por el tiempo, el fuego y el creciente encéfalo, modificó la tierra, los ríos, las plantas, los animales...

Ha sido la especie que no se adaptó a los cambios climáticos, sino que los superó, aprovechó, e incluso ha creado o acentuado uno de ellos, y esto es inaudito, rompiendo milenios de inocencia sufriente (como está ocurriendo con el actual calentamiento).

Todavía se discute cómo surgió la mente humana, el pensamiento simbólico, la inteligencia tecnológica, el arte, la poesía, el invento evolutivo que ha logrado cosas increíbles para cualquier ser vivo terrestre o marino.

No sabemos si fue un proceso gradual o lo que llaman una fulguración, algo que surgió de repente. Hoy tenemos evidencias de que esta "inteligencia humana", además, la compartimos con otras gentes del género homo, como el musculoso y pálido neandertal.

Muchos paleontólogos, no obstante, piensan que en el génesis de estos alucinantes homínidos bípedos la alimentación pudo tener un papel clave. Si algo nos diferencia del resto de animales es nuestra capacidad craneal, la masa encefálica, las conexiones neuronales y su complejidad, la imaginación, la rebeldía biológica, el uso de la tecnología y de una cultura que logró cohesionarla y transmitirla. Y este ordenador de la evolución necesitaba y sigue necesitando muchas baterías de proteínas, grasas, carbohidratos, para funcionar en el día a día.

Retrocedamos unos libros antes en la Biblioteca de la evolución. Todo empezó como tal vez termine: con un cambio climático. Modificó el rumbo de nuestro linaje y, visto lo visto, el del resto de seres vivos...

Adiós jungla, hola sabana

Los bosques africanos empezaron a menguar, los incendios abrieron espacios, sabanas, nuevos cielos abiertos. El mundo frutal de los primates, con los que compartimos casi la totalidad de los genes (hasta un 99% con los chimpancés), se dividió para siempre.

Algunos monos se quedaron en los reductos selváticos. Siguieron comiendo frutas, hojas, tallos frescos, continuaron su destino evolutivo en el paraíso (como los actuales gorilas). Otros practicaron esporádicamente la caza, como los chimpancés, y hasta inventaron arcaicas formas de guerra también en la selva.

Pero hubo una rama evolutiva, y aquí está el punto de inflexión, en la que sus miembros decidieron aventurarse por los nuevos territorios abiertos. Incautos y curiosos peludos, caminando erguidos tras las columnas de humo, donde crecía luego la hierba a ras de suelo, en un lugar más bien peligroso, con nuevos depredadores, menos árboles a los que subirse, pero también con novedosas fuentes de alimento.

No está claro cuando empezaron a caminar erguidos con sus piernas cortas y por qué lo hicieron los primeros australopithecus, pero seguro que les fue útil en esos espacios abiertos. Al haber menos comida tendrían que recorrer más kilómetros, y ser bípedo pudo ser una ventaja.

Así empezaron algunas modificaciones substanciales (ya en los arcaicos australopithecus anamensis se perciben en sus dentaduras cambios en la dieta). Y esos monitos asustados, animales torpes, aún vegetarianos, que se parecían en su inusual andadura a los primeros peces que decidieron un día salir al fango terrestre, hicieron en algún momento uno de esos descubrimientos que lo cambió todo...

Allí entró la carne en la dieta, y las grasas, fuentes de energía y de proteínas que, según afirman paleontólogos como José Luis Arsuaga, el director científico del Museo de la Evolución Humana, pudieron modificar la estructura cerebral de estos ancestros. Y quizá todo se debió a una confusión. Los primeros homínidos cascaban nueces con piedras. Al partir este "chimpancé" erguido un hueso en lugar de un fruto seco se encontraría con el calórico tuétano bien conservado en el interior.

Allí, en la sabana seca, en el pedregal, empieza también la industria lítica, que se dedicaría a la caza, la recolección, la cocina y la defensa (con una técnica arcaica al principio que los arqueólogos llaman "modo uno", algo sencillo, golpeando una piedra y utilizando luego las lascas desprendidas a modo de cuchillo).

Una industria que se iría volviendo más compleja y que nos diferenciaría del resto de primates y seres vivos. Tal vez estos homos empezaron carroñando los restos del festín de otros depredadores, haciéndolo al mediodía, se especula, en mitad de la canícula, cuando incluso las fieras más temibles descansaban (al caminar erguidos toleraban mejor la insolación).

Partieron los huesos con piedras, tomarían las partes blandas, o matarían pequeñas presas; estuvieron llevándose, en definitiva, cosas raras a la boca, en un territorio con menos recursos vegetales. Una cosa parece clara: pasaban hambre, la forma más común de extinción.

Descubrieron de este modo una nueva fuente de alimentos que les libró de morir en el nuevo medio durante las sequías y que los hizo prosperar; estos primeros homos iniciaron al principio la aventura sin su gran compañero, el que les abriría las puertas del mundo y daría el gran empujón al cerebro: el fuego (se especula que fue neandertal el primero en dominarlo con maestría, pero existe mucha discusión por falta de evidencias).

Nuestros ancestros más lejanos eran de steak tártaro un poco podrido, de tubérculos, raíces, granos duros, bulbos que rescatarían de la arena. El descubrimiento de la carroña como fuente de alimentación ha sido catalogado por algunos especialistas, como Arsuaga, en su libro Los aborígenes, como "el acontecimiento fundamental en nuestra evolución", ya que este plus nutricional, si bien no trajo consigo de per se la inteligencia humana, pudo ayudar a que esta se diera o que existieran los elementos energéticos necesarios para que otros factores la dispararan.

El cerebro es el órgano que consume más energía, y la necesita además con urgencia. Se lleva más del 20% de lo que comemos y siempre compite con el estómago (pruebe a escribir poesía después de un cocido). Y para poder invertir en él, y hacer luego cosas como pintar las cuevas de Altamira, se necesitaba algo más que las bayas que tomaban en el bosque primigenio. De este modo, según esta teoría, pudieron desarrollarse el encéfalo y sus redes, y retroalimentarse con otros factores, ya fueran genéticos, culturales, climáticos, o evolutivos.

El homo mutante

Hombre de Cromañón.
Reconstrucción artística del hombre de Cromañón. Autor: Cicero Moraes. Wikimedia Commons.

Las mutaciones mejor adaptadas al consumo de los nuevos nutrientes, junto a los cambios que se dieron (como reducir el tamaño del estómago y así su competencia energética con el cerebro, o el número de dientes), fueron transmitidas entre generaciones, pues fueron más exitosas y marcarían los siguientes patrones evolutivos.

Al disponer de instrumentos afilados podían quebrar las duras pieles y músculos, acceder a áreas con mayores valores nutricionales, como la médula ósea (fuente brutal de energía), y más tarde matar presas más grandes y conseguir excedentes. Por la intercesión de las proteínas, el cerebro se iría modificando, creciendo, potenciándose... También habría momentos de antropofagia o canibalismo.

Esto empezó a fraguarse muy lentamente, hace aproximadamente 2.5 millones años. Luego vendría el fuego (especialmente cuando los homos abandonan el cálido continente africano y lo necesiten para sobrevivir en latitudes frías), lo cual permitió una alimentación más eficiente y fácil de digerir.

Prueba de ello es que en cuanto aparece el fuego los homos empiezan a disminuir la potencia masticatoria. Se volvieron más complejos, socialmente resilientes, flexibles y capaces de adaptarse a multitud de lugares y climas.

La marcha de esta odisea nos llevaría a ser los grandes cazadores del Pleistoceno (con permiso del león y el oso de las cavernas), especialmente con los neandertales y también los cromañones. Fuimos la primera especie en transferir nuestra evolución a la tecnología. Cazamos y comimos carne sin tener garras ni colmillos. Comimos cereales porque inventaríamos molinos. Y quizás todo se debió a un pequeño cambio en el orden de las cosas y en nuestra dieta.

Tanto cazaríamos que se dice que gran parte de la megafauna americana y australiana (animales dignos de una saga de Tolkien, como el perezoso gigante o el smilodon o tigre de dientes de sable) serían exterminados por el avance de esos homínidos.

Pero nunca hubo, sin embargo, una única dieta, sino muchas de ellas, muy flexibles, en función del hábitat recién conquistado y de la estación o el clima. Si escaseaban los recursos por la sobreexplotación o por nuevos cambios climáticos, serían más tipo cazadores-recolectores, parecidos a los que quedan en algunas regiones del mundo, muy atléticos y apoyados en animales con pocas grasas y tan atléticos como ellos.

Como aún no había sido inventada la agricultura, muchos de estos pueblos errantes dependían en gran medida de la carne, especialmente en las zonas del norte -como las que habitaban los neandertales, seguramente la especie humana más carnívora que haya existido- o durante las estaciones secas.

Un nuevo capítulo en la 'Biblioteca de la evolución'

Así que nuestros ancestros, los inventores de la parrillada, eran carnívoros por una casualidad, por un descubrimiento que les dio una ventaja evolutiva, por una cuestión de escasez de materias primas y no por un designio biológico.

Esto refuta la teoría de que si la carne fue una de las piedras angulares de la evolución hoy deberíamos seguir tomándola en las mismas cantidades que ellos hasta terminar con la vida en la Tierra (su consumo está detrás, en una parte importante, de las fuerzas impredecibles del nuevo cambio climático).

No parece tener mucho sentido, en un mundo donde la tecnología ha logrado justo lo contrario a lo que ocurría en aquella sabana ancestral (actualmente tenemos una cantidad de materias primas nunca vista, numerosas fuentes de proteína vegetal, por ejemplo), apelar a una supuesta 'paleodieta', como algunos dicen.

Ellos no sufrían obesidad o diabetes. El llamado "mono obeso" vendría mucho más tarde con el sedentarismo y los azúcares refinados. Practicaban deporte como deportistas de élite. Su dieta, como lo es hoy la nuestra, era su medio.

Y quizás este sea otro de esos momentos claves de la evolución, tan importante como cuando salimos de la jungla, o vimos aquella chispa de fuego, o nos cruzamos con un irreconocible hermano neandertal...

Estamos escribiendo un nuevo capítulo en el hexágono de la Biblioteca evolutiva en el que nos gustaría leer, a la mayoría, que lo conseguimos, que salvamos este planeta. Que no terminó la aventura de esos monitos curiosos. Un capítulo que leerán con alivio nuestros hijos y nietos re-sapiens.

Tal vez sea este el momento de reducir el consumo de carne para salvar la bioesfera. Quizás sea el momento, aprovechando la tecnología, de regresar a casa, no como extraños o conquistadores, sino como cuidadores del edén.

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