Dominio público

A quienes matan y quienes mueren

Elizabeth Duval

Una mujer depositaba flores en el lugar donde en la madrugada del sábado fue asesinado Samuel, el joven que se encontraba de fiesta con una amiga y al que varias personas propinaron una paliza. EFE/ Cabalar
Una mujer depositaba flores en el lugar donde en la madrugada del sábado fue asesinado Samuel, el joven que se encontraba de fiesta con una amiga y al que varias personas propinaron una paliza. EFE/ Cabalar

A la primera enfermedad la llaman duda. Entra en el cuerpo a través de un sistema jurídico sublime y funcional, el mejor que hemos podido darnos entre todos, sustento y base de la civilización occidental, tótem irreprochable, avispero; inscribe en la piel palabras como "presunto" o "aparente", sintagmas de indicios barajados y respeto a los códigos de la información. La versión oficial que llegue después, cuando la duda desaparezca, no será en ningún caso una verdad absoluta, válida hasta el final de los días, sustitutiva de la duda que imperó hasta que no se supiera nada más: las versiones oficiales tienen ideologías, nombres, apellidos, armas, coartadas y brazos que administran y ejecutan, manos que caen. Hemos escogido que las ejecuciones las hagan unos y no otros, que la justicia se administre por ordenación y no por turba: a esto llaman algunos la presunta o aparente distinción entre lo bárbaro y lo civilizado; lo bárbaro, habremos de recordar, era lo extranjero.

Vamos a situarnos fuera de ese marco, para no vulnerar los códigos deontológicos de una profesión —la periodística— que ni siquiera es la mía. Cuando yo hable aquí de hechos no estaré hablando de sucesos ocurridos que alguien, con una máquina del tiempo, pueda ir a verificar; hablaré, como hablan todos, de ficciones y discursos, historias sobre lo sucedido y lo que no sucedió. Si pronuncio nombres no podrá interpretarse que hablo de personas vivas, muertas o asesinadas, sino de figuras que sólo existen en este texto. Si hablo de una sociedad cuyos miembros son capaces de reventar a golpes el cuerpo de alguien, motivados por rechazo intenso e irracional, repulsión, odio, seguirá planeando sobre nosotros la enfermedad de la duda, pues de esta sociedad yo no digo sino unas palabras "presuntas" o "aparentes"; afirmar que un mundo así fuera el nuestro le resultaría a cualquiera demasiado doloroso. Para aceptar el relato aquí presente tendríamos que asumir que en nuestra sociedad hay individuos que son asesinados por ser quienes son o amar a quienes aman. Negar que ese sea el motivo de sus asesinatos es lo que para algunos constituye la diferencia entre civilización y barbarie, inclinándose la negación más bien por lo primero.

Ya hemos dicho que este texto no pretende describir una realidad inaccesible, ni hablar de personas que existan más allá de las líneas, ni narrar hechos que puedan ser verificados. Así, entonces: Samuel, de noche, hacía una videollamada, o bien defendía a su amiga. Un chico joven fue el primero en señalar su cuerpo como diana. Entre siete y trece hombres —qué complicado delimitar el número en la imaginación— se acercaron para tomarlo como saco de boxeo. Podemos visualizar a todos estos chicos alternándose, tomando turnos, jugando a ver quién golpea más rápido y quién grita más alto "maricón"; podemos pensar que se repartían el cuerpo y sus secciones para reventarlas todas con mayor habilidad y destreza. Cuando ya había sido suficiente abandonaron el cuerpo a su suerte. El corazón dejó de latir.

Resulta que en España hay agresiones al colectivo LGTBI de forma más o menos constante; en los últimos años, además, han ido en ascenso. Yo no presupongo que todo haya ido necesariamente a peor en los últimos años: tenemos al mismo tiempo una mayor libertad y conciencia de lo que es una agresión —lo cual lleva a que aumenten las agresiones reportadas, pero quizá no tanto las sucedidas— con un clima genuinamente más hostil, ligado a la irrupción de ciertos discursos en el debate público. Sobre las palizas al colectivo escuchamos hablar cada pocos días. Los agresores suelen frenarse antes de matar, por temor a las consecuencias, pero que alguien no frene nos parece imaginable. Es posible. Acaba de suceder.

Imaginen, ahora, que el padre del asesinado declarara que en su casa la víctima "nunca habló de su condición sexual". Que dijera que "lo que uno es o deja de ser es cosa de cada uno", que la identidad más íntima de su hijo no tenía dimensión social; que no habría que enarbolar bandera alguna ni ideología ante este crimen, y que su hijo no habría de ser "símbolo de nada".

Hay niños, adolescentes y adultos que en su casa "nunca hablarán de su condición sexual", por miedo a que no sean unos completos extraños quienes les propinen la paliza que acabe con sus vidas, sino sus propios padres. Matar a alguien a golpes, abatirlo, no es la única forma de asesinarlo: también los hay que lanzan a sus hijos a la calle y al frío, abandonándolos a su suerte como quien se deshace de la basura. Cuando alguien puede ser asesinado al grito de "maricón", lo que uno es o deja de ser no puede nunca más ser cosa de cada uno. No somos nosotras quienes escogemos una violencia correctiva que aspira a suprimirnos del ordenamiento social: quienes instalan esos golpes y la reacción instintiva ante ellos, la supresión, la columna recta o la cabeza agachada, el escalofrío, siempre son los otros.

Escóndete, decían —cuestión de kinésica— los asesinos a su víctima. Porque cada uno, con su orientación sexual —palabras de Vox en Huesca—, en su casa y en su cama. Ni participes de esta caricatura denigrante, ni alces la voz: censura preventivamente toda palabra que por tu muerte se indigne. Respeta los deseos de la familia biológica e ignora aquellos de la escogida. A partir de ahora, pues, no te muestres, no vaya a ser que te maten —porque matan, siempre, por lo que han visto, por lo que hemos parecido, por su interpretación de las cosas—; si la persona que eres es demasiado evidente, siempre tendrás en la cabeza el recuerdo de aquel pobre chico al que, por homosexual, trece personas golpearon hasta morir.

Yo nací en Alcalá de Henares, pero de adolescente tenía "prohibido" ir a las fiestas locales. Cuestiones de admisión tácita: allí habitan o dominan los nazis, y el miedo a una paliza —o a la muerte— puede ser superior a las ganas de vivir. Es su territorio conquistado y en terreno enemigo no se entra. A veces, con mi pareja, por la calle, puede ocurrir que nos separemos ligeramente de noche, para que no se acerque ningún hombre a dos mujeres que caminan demasiado juntas; y, sobre todo, para que no vaya a más, para que nunca vaya a más, para que no escale. Cualquier persona del colectivo, antes de escuchar la historia de Samuel, ya ha tenido miedo de morir así; cualquier mujer, casi antes de ver las noticias, ya ha sido invadida por ese miedo instintivo, con sus rituales —la primera enfermedad, la duda, inoculada—, con la necesidad de mandar un mensaje al llegar a casa, el acompañarse para no caminar demasiado solas por el mundo. Algunas tenemos la suerte de sólo haber tenido miedo; otras tantas amigas no pueden decir lo mismo. Alguien se empeñó en romper hace tiempo un cuerpo y el mundo creyó que los cuerpos ya heridos no estaban lo suficientemente rotos.

Imaginemos que un padre comprende mejor a quienes matan a su hijo que a quien muere. Imaginemos que la rabia de quienes matan queda limpia tras la confesión, exculpada; imaginemos un mundo que nos dice que ante ellos hay que mostrarse comprensivas, magnánimas, justas. Imaginemos la desolación de aquellos que mueren, aunque a pesar de todo sigan vivos.

Es fácil dejarse llevar por una tentación punitivista, de justicia retributiva: a hueso quebrado corresponde hueso quebrado. Hoy hay víctimas que se imaginan como verdugos, rompiendo el alma y las costillas de quienes han osado acabar con la vida de un inocente. También algunos, bienintencionados, solicitan la cadena perpetua para los asesinos. Lo que se esconde detrás es la misma voluntad de que la justicia se administre y se ejerza, de distinguir entre lo bárbaro y lo civilizado. Y a cualquiera de estos impulsos hay que resistir.

Una justicia que rompa tiene que administrarse a través de la transformación. Hay amores, como ángeles terribles, que no escogen en el pecho esconder sus alas; también escribió Cernuda sobre cómo, sobre adolescentes mutilados, "las manos llueven, / manos ligeras, manos egoístas, manos obscenas". No sólo debió ser un golpe físico tras otro: alguien dice, y nosotros imaginamos, que no pararon de llamarlo maricón mientras lo hacían. Las palabras llueven, perforan, asesinan.

No pararemos hasta que hayamos transformado el mundo en algo habitable, hasta disipar a cualquier juez que exija que callemos aquello que ni podemos ni queremos ocultar. En las concentraciones por la muerte de Samuel brotan de cada persona banderas de la politización, como si fuesen flores, pero la politización no es venganza; ya no podremos reparar la muerte sobrevenida, pero sí señalar a los agresores y gritar, bien alto, que la justicia se exige y que ellos ya han administrado la suya lo suficiente. Su mundo, el de quienes matan, es el pasado que debe extinguirse; el nuestro, el de quienes mueren, germina de y entre todas las heridas. Samuel es un símbolo, como lo fue en su día Sonia Rescalvo Zafra, mujer trans asesinada en otra paliza brutal por el mero hecho de serlo. No podemos permitir que más corazones dejen de latir, ni que todas las noches otros miles se aceleren por miedo. No se cortarán más vidas ni se acabarán más tallos; justicia para Samuel, en el mundo de los textos de ficción o en cualquiera de los mundos posibles e imaginables en los que aún puedan ser concebibles estas atrocidades.

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