Dominio público

Yo, vieja

Manuela Carmena

Exalcaldesa de Madrid

'Público' adelanta en exclusiva el prólogo de Manuela Carmena para 'Yo, vieja. Apuntes de supervivencia para seres libres' (Capitán Swing), a cargo de la escritora Anna Freixas.

Me he leído el libro de tirón. Gracias, gracias, Anna. Me ha hecho mucha gracia el catálogo de consejos que nos das a las mujeres mayores. Y esto, en sí mismo, resulta algo relevante. Quizás no suficientemente reconocido, lo cierto es que las mujeres hemos tenido que pelear también, entre otras muchas cosas, por que se nos conociera como tales. Pelear por que se conociera, y conociéramos, nuestra propia biología, con lo que tiene de grandioso, diferente y singular.

Conocer, y entender, nuestros propios comportamientos físicos. Había que aprender sobre nuestro funcionamiento orgánico en general y sobre lo que todavía es más importante: nuestra tan desconocida sexualidad. Algo sobre lo que la tradición venía corriendo como mínimo un tupido velo, cuando no recurría, con ancestral crueldad, al intento de su anulación. Conviene no olvidar que la terriblemente cruel práctica de la extirpación del clítoris no es algo salvaje y exclusivo de algunas de las sociedades del continente africano. Durante el siglo xix, y hasta a principios del xx fue nada menos que una prescripción técnica de ilustres doctores europeos y americanos, que tuvieron el valor de esgrimir que el orgasmo femenino, ni siquiera identificado por supuesto como tal, era solo expresión de algo que llegaron incluso a identificar como enfermedad: la histeria. Encuentro en internet la cita de un médico ginecólogo inglés quien, en 1866, defendió públicamente la ablación del clítoris como remedio a la enfermedad de la histeria. Qué expresión de su ideológica dolosa ignorancia.

¡Qué necesario es que todo esto se investigue y se estudie!

Sí, es esencial que lo estudiemos, que recordemos el sufrimiento femenino que ha venido causando esa mezcla letal de prepotencia e ignorancia, tan enraizadas en el ancestral machismo. Incluso llegó a inventar aquella fantasía de la teología cristiana de que la mujer era un ser biológicamente imperfecto, que había perdido su pene, el cual solo recobraría al entrar en el paraíso. Eso, quedaba claro, si había sido buena y se lo había ganado. Que sórdida imagen daba también esa narcisista fantasía de paraíso hermafrodita. Con esa visión resultaba difícil competir con un islamismo, igual o aún más machista, pero que prometía a los hombres un paraíso con huríes.

Todas esas barbaridades, unas solo teóricas y otras con mayor crueldad práctica añadida, no solo crearon en las mujeres un desconocimiento social tan fuerte sobre ellas mismas, sino que contribuyeron, durante siglos, a crear un manto de ocultación, más allá del misterio, sobre el cuerpo femenino. Este devenía en sí mismo objeto de pecado, ¡incluso para la mujer misma! Tanto es así, que las mujeres llegamos a cuestionarnos nuestra propia estructura orgánica, e incluso nuestras propias sensaciones, que ni siquiera nos atrevíamos a reconocer ni indagar. En ese marco tan negativo, cuando no aberrante, de pecado y maldición, hemos tenido que salir adelante, desprendiéndonos de la mochila histórica que nos atenazaba. Así, hemos ido aprendiendo lanzándonos a experimentar, con nosotras mismas y con otr@s, unas de otras, aprendiendo de nuestras confidencias y de aquellos conocimientos que, sustentados muy especialmente por mujeres médicas o por algunos hombres médicos absolutamente apasionados por el entendimiento femenino, nos han dado algo de esa luz que nosotras necesitábamos. Lo que nos hacía falta, hay que ver qué paradoja, para conocernos a nosotras mismas.

Como te decía al inicio, Anna, gracias por tu libro, lleno de sabios consejos. Me ha gustado eso que recomiendas a las mayores, a las que ya no somos tan jóvenes. Nos dices que nos acordemos de peinarnos por detrás, después de haber estado ricamente hundidas en un cómodo sillón. Pues sí, ahora que tú lo dices, me doy cuenta de que a mí me ha pasado eso de levantarme con un poco de cresta trasera. Y eso, ¿por qué pasa, Anna? ¿Se vuelve el pelo también un poquito más perezoso? En otras cosas, que se notan más, quizás hacemos más esfuerzo por mantenernos ágiles. Pero, ante el pelo, reconozco que no lo controlamos, ni con las canas, que a saber de dónde y de qué provienen (creo que los hombres tampoco lo saben) ni en su acomodo, que solo las peluqueras/os dominan.

Bueno, quizás será obligado reconocer que nos hemos hecho viejas. Es curioso eso de la vejez, tan evidente y que a la vez puede resultar tan falso, al menos como sensación. Ni me ha gustado nunca el término, ni nunca lo he sentido como tal, pese a mis 77 años. Durante mucha parte de mi vida he estado acostumbrada a que era la joven, la pequeña dentro de los grupos a los que me iba incorporando, encaramándome a un mundo de mayores. Ese proceso ascendiente pasó, sin duda, pero ha marcado mi trayectoria. Incorporarme a la cabeza de una candidatura en marcha con miembros que podrían ser mis hij@s quizás constituyó un aldabonazo de realismo. Era sin duda la mayor y con diferencia. Sin embargo, ni aun así me sentí distinta. Era la de siempre. Mi cuerpo es diferente, está más deteriorado, más arrugado, pero yo en mi yo más íntimo no me siento diferente. Creo que es bueno. En símil deportivo se diría no tirar la toalla.

Entiendo mucho todo lo que cuentas en tu libro. Yo he hecho y sigo haciendo cosas que parece que la sociedad ya no nos reserva a l@s viej@s. Estoy convencida de que las podemos hacer igual de bien, o mejor, que los que tienen menos años. No se trata de decir que la experiencia fuera una baza inalcanzable por las más jóvenes. Pero sí una afirmación, al contrario. L@s más jóvenes pueden ser más baratos si las mayores han generado un reconocimiento en la mochila, que se convierte en algo muy «caro» para las grandes empresas. Estas están dispuestas a desaprovechar la experiencia, con lo que cuesta adquirirla. No obstante, esa dilapidación presenta el mayor problema al traspasarse a la sociedad, que tiende igualmente, o en mayor medida, a minusvalorar la aportación de l@s mayores, de quienes tendemos a llamar viej@s. Las mujeres, que han tenido tanta dificultad para alcanzar el reconocimiento, la encuentran aún en mayor grado para superar la simplificación clasificatoria de los calendarios biológicos.

Siendo alcaldesa, se hizo una de tantas concentraciones de protesta delante del edificio del ayuntamiento. Bajé, como otras veces, a ver qué pasaba. Se había reunido un grupo de alborotadores, seguramente vinculados al Partido Popular. Comenzaron a gritarme: «¡Vieja, vieja, vieja roja!». Esperé a que acabaran de gritar y los saludé cordialmente. La sorpresa los calló. Les dije que sí, que, aunque ellos habían utilizado lo de vieja como insulto, no lo era. Efectivamente, estaban en lo cierto, yo sí era vieja. Sin embargo, en términos más empáticos, yo era efectivamente una señora mayor que, les añadí, podía tener alguna ventaja. Precisamente por eso de haber vivido más años, había vivido en una dictadura y había sido de aquellos que, oponiéndose a esta, habíamos contribuido a traer a España la democracia. Esa democracia a la que todos debíamos cuidar y que era la que, precisamente, les permitía a ellos expresarse, criticar y criticarme. No estaban acostumbrados a que nadie les razonase y en menor medida les respondiese cariñosamente. Algunos mayores sabemos, y nos gusta especialmente, hacerlo.

Sí, la experiencia es algo extraordinario. Es, como a mí me gusta decir, una grandísima mochila que nos permite tener más recursos, ser más sabios, más prudentes y todavía, lo que es mejor, ser más creativos. Tenemos, y valga el símil, más pinceles y más colores para dibujar, y representar, mucho de lo vivido.

La vejez, suelo argumentar, puede ser todo eso. Ello, sin duda, si el deterioro de la carcasa corporal no ha avanzado sensiblemente, ni el cerebro ha dejado de procesar. Si es así, la vejez puede ser esa etapa dichosa, libre y creativa, que nos haga disfrutar. Eso sí, aparece otra condición, que será difícil de recuperar del todo si no la hemos practicado antes, siempre que hayamos vivido conscientemente cada paso de nuestra vida. En cierta medida, somos responsables de nuestra vejez lo mismo que, cuando nos hacemos adultas, somos responsables de nuestra cara, de nuestra imagen.

Cuando yo tenía 15 años, llegaba a mi casa la revista Blanco y Negro, que era como el suplemento dominical del periódico ABC. En esa revista escribía una escritora que yo adoraba: Begoña García de Diego. En uno de sus artículos («Di que sí») decía que, cuando nos hacemos mayores, somos responsables de nuestra cara. Bueno, eso lo decía la escritora en los años sesenta del siglo pasado y no sé si ahora podría seguir afirmándose, con el gran desarrollo que ha tenido desde entonces la cirugía plástica. Respecto a esto, también mientras fui alcaldesa pude constatar, en los actos sociales en que había muchas mujeres de un muy alto nivel económico, que todas se parecían mucho entre sí. En un primer momento, podían incluso confundirse con sus propias hijas.

Pero, si esto es así, si somos responsables de nuestro semblante exterior, lo somos, y en mucha mayor medida, de nuestra mochila interior. Por eso, Anna, me gusta sumarme, en este rincón del prólogo de tu libro, a tu enseñanza para la vejez.

En primera persona te digo, y os digo a todas aquellas que nos leáis, que la vejez puede ser una etapa maravillosa, libre, sin ataduras, sin jefes, con capacidad para organizarnos a nosotras mismas, para absorber nuestra mochila llena, para contar, para profundizar, para crear.

Fue en el verano pasado cuando me pediste que te hiciera este prólogo y yo me puse a ello. De pronto, me escribiste diciendo que lo dejara. Te había pasado algo. Luego, más tarde, lo supe. Habías vivido la inmensa pérdida de tu compañero de vida. Archivé el borrador y ahí quedó con una interrogación, con un vacío, que creo que tú misma no habías contado. Sí, la vejez es esa época de la vida que puede ser dichosa, pero en la que también nos podemos encontrar con el dolor. El dolor que vivimos, que siempre tratamos de esquivar pero que sin duda está ahí, en la vida misma. El dolor de las inevitables separaciones de l@s que queremos y, en cierta medida, de nosotras mismas.

¿Cómo hacerlo? ¿Cómo hacerlo bien? Para eso no hay recetas, ni quizás consejos.

No sé, nos quedan incógnitas que quizás solo podamos afrontar con la argamasa de la felicidad construida, con ese esfuerzo de creatividad para no desaprovechar todo aquello tan bueno de la vida vivida que no queremos olvidar nunca.

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