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ADELANTO EDITORIAL

Historias de Bosnia-Herzegovina

Extracto de ‘La piedra permanece’, el último libro de Marc Casals, periodista que lleva viviendo en los Balcanes más de 15 años, y con el que aspira a tirar por tierra algunos tópicos, como el supuesto carácter belicoso de sus habitantes

Marc Casals 18/09/2021

<p>El artesano Omar Krasnić posa junto a algunas de sus obras en su estudio situado en las colinas de Sarajevo. </p>

El artesano Omar Krasnić posa junto a algunas de sus obras en su estudio situado en las colinas de Sarajevo. 

Ömer Ördağ

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Marc Casals, “nuestro hombre en Sarajevo”, publica estos días La piedra permanece (Libros del K.O.), un puñado de “historias de Bosnia-Herzegovina” –así reza el subtítulo– en el que destila buena parte de lo observado y aprendido durante su prolongada estancia en este país, en el que reside desde hace ya un montón de años. El libro ofrece un panorama de la historia, la cultura y de “las diversas facetas de la poliédrica realidad bosnia” a través de los destinos a menudo dramáticos de dieciséis ciudadanos “de a pie”. Se trata de lo que en antropología se entiende por un “trabajo de campo”, realizado sobre el terreno, a partir de un conocimiento directo de las personas retratadas y de sus circunstancias. Una serie de perfiles soberbiamente dibujados sobre un trasfondo en cuya riqueza y complejidad se profundiza a medida que se avanza de uno a otro. Los lectores de CTXT ya tienen constancia de la agudeza y eficacia con que Casals acierta a presentar a los escritores y artistas de que se ha venido ocupando en muchas de sus colaboraciones para esta revista.

En La piedra permanece, libro de lenta y cuidadosa elaboración, que pisa un territorio fronterizo entre la crónica personal, el reportaje, el libro de viajes y la narrativa de no-ficción, la precisión de la mirada se compadece con el rigor y la tersura de la escritura y el resultado es un testimonio veraz, contundente, conmovedor, que trasciende ampliamente el aliciente periodístico para constituir una lectura a ratos absorbente, de consistencia inequívocamente literaria. La piedra permanece se suma a una ya significativa lista de libros sobre los Balcanes escritos por autores españoles (Alfonso Armada, Juan Goytisolo, Isabel Núñez, Miguel Roán, Clara Usón, etc.) pero, aunque empleado de muy otra manera, su método recuerda al de Naipaul en sus libros sobre Oriente y el Islam: ver y escuchar a las personas antes de hablar. “Un espíritu de Sarajevo”, el capítulo que prepublicamos a continuación, es el segundo del libro, y es una muestra sobradamente elocuente de lo hasta aquí dicho.

Ignacio Echevarría

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Un espíritu de Sarajevo

 

Con los ojos entrecerrados, contemplé cómo Sarajevo, tan destruida, tan amada, tan querida como nunca antes, se elevaba sobre la tierra, levantaba el vuelo y se alejaba, volaba allí donde todo era dulce y tranquilo, volaba a lo más hondo de la realidad donde podía ser amada y soñada.

- Dževad Karahasan, Sarajevo. Diario de un Éxodo.

 

Todas las ciudades con solera tienen su propia mitología y Sarajevo no es una excepción. La leyenda sarajevita se ha construido sobre dos pilares: la convivencia entre etnias, zaherida tras el conflicto bélico, y la explosión de creatividad que vivió en los años 80. A lo largo de la década, Sarajevo –hasta entonces una oscura capital de provincia– se convirtió en uno de los centros más dinámicos de Yugoslavia gracias a la aparición de una serie de artistas que la consagraron como universo singular. El más conocido es el cineasta Emir Kusturica quien, en su primer largometraje, ¿Te acuerdas de Dolly Bell?, con guion del poeta Abdullah Sidran, fijó todo un canon de Sarajevo. La película cuenta el paso a la madurez de un adolescente que vive en los barrios de las colinas y, en ella, la ciudad al fondo del valle aparece como un personaje más.

El paisaje de los 80 también estuvo marcado por el “Nuevo Primitivismo”, un movimiento contracultural descrito por uno de sus fundadores como: “La primera bala disparada en Sarajevo que ha acertado en el blanco desde que Gavrilo Princip mató al Archiduque”. Esta alianza de inconformistas se dedicó a subvertir las convenciones de la época a través de la música –con la formación de grupos garajeros como Elvis J. Kurtović & His Meteors o Zabranjeno Pušenje– y el humor del legendario colectivo Top Lista Nadrealista. A través de sus delirantes sketches entre lo cotidiano y lo absurdo, Top Lista Nadrealista popularizó un ingenio de guerrilla que recuerda a unos Monty Python sin la pátina intelectual, porque no eran licenciados de college británico, sino chavales de periferia inventándose gansadas con las que eran los primeros en troncharse.

Los integrantes de esta escena tenían en común el sarajevismo militante y un deseo de reflejar con humor la cotidianidad local usando la jerga de las barriadas. Sin embargo, con la guerra estallaron disensiones entre sus cabezas más visibles. Por coquetear con el nacionalismo serbio, Kusturica terminó enfrentado con su guionista, Abdullah Sidran, quien, a su vez, había pasado de componer poesía lírica a odas en honor del líder nacionalista bosniaco, Alija Izetbegović. La discordia también surgió entre los Nuevos Primitivos. Su rostro más popular, Nele Karajlić, temía sufrir represalias por su condición de serbio y huyó de Sarajevo a Belgrado, mientras la mayor parte del grupo se quedaba en la ciudad rodando sketches de un humor negrísimo: para quitarle hierro al asesinato de cientos de sarajevitas mientras buscaban agua en las fuentes, se inventaron la prueba olímpica de los 100 metros con garrafa, cuyos participantes debían alcanzar corriendo la meta sin ser derribados por los francotiradores.

En la Sarajevo de posguerra el viejo espíritu apenas sobrevive: los rebeldes de los 80 se han convertido en viejas glorias sin mucho que decir y, con la llegada de provincianos y el avance del islam, la ciudad se ha vuelto más recatada y conservadora. No obstante, si uno presta atención, en los márgenes encuentra trazas de la antigua Sarajevo, sobre todo en la jerga y la voluntad de afrontar incluso las mayores pesadumbres a través del humor. Quedan también algunas tabernas donde los veteranos se reúnen con las nuevas generaciones para entonar los clásicos del rock de los 80, que todos conocen al dedillo. En estas reuniones, que pueden alargarse hasta que amanece, no es extraño que quien toque la guitarra y lleve la voz cantante sea Omar.   

Los antepasados de Omar eran originarios de Anatolia y llegaron a los Balcanes a mediados del siglo XV, con las tropas del Imperio otomano que conquistaron Bosnia-Herzegovina. Según el relato transmitido entre generaciones, la familia proviene de tres hermanos que se habían alistado en el ejército del sultán, uno de los cuales murió en la campaña bélica. Deseoso de proclamar la conquista de una ciudad recién tomada, se encaramó a lo alto de una torre para llamar a la oración vespertina y su ardor de guerrero de la fe le convirtió en un blanco fácil: al avistarle, un soldado bosnio en retirada desenfundó su mosquete y le abatió de un disparo en el pecho.

Durante más de dos siglos, la estirpe de Omar guardó las fronteras del Imperio apostada tras los murallones de Klis, fortaleza construida sobre un peñasco tan abrupto que, según la leyenda, una reina exclamó al contemplarlo: “¡Ah, qué bello caballo, si solo estuviese ensillado!”. De este linaje batallador, Omar ha heredado un aspecto intimidante: cogote abultado y carnoso, facciones ásperas de guerrero de la estepa y, anudado en la cabeza, un pañuelo de pirata. A quien contempla cohibido su estampa no le sorprende que sus amigos le llamen “El jenízaro”, como a los soldados de élite del ejército otomano que llegaron a las puertas de Viena.

Omar creció en la Sarajevo más tradicional, en concreto en la mahala de Vratnik. Las mahalas son antiguos barrios monoconfesionales que ciñen Sarajevo desde las colinas, aglomeraciones de tejados rojos que se precipitan en cascada sobre la ciudad. Cada mahala es como un pequeño mundo, un laberinto de callejuelas soñolientas y taciturnas que solo alteran los ladridos de los perros o el canto del muecín. Deambulando por estos barrios olorosos a carbón y leña, apenas se nota la presencia humana, salvo por algún grito de niño jugando dentro de los patios y las viejas que, acodadas en la ventana, escudriñan el mundo exterior.

La contemplación es un principio fundamental de la mahala. Los arquitectos Dušan Grabrijan y Juraj Neidhardt, discípulos de Le Corbusier, situaron entre sus rasgos principales lo que bautizaron como “derecho a la vista”, en virtud del cual, sin que ninguna ley lo codificase, los habitantes construían sus viviendas respetando el panorama del vecino. Antes que nada, este derecho a la vista buscaba ofrecer a las mujeres musulmanas, recluidas en las casas, la máxima distracción posible para aliviar su tedio. Sin embargo, para ambos sexos resulta liberador contemplar la extensión de Sarajevo por el valle, sobre todo cuando los minaretes encienden sus luminarias con el rezo del atardecer. Para quienes viven en las mahalas, el centro de la ciudad es algo cercano y a la vez hostil, el punto de fuga de su cotidianidad y un mundo que se rige por normas distintas.

Con el estallido de la guerra, los delincuentes de Sarajevo pasaron a ser los defensores de la ciudad, mientras los adolescentes campaban a sus anchas

Cuentan que el topónimo “Vratnik” tiene su origen en la palabra “vrata” (puerta), ya que por Vratnik las caravanas y ejércitos llegaban a Sarajevo y de Vratnik partían hacia Estambul. Como testimonio de la antigua fortificación de Sarajevo, en el barrio siguen en pie dos construcciones militares: la puerta de Višegrad, cuyo arco de herradura se consideraba el umbral de la ciudad, y el emplazamiento defensivo llamado “Torre Blanca”, según la leyenda construida con leche de vaca y claras de huevo. La realidad, más prosaica, es que, cuando el Imperio austrohúngaro se expandió hacia los Balcanes, las autoridades otomanas levantaron sobre la colina una fortaleza con la doble función de defender Sarajevo e intimidar a sus díscolos habitantes.

Los chavales de Vratnik como Omar crecían según las reglas de la calle y, bajo el nogal de la plaza, imperaba una jerarquía basada en la edad. Los adolescentes del barrio protegían a los más pequeños de los abusos y las palizas a cambio de pequeñas servidumbres: ir a comprarles cigarrillos al quiosco, vigilar que no llegase la policía en plena timba de póker o ejercer de recogepelotas en las pachangas de fútbol callejero. Entre los muros de la Torre Blanca, los chicos del barrio remedaban los derbis entre el Željezničar y el Sarajevo, los clubes emblemáticos de la ciudad. Sin embargo, el toque brillaba por su ausencia y, más que de partidos de fútbol, se trataba de un tumulto de chavales sobreexcitados en el que cualquier encontronazo desembocaba en tangana.

El otro pasatiempo de Omar y su pandilla era jugar a las guerras, para lo que se repartían en dos ejércitos con sendas bases de operaciones: unos se asentaban en la Torre Blanca y otros, en una cabaña de madera que habían construido en un bosque cercano. Con las ramas que habían arrancado de los árboles, tallaban arcos, flechas y cerbatanas, además de trazar estrategias buscando el flanco débil del enemigo. Si la ofensiva tenía éxito y el contrincante huía vapuleado, irrumpían en su cuartel para abalanzarse sobre el botín de guerra, compuesto de paquetes de tabaco marca Drina y revistas pornográficas.

La disposición de Sarajevo en anfiteatro, que garantizaba el derecho a la vista, podía convertirse en su mayor vulnerabilidad si un enemigo la cercaba. Omar tenía diez años en 1992 cuando, por los montes situados frente a Vratnik, oteó las figuras de las tropas serbias que tomaban posiciones sobre la ciudad. Su padre Abaz, resuelto a batirse, se alistó en la Liga Patriótica, la primera milicia fundada en Bosnia-Herzegovina, en la órbita del SDA, partido nacionalista bosniaco. La Liga Patriótica había reunido a un gran número de voluntarios, pero su entusiasmo contrastaba con una falta de pertrechos tan alarmante que Abaz le tuvo que pedir dinero a un amigo para hacerse con un rifle de caza.

Aunque contribuyó a repeler las primeras ofensivas contra Sarajevo, Abaz solo tuvo un mes para distinguirse en combate. Mientras descansaba del frente mirando la televisión, por delante de su casa pasó un convoy de ayuda humanitaria. Al franquear la Puerta de Višegrad, uno de los camiones se atascó y, mientras los integrantes del convoy intentaban desencajarlo, la artillería serbia les cañoneó desde los montes. Abaz se levantó del sofá dispuesto a echar una mano, pero, antes de llegar al umbral, la onda expansiva de un mortero hizo añicos el televisor y un vidrio de la pantalla se le clavó en el pecho. Omar y su familia suplicaron ayuda, pero los voluntarios de la Cruz Roja se negaron a entrar en la casa sin permiso de su superior y sus vecinos, que se habían lanzado a saquear el convoy, tampoco les prestaron auxilio. Cuando arrastraron a Abaz hasta el coche que le llevaría al hospital, había perdido demasiada sangre como para sobrevivir.

Ciego de rabia por la muerte de su padre, Omar canalizó toda su ira convirtiéndose en pandillero. Con el estallido de la guerra, los delincuentes de Sarajevo pasaron a ser los defensores de la ciudad, mientras los adolescentes, demasiado jóvenes para ser movilizados, campaban a sus anchas. Omar compró en el mercado negro una pistola y un arsenal de pequeñas bombas que conseguía por un precio inferior al de un paquete de tabaco. Se dedicaba a presumir de arma y hacer explotar los contenedores hasta que uno de sus compinches le arrancó la pistola de la mano y disparó contra dos policías. Para fortuna de Omar, ese día había cargado la pistola con balas de fogueo y el episodio se saldó con una simple multa. La mayoría de pandilleros con los que andaba en aquel tiempo de ofuscación perdieron la vida en reyertas y buena parte de los que aún sobreviven son adictos a la heroína.

Omar se salvó de caer en barrena gracias a la música: un amigo de la mahala le dejó un casete con el álbum Still Got the Blues, de Gary Moore, y le recomendó que lo escuchase en cuanto volviese la electricidad al barrio. Desde el primer riff, el disco le atrapó de tal forma que corrió a casa de su prima para que le prestase su guitarra. Al cabo de dos semanas de practicar los acordes básicos, reunió a varios de sus colegas y formó un grupo que actuaba en las fiestas que se celebraban durante el sitio. Quienes vivieron aquellas noches las recuerdan por su intensidad, porque cada instante podía ser el último. A lo largo del día, circulaban rumores sobre los barrios que tendrían electricidad al atardecer, así que había tiempo para organizarse. En sótanos resguardados de los bombardeos a los que cada cual traía lo que pudiese conseguir, Omar y los suyos interpretaban los éxitos del rock yugoslavo, que los asistentes coreaban a todo pulmón como si el mundo fuese a saltar por los aires.

Las actuaciones de Omar iban de boca en boca y alcanzó cierto renombre en Sarajevo, así que el ejército bosnio le invitó a dar conciertos a las tropas acantonadas fuera de la ciudad. Para escabullirse del sitio, utilizaba el llamado “Túnel de la Salvación”, una galería excavada bajo la pista del aeropuerto. Pese a resultar fundamental para abastecer la ciudad y permitir a sus habitantes burlar el cerco, el túnel era un pasaje claustrofóbico de 800 metros que Omar recorría con la espalda encorvada, fango hasta las rodillas y gotas de agua terrosa resbalándole por la frente. A la salida le esperaba un todoterreno militar que le llevaba al lugar de la actuación escondido en el maletero.

Tras la muerte de Abaz, la familia había abandonado la casa de Vratnik para trasladarse a un apartamento situado detrás de la plaza de Markale. Durante el sitio, este mercado se convirtió en el centro de la economía clandestina, donde los sarajevitas acudían para conseguir productos de cantidad, calidad y precio fluctuantes. La madre de Omar vendía ropa en Markale hasta que, una mañana de febrero, de repente atronó un bombazo y se encontró cubierta de sangre. Por suerte no era suya, porque había salido ilesa de la explosión, sino de las víctimas alcanzadas por el proyectil que había estallado entre los compradores.

Desde las colinas, Omar divisó una humareda sobre Markale y bajó corriendo por la ladera, temeroso de perder también a su madre. Cuando llegó sin resuello al mercado sintió un alivio colosal por encontrarla viva, mezclado con el horror ante la escena que contemplaba: por los mostradores ensangrentados había extremidades sin tronco y cadáveres de sarajevitas convertidos en guiñapos. Siguiendo su protocolo después de cada masacre, los sitiadores acusaron al gobierno bosnio de atentar contra sus propios ciudadanos para forzar una intervención de la OTAN, mientras los sarajevitas replicaban con mordacidad: “Si disparan y fallan, dicen que han sido ellos; cuando aciertan nos culpan a nosotros”.  

Como le ocurrió a tantos otros bosniacos, el infierno que sufría por el odio a la identidad musulmana despertó en Omar el sentimiento religioso y comenzó a adentrarse en el islam. El poeta Abdullah Sidran, que había pasado por la misma experiencia, la describió de forma gráfica: “No me di cuenta de que tenía garganta hasta que comenzaron a estrangularme”. Dentro del islam bosnio, Omar se interesó por el sufismo, su manifestación más heterodoxa. A los sufíes se debe parte de la islamización de la Bosnia otomana por su condición errante, que les empujaba a recorrer campos y ciudades predicando las virtudes de la fe. Tras medio siglo prohibidas por las autoridades comunistas, ahora las órdenes resurgían de la clandestinidad para atraer a numerosos bosnios con su misticismo esotérico.

En una ceremonia nocturna en la mezquita de Vratnik, bajo la tenue luz de los candiles, Omar se extasió contemplando a los sufíes sentados en corro acompasar su respiración hasta llegar al trance, mientras afuera las explosiones rasgaban la oscuridad. Resuelto a purificar su espíritu, emprendió el camino hacia del derviche bajo la tutela de un maestro. Sin embargo, el ardor espiritual no había sofocado ni su pasión por el rock ni su espíritu rebelde y acudía a las ceremonias con imperdibles en las orejas y una cresta de punk. Con todo, el motivo que le alejó de la orden fue su resistencia a aceptar el principio de sumisión al maestro: cuando empezó a cuestionar abiertamente los postulados de su mentor, vio que no había lugar para él en el sufismo. 

Por la creciente adhesión de los bosniacos al islam, desde el fin de la guerra se popularizaron las denominadas “ilahije”, himnos devocionales de origen sufí que se cantan sin acompañamiento o con un tambor de marco. Renacido en la fe, Omar dejó de lado el rock yugoslavo para formar el grupo Ankebut, “araña” en árabe, el nombre de una sura del Corán. Su repertorio consistía en ilahije de nueva composición con letras inspiradas en la poesía mística de Omar Jayam, Hafez de Shiraz y Rumi que Omar salpicaba de referencias a su paisaje cotidiano. En Soko sa Tabije (El halcón de la torre), Omar contempla un halcón, símbolo del alma, que se eleva de la Torre Blanca rumbo al Paraíso y describe su anhelo por cruzar al otro lado del valle planeando sobre Sarajevo: 

Eh da mi je samo jednom, (Si una sola vez pudiese,)

Poljetjeti sa Vratnika (alzar el vuelo desde Vratnik)

Pa letjeti do Bistrika, (y elevarme hasta Bistrik)

Pogledati na moj šeher… (contemplando mi ciudad…) 

Pese a alcanzar el éxito, Ankebut era una formación  iconoclasta que, en lugar de instrumentos orientales, estaba compuesta de guitarra eléctrica, bajo, teclados y batería. Además, sus cánticos religiosos solían ir acompañados de arreglos de blues, rock e incluso funk. Horrorizada por esta mezcla entre lo sagrado y lo profano, la Comunidad Islámica de Bosnia convocó una asamblea con un solo punto en el orden del día: las medidas a tomar para que aquellos extraviados dejasen de mancillar el nombre de Dios. Harto de la presión de los ulemas, sumada a la de la discográfica para componer temas comerciales, Omar se desengañó de la música y vendió su Stratocaster azul celeste. De su época religiosa conserva un vivo interés por la fe, si bien recela de los cultos organizados y se define como “un ateo espiritual”.

Tras finiquitar su carrera como músico, Omar se interesó por los oficios de la čaršija, el núcleo de las ciudades otomanas donde se concentraban la artesanía y el comercio. Por una maraña de callejuelas empedradas se desplegaba un variado mosaico de oficios –caldereros, orfebres, curtidores, talabarteros, encuadernadores, calígrafos, zurcidores, latoneros–, con predominio de la artesanía de metales, tejidos y pieles. Sometidos a un estricto régimen gremial, los oficios eran uno de los pilares de la riqueza de Sarajevo y sus tiendas de madera abiertas a la calle permanecen aún como símbolo de la ciudad. Andar por la čaršija significa verse envuelto en un martilleo de artesanos que labran el metal para decorar sus obras: potecitos de cobre donde se prepara el café, jarrones otomanos para recoger agua de la fuente, estampas de Sarajevo y planchas de caligrafía árabe.

Para aprender los oficios de la čaršija, Omar buscó a los maestros que quedaban vivos y se convirtió en su aprendiz. Antiguamente, eran las familias quienes enviaban a sus hijos a un maestro que se comprometía a instruirle durante un periodo de mil días. Según el uso de la época, el maestro debía transmitir a su discípulo cinco rasgos exclusivos de la profesión en la ciudad que cada gremio guardaba en secreto. De esta forma, si un artesano de Sarajevo se establecía ilícitamente en otro lugar resultaba sencillo desenmascararle. Siguiendo la tradición, Omar inició su aprendizaje a las órdenes del calderero Jabučar, quien le enseñó a golpear el latón para repujar los ornamentos.

Omar elabora artefactos de todo tipo: armaduras medievales, escudos, tiaras, alhajas, bandejas con filigrana o cualquier objeto disparatado que brote de su fantasía

Omar también aprendió de su maestro las picardías de la čaršija, porque, tras rematar el objeto, es preciso que el artesano sepa venderlo. Cierto día entró en el taller un imán de prestigio y, según la costumbre, el maestro le invitó a tomar café. Mientras discutía con el clérigo sobre lo divino y lo humano, Jabučar le iba señalando piezas y le preguntaba con falso descuido si le gustaban. Cada vez que su interlocutor asentía, el maestro hacía una seña a Omar para que empaquetase el artículo. Terminada la charla, cuando el imán se disponía a volver a sus asuntos, Jabučar le dijo: “Aquí tiene todo lo que ha elegido” y le entregó todas las piezas junto a una factura mareante. Sabedor de que negarse pondría en cuestión su buen nombre, el sacerdote no tuvo otra opción que apoquinar y se marchó con la cabeza gacha, cargado de trastos.

Por el extenuante ritmo de trabajo que impone la čaršija, tras completar su aprendizaje Omar se estableció por su cuenta en la casa familiar de Vratnik. Su emancipación le ha dado libertad creativa, porque, al no depender de nadie, puede ejercer los oficios tradicionales con un espíritu artístico. Aplicando las técnicas que aprendió en la čaršija y otras de cosecha propia, Omar elabora artefactos de todo tipo: armaduras medievales, escudos, tiaras, alhajas, bandejas con filigrana, lámparas de capricho oriental o cualquier objeto disparatado que brote de su fantasía. Asegura que no tiene la sensación de ser el autor de sus obras, sino solo el instrumento de una fuerza superior: “No lo hago yo. Mejor dicho, lo hace mi cuerpo, pero es como si una energía creadora me atravesara”. Cuando le embarga la inspiración y se sumerge en su tarea, es capaz de pasar días enteros sin dormir, como en trance.

En las épocas ociosas, al caer la noche Omar cierra su taller y, con la guitarra a cuestas, baja por la colina de Vratnik en dirección al centro. Junto a la Puerta de Višegrad figura una placa en memoria de Frédéric Maurice, miembro de la Cruz Roja en Sarajevo que perdió la vida en el mismo bombardeo que su padre. Abaz está enterrado casi al pie de la colina, en el cementerio militar que el ejército bosnio tiene en Kovači: bajo la luz de la luna, cientos de tumbas de mármol blanco brotan de la oscuridad como una alucinación. Cubierto por una bóveda de hierro forjado en señal de jerarquía, un cipo de mayores dimensiones que el resto señala el lugar donde yace Alija Izetbegović, en cuya lápida figura una de sus sentencias más célebres: “Juramos por el Gran Dios que no seremos esclavos”.

Cada vez que pasa junto al camposanto, Omar se detiene a contemplar las estelas y, según la tradición musulmana, desea la paz a los que allí descansan con un respetuoso: “¡Selam aleikum!”. Tras aguardar en vano el “¡Aleikum selam!” de respuesta, prosigue su camino por la čaršija en busca de una taberna donde cantar hasta la madrugada. El repertorio de los bohemios con los que se junta apenas ha variado desde la guerra y corear juntos los viejos clásicos es una forma de catarsis. Las gargantas se templan, corre el aguardiente y, por unas horas, todos olvidan sus cuitas, mientras los himnos que caen uno tras otro les devuelven a tiempos mejores.

Quizás el espíritu de Sarajevo ha quedado herido de muerte o quizás aguarda tiempos más propicios. También es posible que jamás haya existido y todo fuese un espejismo bello pero insustancial. De lo que no cabe duda es de que existen espíritus de Sarajevo, personajes que llevan en sí un trozo del alma de la ciudad. Cuando sus manos se agarrotan, Omar deja martillo y buril tirados en el suelo para dirigirse a la Torre Blanca. Por los estragos de la guerra y el abandono, de la fortaleza solo quedan el recinto y los muros chamuscados de algunas estancias. El alcázar es hoy una ruina a la que apenas vienen turistas deseosos de contemplar el panorama, delincuentes que cierran sus trapicheos y parejas de adolescentes en busca de intimidad.

Sobre el peñasco, mientras parpadean las luces del atardecer, Omar atisba la extensión de Sarajevo. El propio despliegue de la ciudad reproduce su historia: los tejados rojizos de la čaršija, punteados de minaretes, dan paso primero a los edificios de tonos pastel construidos por el Imperio austrohúngaro y luego a los bloques de hormigón socialistas, que se difuminan en el horizonte. Mientras otea Sarajevo desde lo alto, como sus antepasados desde la fortaleza de Klis, Omar deja ir un suspiro y, al igual que el halcón del himno que compuso para alabar a Dios, hace el gesto de erguirse como si quisiese alzar el vuelo.

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El trabajo artístico de Omar Krasnić se puede ver en su cuenta de Instagram. 

Marc Casals, “nuestro hombre en Sarajevo”, publica estos días La piedra permanece (Libros del K.O.), un puñado de “historias de Bosnia-Herzegovina” –así reza el subtítulo– en el que destila buena parte de lo observado y aprendido durante su prolongada estancia en este país, en el que reside desde hace ya...

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