Otras miradas

¿La unidad de la qué?

Manuel Romero

Director del Instituto de Estudios Culturales y Cambio Social

¿La unidad de la qué?
La vicepresidenta segunda del Gobierno y ministra de Trabajo y Economía Social, Yolanda Díaz, interviene en una sesión de control al Gobierno en el Congreso de los Diputados, a 29 de septiembre de 2021, en Madrid.- EUROPA PRESS

Tengo un recuerdo algo difuso de las primeras veces que escuché aquello de «la izquierda pierde porque está dividida». Me repitieron versiones muy diferentes de lo mismo. «El problema es que no somos capaces de unirnos, de ir todos a una». Sería alrededor de 2008 o 2009, tendría unos 15 o 16 años. Por aquel entonces me pareció un argumento lógico. Si tuviéramos la capacidad de hacer piña y dejar atrás los vestigios de odio que nos separan podríamos arrasar con todo, hacer la revolución como lo hicieron aquellos rusos locos y audaces. Yo también recité el mantra como un loro cuando me encontraba aturdido y desconocía qué había podido ocurrir, por qué habíamos perdido de nuevo. Ignoro durante cuánto tiempo lo hice, durante cuánto tiempo pensé que aquello de verdad podía ser útil para la victoria.

Siempre fui una persona de izquierda, lo mamé desde muy pequeño. En casa me educaron en los valores de los que ha hecho gala la izquierda a lo largo de su historia y mis padres jamás han ocultado sus simpatías políticas o sus inclinaciones ideológicas. También lo viví en la escuela y, sobre todo, en el instituto. El profesor que probablemente más me ha influido y por el que aún siento una admiración y un cariño entrañable es de izquierda. Lo recuerdo llegando al instituto los días de lluvia y decir a la clase «en este país hasta el tiempo es de derecha». Lo mejor de aquello era ver la cara de los fachas, hijos de padres fachas, rabiando de impotencia. Él nunca los juzgó, siempre fue una persona justa que evaluaba por lo que se le exigía que lo hiciera: los méritos académicos. Eso, su honestidad y su profesionalidad, allende los comentarios sobre el clima, para mí también lo convertían en una persona de izquierda. Incluso mis amigos de derecha en el fondo lo admiraban. Y no acaba aquí.

La mayoría de los integrantes de mi pandilla de colegas también eran de izquierda, no porque tuvieran una conciencia connatural de clase, pero repetían y sentían lo que habían vivido en casa y en sus círculos más próximos. Con esto no pretendo revelar ningún tipo de pureza, ni nada parecido. No soy en absoluto un amante de las esencias. Sin embargo, si quisiera dejar claro que cuando escuché y repetí aquello de la unidad de la izquierda sabía perfectamente de que lado estaba. A pesar de que, a lo largo de la vida, y quizá aún más durante la adolescencia, te cuestionas una infinidad de certezas, desde la orientación sexual hasta la revisión permanente de tus proyectos de futuro, siempre hubo dos cosas de las que nunca había dudado en lo que a mi condición identitaria se refiere: mi posición ideológica, a la izquierda, y mi equipo de fútbol, el Real Betis Balompié.

Los primeros problemas con la categoría "izquierda" vieron la luz cuando empecé a militar. No es que ahora no lo sea, me sigo considerando de izquierda, aunque de alguna forma herética. Pasada mi adolescencia desarrollé simpatías por una organización comunista. Los camaradas que militaban allí me decían que no eran de izquierda, eran comunistas a secas. Fueron los primeros que me hicieron reflexionar sobre el vaciamiento al que había sido sometido el concepto. La irrupción del 15-M y los programas de La Tuerka me alejaron de aquel grupúsculo y despertaron en mí otras pasiones. Después fue Podemos y la hipótesis nacional-popular.

Los aprendizajes y la fascinación por los procesos de transformación latinoamericanos, cuyos líderes apelaban a la patria o al país y no a una parte minoritaria. Todo esto me empujó a hacerme algunas preguntas sobre esa abstracción a la que llamábamos izquierda. No quiero que se me malinterprete, jamás dudé de los valores, ni los afectos, ni los objetivos de la izquierda, simplemente dudo de su operatividad para construir un movimiento, una opinión mayoritaria o un alzamiento que democratice la economía, la política y la cultura y reubique el poder en las manos de las clases subalternas.

Hace no mucho, a raíz de unas declaraciones recientes de Yolanda Díaz, observé patidifuso como se agitaba una vez más el fantasma de la unidad de la izquierda. Me asaltaron de nuevo cientos de dudas acerca del significante y el significado, ya no solo del término «izquierda», también del de «unidad». ¿Quién se une cuando se une la izquierda? ¿Cuáles son los objetivos de la unidad de la izquierda? ¿Nos unimos para votar o para construir un movimiento social que nos agrupe a todas? Y, en ese caso, ¿quiénes son todas? Si estamos hablando en términos electorales, entonces ¿quién o qué debería unirse: los partidos o los votantes? ¿Implica la unidad de la izquierda que se agrupen los partidos en una sola candidatura? Pero... ¿qué partidos? ¿El PSOE entraría dentro de ese frente amplio?

En el caso de que no sea así, ¿qué deberían hacer sus votantes? ¿Se deberían poner de acuerdo para votar a otro partido? Si finalmente llegáramos a la conclusión de que el PSOE también debería de formar parte de ese frente amplio, una hipotética candidatura coral conformada por los grandes partidos de izquierda, ya habríamos solventado el problema de la unidad electoral, pero... ¿no los tendríamos ahora con lo que significa ser de izquierda? Descifrar todas las incógnitas asociadas a la consigna de la unidad de la izquierda nos provocaría más dolor de cabeza y nos llevaría mucho más tiempo que buscar otras alternativas que condujeran a la victoria.

Tengo la sensación de que invocar una y otra vez este mantra es un síntoma más de la desorientación y la falta de estructuras a las que nos encontramos sometidos como consecuencia de una derrota histórica sin precedentes. Aunque también deberíamos reconocer nuestra parte de culpa. El déficit de imaginación política y racionalidad estratégica de la izquierda está directamente relacionado con el desgaste brutal que hemos sufrido en el ciclo político 2011-2021. En 2014 se demostró que se podían hacer las cosas de otra forma, es una lástima que toda aquella ilusión haya desembocado en pulsiones autoritarias y la trituradora de creatividad y cuadros políticos que tenemos hoy.

La continua erosión de las pasiones alegres ha avivado la difusión del miedo y la paranoia entre organizaciones y corrientes ideológicas. La alternativa más sensata a repetir constantemente un eslogan abstruso y anodino y plantar cara al fascismo es ponerse manos a la obra para articular la unidad, sí, pero no de toda la gente de izquierda, sino de la gente corriente y desde los rincones de la cotidianeidad. Para eso hay que restañar viejas heridas y construir otra cultura democrática dentro la propia izquierda. Incluso olvidar «la izquierda». ¿Quién quiere disputar un concepto que vindican tránsfobos y reaccionarios? ¿De verdad nos merece la pena? La izquierda no necesita más a la izquierda. Probablemente despojarse de las etiquetas y los hábitos que nos han definido durante tanto tiempo sea el camino más difícil, pero quizá también el más fértil para el futuro.

La historia nos ha enseñado una lección: la izquierda no gana cuando gana unas elecciones, ganará cuando tenga la capacidad de marcar el rumbo de la sociedad, de definir el sentido común y los afectos del día a día. Si vivimos en un momento político frío, como algunos compañeros nos señalan, deberíamos precisar las tareas más útiles para afrontar una coyuntura de largo plazo, como, por ejemplo, revitalizar y reparar el daño causado al tejido asociativo en los últimos años, desde las redes sindicales a las asociaciones universitarias.

Advierto, para que no se me malinterprete, que esto no es en absoluto incompatible con enfrentar unos comicios con todas las energías, la creatividad y la inteligencia de la que dispongamos, pero siempre teniendo presente que lo importante no son las próximas elecciones, sino las próximas décadas. Ese es otro aprendizaje que nos ha legado nuestro pasado más reciente: no se sostiene por arriba lo que no se consolida por abajo. Busquemos nuevas fórmulas electorales, hagámoslo, pero estableciendo alianzas con la sociedad civil, los sindicatos y los órganos de representación de las clases subalternas. Y, si no los hay, construyámoslos. Pongámonos a ello. No dejemos caer en el olvido algunas de las enseñanzas más valiosas del último ciclo político por el hastío y la apatía. No volvamos a la casilla de salida. No nos precipitemos, por favor, a repetir viejas consignas cuando hay tantísimas tareas pendientes.

Las palabras y los propósitos de Yolanda Díaz fueron, en mi opinión, acertadísimos en ese sentido. Construyamos más allá de los partidos, decía, y es lo que creo honestamente que habría que hacer. Agrupar partidos, por supuesto, pero, lo más importante, sumar voluntades y dejar atrás viejos rencores. Si a pesar de todos los errores cometidos en los últimos años la coyuntura nos ofrece una segunda oportunidad, aprovechémosla, pero teniendo muy presente que lo más importante no es unir a la izquierda, sino volver a ilusionar a la gente que no pasa el día en Twitter discutiendo fervientemente sobre la última polémica de la semana.

Para eso, invirtamos nuestras energías en tejer alianzas, innovar una vez más fórmulas electorales, construir institucionalidad popular y revitalizar la militancia. Siento no ser más propositivo, más conciso y menos abstracto, tampoco era mi intención cuando comencé a redactar este artículo. Mi único propósito es el de alertar de lo que se esconde detrás de los clamores por la unidad de las izquierdas, normalmente un déficit de creatividad e imaginación política y/o la defensa velada de los intereses corporativos del partido de izquierda de turno. Para levantar un proyecto de país con la ambición de ganar no unas elecciones sino una década no nos basta con agrupar a los que estamos en un rincón del espectro ideológico, es más, como decía antes, ni siquiera tengo claro que ya nos sirvan etiquetas de antaño, necesitamos consolidar una base sólida que resista los embates del péndulo electoral y para eso hay que explorar formas de entablar diálogos entre partidos y sociedad civil y dotarnos de infraestructuras corales lo suficientemente fuertes.

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