Dominio público

La ciudad y los lobos

Santiago Alba Rico

La ciudad y los lobos
Pixabay

En uno de sus libros, la bióloga y antropóloga Barbara Ehrenreich recoge un dato inesperado. Según nos cuenta, cuando se pregunta a los habitantes de New York sobre sus temores más profundos -en una ciudad con accidentes de tráfico, alta criminalidad e incluso terrorismo- la mayor parte de los neoyorquinos asegura sentirse amenazada por ¡los animales salvajes! La percepción de muchos urbanitas estadounidenses, en efecto, es la de que el peligro que los acecha cuando salen a la calle tiene más que ver con lobos y serpientes que con balazos y atropellos. Ehreinrech lo interpreta como un atavismo. Llevamos el bosque dentro desde aquellos días lejanos en que, balbucientes homínidos, no éramos todavía depredadores sino presas expuestas a las mandíbulas de las bestias voraces. Llevamos los bosques dentro, sí, mientras los talamos fuera; y vemos el mundo desde ellos: desde un lugar, por tanto, desaparecido o a punto de desaparecer. Nuestros miedos prolongan el de Caperucita Roja, el de Pulgarcito y Hansel y Gretel, el de todos esos personajes de los cuentos tradicionales que se internaban en la selva con el corazón palpitante, a sabiendas de que podían ser devorados. Los pobres lobos, en peligro de extinción, y los pobres bosques, cada vez más ralos y encogidos, nos atemorizan más que nuestras máquinas, nuestros gobernantes y nuestros banqueros.

La percepción, como sabemos, suele ser engañosa. Pensemos en otro ejemplo menos extravagante. Cuando se pregunta a los europeos cuántos musulmanes viven en cada uno de sus países, la diferencia entre la percepción y la realidad es elocuentemente abismal. Los franceses evalúan en un 31% la presencia musulmana en Francia cuando su número apenas alcanza el 7%. En Italia la distancia entre la percepción y la realidad es solo un poco más pequeña: la que va del 23% al 5,5%. Así en toda Europa: en Alemania esa distancia es del 21% al 5%; en Bélgica del 23% al 7%; en Holanda del 19% al 6%; en Reino Unido del 15% al 4,8%; y en España del 14% al 2%. Estas cifras son de hace tres años y es probable que en este tiempo el abismo no haya dejado de aumentar. ¿Puede extrañar entonces el éxito de Eric Zemmour y de la tesis de Renaud Camus sobre el grand remplacement, replicada un poco por todas partes? Este abismo entre la percepción y la realidad es, sí, la causa y el efecto de la islamofobia, que de los medios y las instituciones desciende a la calle, cuya deformada percepción, a su vez, alimenta, demanda y legitima las políticas contra el "separatismo islámico". Evidentemente ese efecto óptico -nuestras plazas atestadas de "musulmanes"- presupone toda una serie de asociaciones negativas. No decimos con entusiasmo: "¡qué maravilla, cuántos musulmanes hay en mi ciudad!". Decimos volviendo la cabeza y hasta cambiándonos de acera: "¡qué miedo y qué asco, cuántos musulmanes a mi alrededor!". Esta percepción negativa implica dos cosas: el reconocimiento empírico de un fenotipo y una indumentaria presuntamente "musulmanas", a veces tan arbitrarias como los signos de Saussure, y la concepción del islam, así en un racimo, como fanático, violento y amenazador. Los humanos clasificamos visualmente, de manera natural, las diferencias; es también, si se quiere, un atavismo precioso que debemos conservar. Ahora bien, el que apreciemos las diferencias o las condenemos -y eventualmente las expulsemos o aniquilemos- depende de mecanismos sociales muy elaborados, y susceptibles de manipulación, que seleccionan interesadamente ciertas tramas y ciertos rasgos, determinando al mismo tiempo la percepción que tenemos de las minorías y, de manera subsidiaria, el comportamiento mismo de esas minorías. La percepción construye el mundo en que vivimos. El racismo no es un problema de clasificación cromática sino de discriminación cultural.

Otro ejemplo es muy reciente. Hace unos días el Ministerio del Interior español publicaba un informe con un dato muy esperanzador: entre el 1 de enero y el 30 de junio se han cometido en España menos delitos que en ningún año anterior de la "serie histórica", si exceptuamos el 2020, marcado por el confinamiento. Así que nunca hemos tenido menos criminalidad y, sin embargo, la percepción de seguridad de la ciudadanía no se corresponde con este notabilísima y halagüeña disminución. De hecho la noticia nos ha parecido de entrada casi contraintuitiva y, en algunos casos, ha sido incluso mal recibida, y ello hasta el punto de que algunos periódicos de la derecha, en lugar de alegrarse, han registrado el aumento respecto del año 2020, en titulares alarmistas, en lugar del descenso del 16% en relación con el año 2019. La percepción de inseguridad interesa sin duda a los vendedores de alarmas domésticas y otros sistemas de protección, cuya actividad promocional ha aumentado a medida que disminuían los robos, e interesa también, claro, al PP y a Vox, que necesitan fabricar votantes temblorosos, frágiles, amenazados desde el exterior. La política, en todo caso, como sabe bien la derecha, no se hace con "datos". Los datos, inexperimentables, no votan. Votamos con la percepción, que no está hecha, como podríamos creer, de experiencias sino de palabras. O de una combinación de palabras y atavismos. Podríamos imaginar así, en hipérbole caricaturesca, un político neoyorquino que alcanzase la alcaldía de la ciudad tras prometer a sus votantes la contratación de cazadores de lobos y la adquisición de trampas para osos y cocodrilos. No creemos en las estadísticas, pero tampoco en lo que vemos y tocamos; creemos en las palabras que más se ajustan a nuestros prejuicios culturales y a nuestros atavismos comunes. No está de más recordar que los primeros se construyen; y que los segundos pueden ser, en buena parte, desactivados o reorientados, para bien y para mal.

La percepción de los peligros es, pues, muy manipulable, como sabemos de sobra. Más interesante y enigmático es, a mi juicio, el fenómeno contrario: el de la percepción invertida, contra los datos y la experiencia, de una realidad favorable en circunstancias difíciles. Conocemos bien, sí, los mecanismos por los que podemos llegar a percibir más amenazas allí donde hay pocas o ninguna. Más difícil es explicar por qué, incluso en momentos de crisis, vemos menos amenazas o incluso bonanza y bienestar allí donde hay adversidad y declive. Leo que un estudio reciente de Sigma Dos señala a los españoles como los ciudadanos más felices de Europa: pese al descenso de seis puntos respecto a 2019, fruto de la pandemia, hasta el 65% se declaran felices, muy por encima de la media del mundo, rayana en el 54%, aunque lejos de Kirguistán y Ecuador, las naciones más dichosas del planeta (un 85% y un 80% de la población declara serlo). España es también el país más optimista del continente más pesimista, mientras que -oh sorpresa- el mayor número de personas esperanzadas se encuentra en la India y África, sociedades muy castigadas por la pobreza y la desigualdad. ¿No hay un misterio demandante de atención en el hecho de que no podamos establecer ninguna relación automática y directa entre autopercepción vital y condiciones materiales de vida? ¿En el hecho de que España, en términos de satisfacción personal, se parezca más a África que a Italia, el país más pesimista del mundo, según esta encuesta?

La izquierda, que se ocupa sobre todo de la desgracia y del error, suele llamar "alienación" a la tendencia humana a intentar vivir el mayor tiempo posible fuera o al margen de las propias condiciones materiales de existencia; y de esa manera deja escapar -la izquierda- las posibilidades de transformación que subyacen a este misterio. No tengo ninguna respuesta tajante, pero su existencia misma -como misterio- revela que hay un residuo "humano" que ningún capitalismo puede someter del todo y que, aún más, resiste mejor allí donde se han conservado refugios locales de orden colectivo, en paralelo a la intervención de los poderes económicos y de las instituciones fallidas. No es lo mismo refugiarse en el alcohol solitario que en la familia, en las apuestas que en la parroquia, en la mafia que en el equipo de fútbol del barrio y -desde luego- en el psiquiatra que en el sindicato. Hay atavismos de discriminación y depredación y atavismos de comunidad y sociabilidad. Los primeros los explota sin cesar el capitalismo; los segundos permanecen vivos, de manera desigual, al socaire de su labor de zapa. Por decirlo de alguna manera: el alcohol solitario, el juego, la mafia y la medicalización son ya "recursos" del capitalismo. La familia, la parroquia, el barrio, el sindicato siguen siendo recursos ambiguos de la "humanidad".

¿Por qué nos declaramos felices en medio del paro, el trabajo precario, los cortes de luz y la violencia? Una explicación, de este lado del mundo, es la de que nos declaramos felices, sin serlo, porque el capitalismo, con su imaginario de consumo, constituye un imperativo de felicidad al cual no podemos sustraernos sin confesarnos culpables: si soy responsable de mi destino individual, declararme infeliz es declararme fracasado, inválido, inútil y aguafiestas. He insistido muchas veces en que, desde la izquierda, la reivindicación debe ser doble: debemos exigir las condiciones materiales para la felicidad social y reservarnos siempre, en cualquier mundo posible, el derecho individual a la infelicidad. Nadie puede obligarme a ser feliz -digamos- en las mejores condiciones. Ahora bien, tampoco nadie puede obligarme a ser infeliz en las peores condiciones. Y esta contradicción, que se produce sin cesar y que no se puede explicar de forma mecánica, constituye también un alivio y una oportunidad. No podemos vivir todo el tiempo "en la conciencia". Necesitamos refugios. Necesitamos ver el mundo desde el bosque. No olvidemos que humanidad viene de "humus", tierra, el primer y último cobijo contra el aire y la intemperie. Así que para luchar contra la economía deberíamos pensar no sólo en términos económicos sino también "humanos"; explotar los refugios y fuentes de satisfacción que ya tenemos, antes de que lo hagan otros, e inventar nuevas formas de felicidad -y no solo de militancia- como alternativa o renovación de la familia, la parroquia, el barrio y el sindicato.

Me temo que hay más lobos en Nueva York que en Galicia y más ladrones en el PP que en las cárceles de España. Sería bueno, desde luego, aproximar los datos y la experiencia a la percepción de los ciudadanos. Pero si hay que moverse, como es inevitable, en el campo de la percepción -hecha de palabras y atavismos- pensemos entonces en cómo reconvertir los pocos lugares donde aún somos felices o en los que encontramos, al menos, satisfacción; y no sólo en la eliminación de aquellos en los que se nos castiga, se nos persigue y se nos hace sufrir. No hay ninguna experiencia colectiva más feliz, decía Jay Gould, que la contemplación en la calle de un eclipse de sol; y esa felicidad produce los mismos efectos -solidaridad, complicidad, generosidad- que Rebecca Solnit, en su muy recomendable Un paraíso en el infierno, reserva para los incendios y las catástrofes. No esperemos a un tsunami para ser "felices".

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