Dominio público

Una fiera en su interior

Beatriz Gimeno

Una fiera en su interior
Una mujer protagoniza una performance en una manifestación convocada por Movimiento Feminista contra la violencia machista, a 25 de noviembre de 2021, en Madrid.- Jesús Hellín / Europa Press

Este fin de año estuvo ennegrecido por la noticia de otro hombre que mata a su hija, en este caso de tres años. Convierte a su propia hija, a una niña de tres años, en un instrumento, en una cosa La mata por hacer sufrir a la madre, la mata en venganza. Una venganza que siente tan necesaria que ni siquiera espera poder ver el resultado de la misma, le basta al asesino con imaginarla. Algunos medios publican artículos que más parecen hagiografías o asépticas biografías. Era un hombre que hacía esto y lo otro, que trabajaba aquí, que vivía allí... y los vecinos nos hablan de que parecía buena persona, normal, quizá era un poco antipático. En todas partes falta la palabra "asesino" que parece que cuesta pronunciar.  Asesino despiadado de una niña. En este caso concreto, además, el asesino se movía en ámbitos cercanos al feminismo. A estos no se les ve venir, dice alguien... o quizá sí.

A raíz de este suceso horrible les conté a unas amigas, en esa misma noche, algo que me ocurrió a mi misma hace años, cuando dejé a un novio. Era un hombre normal, se dedicaba al trabajo intelectual, parecía buena persona, un hombre que cumplía con sus deberes de igualdad en la convivencia, jamás hubo entre nosotros ni sombra de nada parecido al maltrato (yo me digo a mi misma que eso no me podría pasar a mí). Pero yo me enamoré de otra persona y él no quería separarse. Cuando finalmente lo hice, la persona que yo creía conocer desapareció tragado por otro que jamás había visto; ni imaginado siquiera. No hubo, ni siquiera entonces, una mala palabra, ni un grito. No hubiera sabido explicar por qué comenzó a darme miedo, no sé si sabría explicarlo ahora. Según pasaba el tiempo, me llegó a dar terror. Y por supuesto no podía denunciarlo y ni siquiera contarlo porque no había nada que contar excepto que yo, que le conocía perfectamente, sabía que algo se había roto dentro de él y que los muros que le construían y le tenían en pie, eran más frágiles de lo que pensaba y, al derruirse, estaban dejando salir algo amenazante, algo que da miedo, que nos da miedo a las mujeres.

Escuché cómo aquellos muros caían, vi su mirada diferente, el timbre de su voz falsamente tranquila, el enorme rencor, la humillación convertida en odio. Ya no estaba el hombre que yo conocí, pero no podría decir que ahora era un impostor. Quizá el impostor era aquel del que me enamoré tiempo atrás. Recuerdo que aquellos días en más de una ocasión cerré la puerta de mi casa temblando y pensando: "Me va a matar". Lo conté un par de veces y mis amigas se rieron y me dijeron que me había vuelto loca, que me sentía culpable por dejarle. Pero subía a mi piso siempre acompañada y miraba a mi espalda cuando salía de casa. Durante varios meses me sentí verdaderamente en peligro y estoy segura de que él lo sabía y que obtenía cierto placer -o al menos cierta reparación personal- en producirme miedo. Los hombres, a veces, tienen el poder de producirnos miedo, incluso sin hacernos nada. Nos basta con la experiencia de la memoria colectiva. Y ese es un poder que algunos conocen y que usan. Como cuando un hombre nos sigue por la calle de noche, sin que nos haya hecho nada, sin que haya hecho siquiera un gesto, y aun así nos aterroriza.

Cuando lo contaba la noche pasada, una amiga me habló del tigre. Del tigre que duerme dentro de algunos hombres, incluso de aquellos que parecen haberse acomodado a estos tiempos de nuevas masculinidades; hombres a los que nadie llamaría maltratadores o machistas porque han conseguido disfrazarse pero que guardan, como muchos, un tigre en su interior. Uno que sale cuando se sienten amenazados, un tigre que no siempre quiere matar pero que siempre quiere atemorizar porque, como dijo esta amiga: "Producir miedo es un acto voluntario, un acto de poder". Un tigre capaz de matar a una niña de tres años para hacer daño a su madre.


Hay algo terrible en la manera en que algunos hombres habitan sus masculinidades y que, aunque no se trate de hombres maltratadores, está ahí agazapado como una fiera con hambre.  Una forma de habitar la masculinidad que les atraviesa como una armadura interna, férrea, que creen controlar pero que a veces les controla a ellos; una personalidad granítica que consiguen ocultar la mayor parte del tiempo pero que dejan salir cuando se sienten humillados, cuando quieren vengarse de alguna afrenta imaginaria, porque las afrentas a la masculinidad no pueden ser más que imaginarias. Esa es la masculinidad que les susurra al oído que no se olviden de lo que significa ser un hombre, que ser un hombre incluye la posibilidad de infundir miedo, que ser un hombre es ser importante. Algunos hombres viven con el terror de parecer débiles, de que una mujer no les respete lo bastante, no les tema lo bastante; el terror de no ser bastante hombre. Algunos hombres guardan una fiera asesina en su interior que tenemos, como sea, que expulsar de ahí.

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