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Europa y la posibilidad de la guerra

Pablo Bustinduy

Europa y la posibilidad de la guerra
Un cartel del presidente ruso Vladimir Putin se usa como práctica de tiro a lo largo de una trinchera en la línea del frente con los separatistas respaldados por Rusia cerca de la aldea de Zolote, en la región de Lugansk, el 21 de enero de 2022.- AFP

La sensación de impotencia ante una crisis geopolítica no es algo nuevo para Europa. De hecho es habitual referirse a ella por medio de anécdotas, algo que enerva especialmente a quienes creen que, por razones económicas, demográficas o militares, Europa solo tendrá un lugar relevante en el mundo que viene si aprende a actuar unida. Una ocurrencia que se atribuye a Kissinger (¿a qué número llamo si quiero hablar con Europa?) ha obsesionado a Bruselas durante décadas. Para solucionarla se creó la figura del Alto Representante; también la Presidencia del Consejo, además de la presidencia de la Comisión. El resultado es que cuando Biden decide "hablar con Europa," la ronda sigue incluyendo ocho llamadas.

Otra anécdota recurrente remite a las declaraciones de un primer ministro belga que, en tiempos de la primera guerra de Iraq, se refirió a Europa como un "gigante económico, un enano político y un gusano militar". Las voces cada vez más insistentes a favor de un ejército europeo hacen referencia a ese complejo como uno de sus principales argumentos: Europa no es creíble como actor geopolítico porque no tiene capacidad real de actuar. Es cierto que la crisis atlántica durante la presidencia Trump impulsó la coordinación europea en defensa y seguridad. Pero como se ha hecho evidente en estos días, la UE sigue muy lejos de tener una voz y un cuerpo coherentes para cualquier acción exterior de envergadura.

La realidad es que esa constatación (Europa es incapaz de actuar) expresa más una frustración que un proyecto político o un deseo real. ¿Quién tiene hoy una visión clara del mundo o del papel que Europa debe desempeñar en él? Los profetas de la decadencia, quienes ven el declive de Occidente en todas partes, creen que la grandeza pasa por recuperar aquel ardor nacional que llevó al continente a las dos guerras mundiales. En Bruselas, sin embargo, solo parece claro lo que no se quiere: la inestabilidad, el desorden, la irrelevancia, pero nadie sabe bien en qué se materializa la alternativa. ¿Quién quiere realmente un ejército europeo? ¿Para qué y bajo el mando de quién?

La vacilación de las posiciones sobre la autonomía estratégica europea es ilustrativa de esa falta de horizonte. En 2017 Merkel anunció que los tiempos en que los europeos debían depender de otros para su defensa habían "llegado a su fin"; Macron llegó a decir que la OTAN había entrado en una fase de "muerte cerebral". Hoy el diagnóstico parece haber dado un giro de 180 grados, y con el atlantismo vuelve a imponerse una concepción de Rusia que hace imposible entender el espacio postsoviético y orientar sobre él una estrategia solvente a medio plazo. Mientras, el futuro de un país clave para la región se dirime en negociaciones donde Europa no tiene siquiera una silla en la mesa.

Las consecuencias de este repliegue son extraordinariamente negativas para los intereses europeos. No es una novedad que Europa choque con Rusia; de hecho no se puede entender la historia del continente sin esa dialéctica de confrontación recurrente, sin la construcción de Rusia como su gran Otro oriental. Desgraciadamente, tampoco es una novedad que la estrategia europea fracase en su empeño de manera rotunda. Hace ocho años del Maidan y de Crimea, catorce de la crisis en Georgia. En este tiempo no se puede decir que la situación democrática en Rusia haya mejorado, mientras que en varios países europeos, especialmente en la periferia este, ésta ha empeorado significativamente. Hoy la UE se encuentra en una posición de vulnerabilidad energética aguda, atrapada en una incómoda y cuestionable estrategia de disuasión militar, con escasa capacidad de influencia sobre el devenir de una crisis que amenaza con afectarla de lleno. Medida a partir de sus efectos y sus resultados, la política europea hacia Rusia ha resultado ineficaz, peligrosa y fallida.

¿No deberíamos medir esa política a partir de sus intenciones, de la defensa de la democracia y los derechos humanos como valores que en teoría la inspiran? El problema no es solo que la geometría de ese discurso haya sido siempre más bien variable, o que sus contradicciones sean cada vez más flagrantes dentro y fuera de las fronteras de la Unión. El problema de fondo es que la teoría y el discurso de la política exterior europea se concibieron para un mundo que ya no existe. Entonces la UE quiso pensarse como modelo para un espacio occidentalizado, pacificado y global. Hoy, cuando ese espacio ha vuelto a llenarse de estrías, de esferas y conflictos, esa proyección de sí misma ya no encuentra casi ningún anclaje real. En ese hiato, en esa distancia entre aspiración y realidad sufre hoy la identidad europea, incapaz de reconciliarse consigo misma o de proyectarse de manera independiente hacia el futuro. Una cosa parece clara: la peor manera de afrontar esa brecha sería normalizar la posibilidad de una guerra en su flanco oriental.

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