Dominio público

Saprofagia

Pablo Batalla Cueto

Periodista

Saprofagia
Rocío Monasterio (Vox) en una imagen de archivo.- Eduardo Parra / Europa Press

Saprófago: que se alimenta de carroña. George L. Mosse, uno de los grandes estudiosos del fascismo, recurre en Masses and man a este adjetivo para definir su escurridizo objeto de estudio. Un organismo saprófago, carroñero, fue el fascismo, criatura germinada y acrecida a base del consumo y la fusión de la carroña —la versión corrupta, siniestra— de todo lo que había fascinado al hombre del XIX: el romanticismo, el liberalismo, el socialismo, el darwinismo, la tecnología moderna, etcétera. Como un Frankenstein de los despojos dispares del siglo desventrado en las trincheras de la Gran Guerra.

Zeev Sternhell estudió y nos cuenta en El nacimiento de la ideología fascista cómo se obró esta alquimia fáustica en el caso del socialismo. Tendemos —explica— a pensar en el fascismo como una respuesta al éxito de la revolución obrera, pero el historiador israelí razona bien que, en realidad, los orígenes del primero —mucho anteriores a 1917; ubicados en el clima turbulento del fin de siècle— consistieron más bien en una reacción al fracaso de la segunda; a lo que entonces daba en llamarse la crisis del marxismo. La reacción de una generación de hombres que había militado en el socialismo —Mussolini entre ellos— pero a la que, en un momento dado, comenzó a desasosegar el hecho de que las profecías precisas de Marx sobre la destrucción revolucionaria del capitalismo debido a sus propias contradicciones internas no se estaban cumpliendo. Había —concluyeron— que repensarlo todo. Y su repensamiento fue un marxismo antimaterialista, antirracionalista, antiteleológico, que mantuviera del original la idea de la pugna entre grandiosas fuerzas combatientes como motor de la historia, pero trasladara a la nación la misión que antes se había asignado a la fracasada clase. Lucha de naciones e imperios, no ya lucha de clases, y la convicción de Maurras de que «un socialismo liberado del elemento democrático y cosmopolita puede venirle igual de bien al nacionalismo como un guante bien hecho a una mano hermosa». Tal como Manolito, aquel amigo de Mafalda, amaba a la humanidad, pero le reventaba la gente, aquellos hombres amaban al proletariado, pero les reventaban los proletarios reales, indispuestos a la revolución, dispuestos a aceptar la oferta bismarckiana de que la mejora de su nivel de vida proviniera de las reformas pacíficas del sistema. Y pasaron a enaltecer como nuevo sujeto histórico al productor, categoría en la cual caía lo mismo el proletario abnegado y maximalista que el empresario voraz y creador y a la cual se oponía la del parásito, donde caía lo mismo el proletario pedigüeño que el gran financiero cuya riqueza no provenía de la creación, sino de la especulación.

Ya mucho antes del año catorce, desde algo así como 1890, corrían tiempos desasosegantes para el hombre europeo; los de un seísmo cuyos temblores eran a la vez los estertores de un mundo que moría y las contracciones de parto de un mundo que nacía. Viejas cosas decaían, nuevas cosas brotaban. Una sucesión de desastres coloniales (Cuba, Adua, Isandhlwana, etcétera), sumada al auge de Estados Unidos y un Japón cuya victoria sobre Rusia traumatizó a una generación (los amarillos derrotando por primera vez a los blancos) había generado un clima de lamento por la decadencia de Occidente que se entremezclaba con otras zozobras del momento: así las provocadas por una revolución tecnológica que alumbraba invenciones como el teléfono, la radio o el automóvil; la liberación femenina, que la Gran Guerra aceleraría, pero ya se venía anunciando mucho antes, o el tercer golpe al ego del hombre propinado por Sigmund Freud (antes los habían propinado Copérnico y Darwin) al descubrir que el hombre cuyo planeta no ocupaba el centro del Universo y que descendía del mono ni siquiera merecía el apelativo de animal racional, sino que su misma psique era un turbión de fuerzas irracionales.

Todo cambiaba y, a diferencia de en El gatopardo, nada seguía igual. La modernidad se presentaba como un monstruo destructor de antiguos privilegios y certidumbres. Y aquellos a quienes tales privilegios y certezas habían beneficiado, no pudiendo derrotarla con ninguna de las porciones del siglo fenecido, las recoserían todas para alzar su propio monstruo; uno que sí estuviese en condiciones de erguirse frente a aquel otro, devorarlo a su vez, y al devorarlo insuflarse sus mejores energías. Será el fascismo un modernismo reaccionario, dirá Jeffrey Herf; y un arqueofuturismo, dirá Guillaume Faye: un centón de imágenes añejas, de sueños ancianos, de añosos privilegios; un cantar de gesta nuevo, pero formado por versos viejos. Arminio y Julio César en coche de carreras, pregonando la eternidad gloriosa de la nación a través del cinematógrafo y de la radio; hacer regresar al hombre a la límpida virilidad brutal de la Edad de Piedra colocando en sus manos el volante de un bólido o los mandos de una metralleta.

¿Se repite hoy la historia; rima al menos? Vivimos, desde luego, un momento del que los paralelismos con aquel se hacen evidentes, con independencia de que no lo sean menos sus diferencias. Vuelven a escucharse plañidos sobre la decadencia de Occidente; un nuevo desborde feminista vuelve a llenar el aire de un estruendo quejoso de machos destronados; nuevas tecnologías, singularmente Internet, zarandean de nuevo las certezas del australopiteco que no dejamos de ser; vuelve a hablarse de la crisis de la izquierda. De las grietas de ese terremoto vuelve a alzarse un monstruo que, si no es el fascismo, desde luego se le parece. Y se le parece también en su cualidad saprófaga; en su capacidad para devorar e integrar versiones corruptas de todo lo que fascinó a la gente del siglo XX: el leninismo, el desarrollismo, el sesentayochismo, el feminismo, el ecologismo, la descolonización, el terrorismo... Los ejemplos que lo atestiguan son inagotables y van desde Rocío Monasterio disfrazándose de Rosie la Dinamitera para una entrevista ejemplo del feminacionalismo señalado por Sara Farrishasta Steve Bannon declarándose leninista y explicando que «Lenin quería destruir el Estado, y ese es mi objetivo también. Quiero demolerlo todo y destruir todo el establishment actual». Si los protofascistas de hace un siglo reivindicaban un Marx antimaterialista, con sus epígonos actuales sucede, por ejemplo, que se imparta una charla sobre Gramsci y Lenin en una sede de Vox, en la línea de la intuición, que la nouvelle droite francesa fue pionera en tener, sobre la posibilidad de aplicar las tesis gramscianas sobre la conquista de la hegemonía, la concepción leninista del Partido o el espíritu iconoclasta del sesenta y ocho a la revolución ultraderechista. Y esa creatividad se convierte en el nuevo punk para una generación de adolescentes que encuentran allá el vértigo de la insolencia que una izquierda fracasada no les ofrece ya. Sucedió con Podemos lo que así expresa Jónatham Moriche: «Lo viejo no termina de morir y lo nuevo nace muerto». Y para aquellos que anhelan ser rebeldes y les da igual contra qué, lo revoltoso es hoy demandar la construcción de centrales nucleares —y venderlo como política ecologista— en lugar de su cierre; maltratar a las mujeres en lugar de respetarlas; ser racistas u homófobos; el naturismo militarizado, socialdarwinista, de los programas de supervivencia de Bear Grylls; la pretensión de, contra la imperiofobia, descolonizar antiguas metrópolis o, en el límite, los tiros y las bombas de Anders Breivik o Brenton Tarrant; la seducción terrorista de unas Brigadas Azules, una Fracción del Ejército Negro o una Espainia ta Askatasuna. Los hijos de los fachas se hacían rojos hace medio siglo; hoy sucede al revés.

La extrema derecha 2.0 es el zombi del siglo XX rebelándose contra el XXI cuando este aún no ha crecido lo suficiente para defenderse; un Crono zombi, frankensteiniano, devorando a sus hijos en días monstruosos en que llega a suceder que un antiguo resistente antifranquista, Gonzalo Santonja, cercano al PCE, admirador del fundador de Herri Batasuna, amigo de Alberti, acabe aceptando un cargo de consejero autonómico de Cultura por el partido heredero del régimen contra el que luchó, y que lo encarceló. Corren tiempos interesantes, de esos de los que el célebre proverbio chino recomienda cuidarse. E interesarán muchísimo a los historiadores de la posteridad de las masacres que advienen.

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