Otras miradas

España podría molar

Nagua Alba

Psicóloga. Ex diputada en el Congreso de los Diputados

España podría molar
Un hombre se toma una selfie frente a las luces navideñas con los colores de la bandera española en Madrid el 26 de noviembre de 2020.
ÓSCAR DEL POZO / AFP

Cada 12 de octubre me levanto sabiendo que debo hacer un ejercicio extremo de autocontrol en el que acabaré fracasando de forma lamentable, tirando toda mi coherencia y orgullo izquierdista a la basura y encendiendo la televisión para, mitad abochornada, mitad fascinada, invertir parte de mi día libre en ver el desfile de las fuerzas armadas (no me juzguéis, ya me juzgo yo). Lo haré abochornada porque representa todo aquello a lo que una persona decente debería oponerse (violencia, colonialismo, machismo, identidades excluyentes a la vez que opresoras y un largo etcétera), pero fascinada porque no puedo resistirme a contemplar el outfit de la cabra de la legión y no soportaría el dolor de perdérmelo si un paracaidista se queda enganchado en una farola o los colores de la bandera española que la aviación pinta en el cielo se mezclan sugerentemente.

Mirar el desfile del 12 de octubre es para mí el mayor guilty pleasure. Observo al público que se arremolina bien pertrechado de complementos con los colores de la rojigualda (sombreros, pulseras, capas, paraguas, gafas, chapas... nunca son suficientes), en sus puestos desde hace horas, alerta para iniciar su tradicional abucheo a Sánchez en cuanto se precise y saludar a Felipe con una pasión solo equiparable a la del fandom de Britney Spears. Les veo y me vuelven a la mente los versos de Machado que mi madre me leía de pequeña, "La España de charanga y pandereta", mezclados con el irónico Ñapaes de Ska-p que escuchaba en bucle de adolescente, "Castañuelas, toros y verbenas/Mi España, la tierra del honor". Pero en el fondo, hay una parte de mí que le tiene muchos celos a, llamémoslo, Manolo y esa pasión que le ha hecho madrugar en un día festivo, tunearse hasta las cejas de amarillo y rojo y salir a berrear durante horas. No es que yo quiera ser Manolo (dios me libre), pero sí envidio en secreto su entusiasmo, su orgullo patrio, su absoluta falta de desapego y contradicciones al pensar en el país en el que nació. Manolo es español.

A mí me cuesta hablar de España en primera persona, es cierto que tengo una identidad nacional confusa, nacida en Madrid, medio egipcia y criada en Euskadi, cuando me preguntan de dónde soy, digo que donostiarra y tengo que acompañarlo de una larga explicación, porque mi nombre no encaja en la ecuación. Pero me atrevo a afirmar que no es una especificidad mía, sino algo extremadamente generalizado en este país. Hay millones de personas en España que no se sienten cómodas siendo españolas. Y no hablo de quienes no quieren serlo, que deberían estar en su derecho a decidir al respecto y punto, sino de quienes en realidad anhelan poder sentirse de su país, pero parece que no caben en él.

Cuenta Lucía Mbomío en Hija del camino que su protagonista acude en Francia a ver un partido de la Selección francesa y, cuando suena el himno, toda la gente, de diferentes razas y orígenes, canta al unísono. Ella, la protagonista, siente envidia del amor exacerbado a la patria que nunca ha vivido. Lo cuenta así: "Para ser, era necesario existir, y ni ella ni las personas no blancas existían en el imaginario español excluyente, que se retrataba y se retrata a sí mismo solo de una manera: siendo blanco". Añadiría que preferiblemente hombre (aunque ilustres señoras como Samantha Vallejo-Nájera o Victoria Federica también están dentrísimo), de derechas y a poder ser católico. El franquismo hizo bien los deberes y nos metió en la cabeza que los únicos ciudadanos españoles dignos de identidad nacional son Manolo y sus colegas tuneados de rojo y amarillo. Pero, en realidad, sabemos que no es así.

Sin entrar en el debate sobre si podemos resignificar determinados símbolos, colores o fechas (bueno, sí, entro, no lo veo nada, todo eso está demasiado empapado de sangre que aún sigue fresca), sí pienso que la izquierda no debe renunciar a la identidad española ni a elementos culturales constitutivos de la misma que no pueden ser monopolio de la derecha, y que a su vez, debe reconocer y reivindicar otros que hasta ahora no parecían encarnar lo español.

Hay materia prima de sobra para construir una identidad española de la que sentirse orgullosa, que poder reivindicar y en la que arrebujarse cómodamente. Quizá, se debería mirar menos a "esa España inferior que ora y embiste", a ese "país de la patraña/ de trapicheros, pelotazos y demás" y reivindicar nuestra propia charanga y pandereta, nuestras castañuelas (toros no) y verbenas para esa "otra España [que] nace". Es muy cómodo levantarse, tuitear "nada que celebrar" y seguir hasta el año que viene mascullando "qué asco de país", pero qué emocionante sería currárselo hasta llegar a un punto en el que no fuera irónico el "hablo de España y me lleno de emoción" de Ska-p. España no tiene que ser Nacho Cano y los delirios colonialistas de Ayuso, puede ser descolonización (también cultural, que anda un pelín pendiente, eh), antirracismo y resistencia indígena y afrodescendiente, memoria y solidaridad entre los pueblos. España no es solo Tamara Falcó, son también las leyes del aborto y del "solo sí es sí". No es Amancio Ortega, sino el Sindicato de Inquilinas y la PAH. No es el "semen de fuerza" (puag) de Ortega Cano, es el 8M. No es Vamos a volver al 36 sino Despechá. O podría serlo, porque todo eso ya existe, pongámonos a ello.

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