Otras miradas

Las amigas que ya no somos

Leonor Cervantes Vargas

Estudiante de Filosofía y Ciencias Políticas y fundadora de Filosofía en Los Bares

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¿Cómo se sabe cuándo se hace una amiga? ¿Sabemos la fecha y hora en la que dejamos de ser colegas y nos transformamos en amigas? ¿Qué obligaciones, responsabilidades y exigencias distintas adquirimos?

¿Cómo se sabe cuando se pierde a una amiga? ¿Sabemos la fecha y hora en la que dejamos de ser amigas y nos convertimos en...? ¿En qué nos convertimos cuando ya no somos amigas? ¿Qué obligaciones, responsabilidades y exigencias distintas adquirimos?

Creo que existe un momento fundacional en la historia de una ausencia. Nunca se nota más una pérdida que en el instante en el que, por azar, encuentras el regalo perfecto para una persona y al segundo, a la euforia de encontrar algo preciado, se sobreviene la enorme pena de reparar en que ya no se cuenta con la persona a la que dárselo. Le escribo hoy a las amigas a las que ya no puedo obsequiar. Siguen abordándome en las tiendas chismes que me recuerdan a ellas; pero que ya son anacrónicos, hace mucho que no nos invitamos a nuestros cumpleaños. Le escribo a las amigas que ya no son mis amigas. Escribo sobre nuestra ruptura.

En el mundo en el que me gustaría vivir muchas cosas serían diferentes a como lo son en este. Una de ellas pasaría por desdibujar la línea que separa, y muchas veces contrapone, lo que entendemos que es la pareja con lo que suponemos que son las amigas. No habría dinámicas cualitativamente diferentes, no habría tiempos, actitudes, lógicas reservadas a la pareja y otras a las amigas. La intimidad, la centralidad, la cotidianidad, el proyecto común, también serían con/de/para las amigas. Sin embargo, una intenta democratizar los afectos; pero aterriza en una sociedad cuyas dinámicas llevan a poner el eje central en la pareja. Una vive en un mundo donde poca reflexión queda para qué supone ser amiga, y donde, de hecho, se aprende cómo perfeccionarse para ser mejor amante, no mejor amiga. Ante esto una se hace preguntas sobre qué es ser amiga: ¿qué puede exigir? ¿qué debe dar? Además se aturde porque este vínculo no está libre de eslóganes dogmáticos: "la amistad verdadera es..." "una autentica amiga jamás...". Quizás por todo esto se hacen también más confusas nuestras rupturas. Por esto, y porque vivimos en un sistema en el que solamente contemplamos dos duelos, la muerte y la separación con la pareja, el fin de una relación de amistad nunca es declarado. No hay canciones que lloren a las amigas, como tampoco nosotras decimos que estamos pasando por una ruptura amistosa.


Todo esto hace, en muchas ocasiones, que la amistad sea el gran lugar del abandono. Si hemos aprendido a no ser negligentes, es probable que hayamos asumido que para dejar a una pareja es menester explicarle los porqués de la ruptura. En cambio, cuando dejamos de ser amigas, ¿citamos a la otra para explicar los porqués? Si busco en mi experiencia personal, a ninguna pareja le he permitido nunca darme tan pocas repuestas como sí lo he consentido con amigas, tampoco con ninguna expareja he sido yo nunca tan escueta como lo he sido con ellas. Entonces: ¿Cuándo dejamos de ser amigas? Dejamos de responder un día a sus mensajes o lo hacemos cada vez con más tiempo de margen para que no sea un adiós tan manifiesto. Incluso, a veces, nos permitimos explicitar, sin más vuelta de hoja, que: "lo hemos pensado y ya no queremos seguir siendo su amiga." No se trata de pasar toda la vida junto a aquellas personas que una vez escogimos, no hay porqué. Las personas cambiamos, nuestras necesidades también y con ellas nuestros deseos y proyectos. Se trata de tomarse la molestia y consideración de explicar lo que lleva a tomar caminos diferentes. Brindar una explicación que probablemente sea menos dolorosa que la que una se da a sí misma si no posee el porqué de una ruptura: que la totalidad de su existencia resulta quizás poco deseable; de seguro, prescindible. Cuando una es abandonada, se queda hablando eternamente consigo misma, no tiene un discurso que contrastar, es un carrusel de hipótesis que nacen y mueren en una.

Me pregunto también por qué, aunque sea de forma silenciosa, dejamos a las amigas. Quizás, porque ninguna nos desenvolvemos del todo bien en el conflicto y, en un mundo en el que -si es que sabemos hacer esto- reservamos la discusión a las parejas, los pequeños gestos dolorosos de las amigas se van enquistando: "Para lo poco que la veo no me voy a poner a discutir", "a ver si va a ser muy susceptible ofenderse con una amiga por esto", y demás frases del estilo pasan por nuestra cabeza mientras permanecemos inmóviles. Frases que no eliminan que lo que nos hirió siga doliendo, ni evitan que detalles que podrían ser resueltos en una conversación, se acumulen hasta que una relación se extinga por un desgaste más bien evitable.

Otras veces, sí suceden grandes encontronazos con las amigas: conflictos de intereses o decepciones indiscutibles. Me pregunto entonces si somos más punitivistas con ellas. Como mujer, he aprendido que generalmente con los hombres, especialmente con aquellos que han sido mis parejas, las relaciones se construían a base de renuncias, cesiones y negociaciones. He socializado además, en base a la importancia de conservar una pareja. Me observo y me pregunto si este afán mediador lo he tenido con las mujeres de mi entorno cuando un suceso en nuestra relación no convenció. Cuando he creído que erraban ellas, ¿he permitido tantas prerrogativas?. No estoy diciendo que las relaciones haya que salvarlas a toda costa. Hay amigas, igual que amores, que no hay que recuperar. Solamente me pregunto si con ellas he sentido menos reparo al castigar y exigir un alto precio a mi perdón, incluso me cuestiono si he sentido menos reticencias al erradicar nuestro vínculo sin mirar atrás. Creo que he sido más tiránica con ellas de lo que he sido con ellos, con los hombres amantes, incluso con hombres amigos, con mis amigas he tendido menos a justificar.

Pienso también en aquellas amigas que perdí no por peleas más o menos declaradas; sino porque preferí, por no sufrir, no tenerlas cerca. Amigas a las que envidié, de las que tuve celos, con las que me sentí insegura. Me he visto condenando actitudes de mujeres que, sin saber explicar por qué, me producían tirria, o como decimos las andaluzas, coraje. Las veces en las que he estado más espabilada -y maquiavélica- he encontrado argumentos supuestamente imparciales para justificar mi alejamiento. De forma más autocomplaciente de lo que me admitía, conseguía encontrar por qué sus conductas me parecían injustas, políticamente reprochables, desconsideradas... Me he contado a mí misma que amigas que ocupaban el espacio con la seguridad que yo siempre había querido, eran en realidad narcisistas y monopolizadoras. También he ido acumulando detalles que hacían amigas para encontrar meses más tarde el argumento aséptico con el que dar un puñetazo sobre la mesa, recriminado, con supuesta legitimidad, una forma de ser; aunque hacia tiempo que, sin saber por qué, a su lado sentía cierto malestar. Me ha costado digerir sus éxitos y me he visto diciéndome que a ellas el entorno las felicitaba más que a mí y que además se les estaban subiendo los logros a la cabeza. No creo que siempre llevara razón. Esto no quiere decir que no crea que existen mujeres con actitudes reprochables. Las hay. Tampoco que crea que no tenemos derecho a que algunas mujeres sencillamente no nos caigan en gracia. Lo tenemos. Solamente pienso que, incluso para enemistarse, viene bien saber por qué otra mujer nos causa antipatía.

Como amiga, no me exijo saber siempre reconocer qué me pasa; sino saber reconocer que me pasa algo. Creo que lo valioso es que nos encontremos en el barro, en la incoherencia, en el miedo, en la vulnerabilidad. Matar el mito de que una se conoce a sí misma sola, en su cuarto, sin nadie más que guíe esa exploración hacia una. Como si, además, estuviéramos compuestas sólo de nosotras mismas y no fuéramos un mosaico de cachitos de amigas. Matar la culpa por pensar algunas ideas maliciosas. Agarrar esas ideas, abrazarlas, escucharlas y cotejarlas con las amigas. Pedirle a las amigas que nos acompañen, que nos desmientan rumias, que nos apacigüen comparaciones.

A las amigas que ya no son mis amigas, -las que no me hicieron algo grave-, las tengo guardadas en un lugar de mi corazón teñido de nostalgia e irrealidad. A algunas las demonicé y de forma injusta me relaciono con ellas en una especie de mito de la caverna: "Ya descubrí la verdad, no eres tan buena y es cuestión de tiempo que tus otras amigas lo descubran", me digo a veces. Supongo que aún estoy rabiosa y que aún necesito un perdón o una explicación. A otras, las tengo en cambio viviendo una edad dorada. Aunque hace años que no las veo, y eso supone que han podido cambiar, también a peor, sigo pensando en su compañía como una de las mejores que encontraré nunca. Las idealizo y las veo a veces incluso por encima de mí. Lo cierto es que a las amigas que ya no son mis amigas las sigo pensando. Sigo sabiendo pedir vuestra copa en una barra; tú lo pides con redbull aunque sabes que no es bueno. También sigo sabiendo pedir vuestro café, de ti sé a partir de qué mes lo acompaña un vaso con hielo. Sigo atesorando los secretos que me contasteis igual que sigo pendiente de si sale el nombre de cierto exnovio en una conversación para ponerlo verde. En fin tía, ya no somos amigas, pero te juro que en las sobremesas sigo contando la anécdota donde tú estuviste brillante.

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