Ecologismo de emergencia

Un animalista en el siglo XVIII

Juan Ignacio Codina

Periodista, doctor en Historia Contemporánea y activista por los derechos de los animales

Un animalista en el siglo XVIII
Martín Sarmiento vio cómo un hombre maltrataba a un asno al borde de un camino y, desde aquel día, juró "no mirar jamás con buenos ojos a los que a sangre fría hacen daño grave a los animales inocentes y domésticos".

Este artículo va especialmente dedicado a esas personas que, incluso a día de hoy, siguen defendiendo que el movimiento por la defensa de los derechos de los animales es algo que nació con Bambi y las películas de Walt Disney, que es una excentricidad, una moda o cosas de pijiprogres. Vamos a ver cómo se equivocan. (En realidad no creo que digan estas cosas desde la ignorancia, sino desde la mala fe. Atención espóiler: la ignorancia tiene cura, la mala fe no). Pero empecemos.

La historia de España está repleta de grandes ejemplos de personas, y también de asociaciones que, cada una en su tiempo, defendieron un principio fundamental: una sociedad ejemplar y moderna no puede consentir convivir con el maltrato animal. Les hablo de Gabriel Alonso de Herrera o de Fray Luis de Escobar (ambos del siglo XVI), o del galeno Gómez Pereira, contemporáneo de Herrera y Escobar y quien, a su manera, defendió que los animales sienten y padecen dolor. Los ejemplos son innumerables: Jovellanos, Emilia Pardo Bazán, Carolina Coronado, el padre Benito Feijoo y, ya en el siglo XX, Santiago Ramón y Cajal, Pío Baroja o Wenceslao Fernández Flórez, por citar algunos nombres.

Pero, de entre todos y todas, hay alguien que, al menos para mí, ha de tener una especial consideración. Me refiero a Martín Sarmiento (1695-1772), a quien se podría considerar como uno de los más grandes defensores de los animales en la historia de nuestro país.

Ubiquémonos. Estamos en pleno siglo XVIII. ¿Se imaginan? Iglesia y Estado van de la mano como un único poder al que lo único que interesa (como a todos los poderes establecidos) es que la población resulte dúctil, manejable y fácilmente manipulable. La educación solo está al alcance de unas minorías: militares, religiosos, aristócratas... Las condiciones de vida son pésimas. El fanatismo religioso, la superstición y los abusos de poder son lo habitual. España está embrutecida (en esto no hemos cambiado mucho, la verdad), y los animales sufren graves maltratos y crueldades (en esto tampoco hemos cambiado demasiado). En este contexto debemos encuadrar a Martín Sarmiento.

Sarmiento no era un don nadie, ni mucho menos. Este fraile benedictino es reconocido como uno de los más destacados representantes de la Ilustración española, y hoy en día está considerado como fundador de la Filosofía gallega y como uno de los lingüistas más relevantes de la Europa de su tiempo.

Estudió Artes y Filosofía en el colegio de Irache, en Navarra, y en Salamanca cursó Teología. Más adelante, durante una estancia como lector de Artes en el convento de San Vicente, en Oviedo, conocerá a Benito Jerónimo Feijoo, con quien trabará una amistad que le marcará e influirá durante toda su vida. Feijoo, que llegó a ser vicerrector de la Universidad de Oviedo, también influyó en su discípulo, entre otras muchas cosas, en la cuestión animal. De hecho, Feijoo había sido uno de los pocos pensadores que se atrevieron a discutir, con argumentos y ciencia, la descabellada teoría cartesiana según la cual los animales eran meros autómatas, simples máquinas con engranajes y que, por tanto, ni sufrían ni padecían. Feijoo, como digo, desde el empirismo, combatió esta ocurrencia que, afortunadamente en la actualidad (menos para toreros y cazadores), ha quedado (gracias a la ciencia y el conocimiento) completamente desfasada.

Pero Martín Sarmiento, como buen discípulo, fue más allá que su maestro. Y, al respecto de la cuestión animal se adelantó años, por no decir siglos. Este fraile, como gran reformista y modernizador ilustrado que fue, no solo centró sus críticas ante la barbarie taurina, sino que, como veremos, combatió otras crueldades hacia los animales.

Esto no es de extrañar en un personaje que no se limitó a ser un mero testigo del tiempo que le tocó vivir, sino que participó, mojándose, y mucho, en algunos de los debates intelectuales más intensos de su época. Y uno de los debates más encendidos de la Ilustración española giró alrededor de la tauromaquia. En realidad, no se puede hablar de un debate en sí, ya que la inmensa mayoría de los ilustrados españoles se posicionaron en contra de esta bárbara costumbre, de Cadalso a Clavijo y Fajardo, de Goya a Blanco White, de Vargas Ponce a León de Arroyal, de Benito Feijoo a Valentín Foronda. Y, cómo no, Martín Sarmiento.

Pero en Sarmiento hallamos una determinación en la defensa de los animales que va mucho más allá que la de sus coetáneos, que va más allá de criticar las corridas de toros por la muerte en ellas de personas, toros, caballos, mulas y hasta de perros. Y es que este religioso da sobradas muestras de denostar el trato que comúnmente se da, por ejemplo, a los asnos que son usados como tracción animal. Así, asegura que, siendo el asno el primer animal que por su «mansedumbre, docilidad y sufrimiento» el hombre se atrevió a cabalgar, «muy mal se lo pagan los hombres ingratos, que le corresponden con palos y más palos y con garrotazos crueles y repetidos en su cabeza».

A este respecto, Sarmiento cuenta una anécdota que él mismo vivió en primera persona. En uno de sus viajes, el benedictino se encontró, al borde de un camino, a un «bárbaro yesero que, porque a su borrico se le cayó un costal de yeso mal equilibrado», estaba moliendo a palos al animal con enorme furia. Sarmiento contempló esto con gran indignación. Se refiere al maltratador como alguien «desalmadamente cruel» y, a raíz de aquel episodio, se juró a sí mismo «no mirar jamás con buenos ojos a los que a sangre fría hacen daño grave a los animales inocentes y domésticos». En este sentido, el benedictino tilda repetidamente a los toreros de «carniceros» y miembros de una «mala secta». Y a las corridas de toros las define como «fiestas diabólicas», bárbaras y sanguinolentas.

Además, critica otra de las diversiones más populares de la época para los aficionados taurinos: quemar a toros vivos y convertir eso en un espectáculo. Sarmiento lo expone así: «No es menor la inhumanidad de amantar a los toros con una manta de cohetes, para que la gente se divierta con los bramidos lastimeros» del pobre animal que, para goce de los espectadores, enloquece hasta la muerte por el ruido de los petardos y por el dolor de su piel quemada.

Por todo eso, el ilustrado español escribe que «no hay que esperar cosa buena de aquellos hombres que se deleitan en matar, a sangre fría, a animales domésticos».

A continuación, el religioso asegura que «tengo observado que los que son de esa malignante índole son bárbaros, crueles e insociables pues, habituados a matar animales, mirarán como juguete el matar hombres. Y si a los asesinos se les averiguase su vida, pocos habrá que no hayan sido matadores de animales, o carniceros, o toreadores. Por mí, jamás tendré amistad con ese género de brutos».

Y, en este momento, narra otro suceso del que fue testigo. Sarmiento cuenta que una vez se cruzó con un individuo que «tenía una mortal tirria contra los perritos», hasta el punto de que había arrojado a uno por una ventana. Sarmiento le reprendió vivamente, haciéndole ver la crueldad de sus actos hasta el punto de que, según relata el propio fraile, al maltratador se le saltaban las lágrimas. Desde su conversación con el religioso, aquel individuo se enmendó y acabó siendo un gran defensor de los perros.

Como ya he dicho, Sarmiento no es un mero espectador de los sucesos de su tiempo, sino que, en una actitud civilizada y constructiva, da un paso adelante y se inmiscuye en las injusticias de las que es testigo. Así, y como debería ser siempre, reprende a un maltratador de animales al que pilla in fraganti, corrigiendo su actitud. Algo de lo que todos y todas deberíamos tomar nota.

Pero, como digo, el de Martín Sarmiento no es un caso aislado. De hecho, la historia de España también es la historia de una arraigada cultura de la defensa y protección de los animales. Una cultura erigida bajo un mismo prisma: la crueldad hacia los animales supone un mal social que es necesario combatir por el bien general de la nación, ya que una sociedad moralmente sana, educada y moderna debe tener mayor consideración hacia los animales y promover su defensa. Y no normalizar la crueldad hacia los animales, ni su cosificación.

La historia de nuestro país es también la historia de todos estos hombres y mujeres que, cada uno en su época, alzaron su voz para denunciar que los animales son seres vivos, compañeros sociales, e incluso "amigos" que merecen ser protegidos contra la crueldad y el maltrato. Si olvidamos (o nos hacen olvidar) de dónde venimos, difícilmente podremos saber ni quiénes somos ni hacia dónde vamos. Por eso la historia es tan importante, porque quien no la conoce está condenado a repetirla. Y en España la historia se ha repetido ya tantas veces que va siendo hora de romper con esa tendencia. Mirar hacia atrás sí, pero para coger impuso. Martín Sarmiento, un animalista en el siglo XVIII, es un gigante sobre cuyos hombros debemos caminar todos y todas aquellas que seguimos considerando que una sociedad progresista y moderna no puede consentir el maltrato y la crueldad hacia los animales en cualquiera de sus formas. Yo, como Sarmiento, tampoco tendré amistad con ese género de brutos.

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