Otras miradas

Corbatas verdes por tu zona

Israel Merino

Periodista

Corbatas verdes por tu zona
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En ocasiones, me siento observado. Mientras hago mis cosas –como escribir esta columna, yo qué sé–, noto presencias raras al otro lado de la ventana que separa mi salón de la calle; observo por el rabillo del ojo extraños trozos de tela verde que se mueven de un lado para otro y retozan en el aire entre ellos como polillas cachondas.

Con algo de miedo, suelo levantarme de la silla, ir hasta mi ventana y observar, pero nunca veo a nadie; solo encuentro, discretitas casi siempre, esas tiras verdosas que, como el viento, desaparecen entre los tubos de escape de los Ford Fiesta aparcados en la zona SER del barrio.

Indignado, acabo cogiendo la correa de la persiana y, zas, bajándola con todas mis fuerzas para aislarme de esas cosas verdes (verde sangre, verde baranda) que perturban mi tranquilidad monacal.

Cuando creo que todo vuelve a estar en paz, empiezan a llegar hasta mis sibilinos tímpanos voces de ultratumba (o sea: de mi rellano) que preguntan si hay ancianos en el edificio, si hay algún piso vacío o si el hijo del señor del quinto estaría interesado en vender.

Completamente desquiciado, abro la puerta para enfrentarme al demonio o al inspector de la GDT (Grupo de Delitos Informáticos) o a lo que sea que quiera arrebatarme la cordura, pero lo único que vuelvo a ver es, mientras el portal se cierra, una sombra gris coronada por una dichosa corbata verde.

Poseído por una manía persecutoria de quinto grado, como la de John Lenon, abro el buzón en busca de pistas que me digan algo, pero solo encuentro papelitos en los que, transcribo literal, pone que parejitas jóvenes buscan piso por la zona, que no importa el estado.

La psicosis es ya total cuando me dispongo a salir para la calle: disfrazado a la Kanye West en París, me abrocho las bambas negras mientras me pongo las gafas de sol, me achanto la gorra y me oculto tras camisas lisas, sin estampado alguno.

Cual GEO, salgo de mi casa e inspecciono la acera: parece que no hay nadie. Sigiloso como un canguro uruguayo, voy pegando brincos de aquí para allá, ocultándome tras el chasis de los coches y refugiándome en los portales; agachándome al escuchar voces y tirándome en plancha en los contenedores de escombros al ver la primera sombra verde (con los ojos hinchados, muy hinchados, a punto de salírseme de las cuencas).

Por mucho que me emplee en pasar desapercibido, los muchachitos de las corbatas verdes acaban pillándome en cualquier esquina y yo ya no sé qué hacer si no es gritar y pegar puñetazos al aire (¿así mato moscas?) y pisotear el suelo y arrancarme las pestañas como si desflorara flores de opio y volver a gritar otro poco más. Mientras, el muchachito de la corbata verde, que por fin ha adoptado su forma humana, me mira con cara extraña, me da un papelito arrugado y me dice con voz serena:

– No estarás interesado en vender tu piso, ¿no?

Yo lo miro extrañado, con ojos rugosos, y le digo, ahora en serio, si se piensa que soy propietario, si tengo algo que vender, si hay algo que pueda ofrecerle. El chaval, tras mirar los agujeros de mi camiseta, se encoge de hombros y se da la vuelta poniendo una mueca larga no sin antes, espérate, preguntarme si mi casero estaría interesado en vender mi piso. El problema, claro, es que cuando va a preguntármelo yo ya estoy corriendo avenida abajo, lengua fuera en posición de perro y sudando hasta por la suela de mis bambas.

Desde hace tiempo –creo que desde que vivo en Madrid, aunque sé que esto pasa en casi todas las ciudades grandes de España– veo en mi barrio a chicos jóvenes vestidos con trajes grises y corbatas verdes que se pasean de aquí para allá en busca de vecinos que quieran vender sus casas.

Son agentes inmobiliarios, claro, y su trabajo no es otro que vender pisos a cambio de una pequeña comisión. Con los pies como anclas, se dedican a inspeccionar cada bar, cada cafetería en hora punta, en busca de conversaciones que les den pistas de dónde puede estar tramándose el próximo pelotazo inmobiliario de pequeña escala.

Más de una vez, esto lo he podido escuchar con mis propios oídos, han intentado convencer a algún vecino mayor de que venda la nuda propiedad de su piso, es decir, de que lleguen a una especie de acuerdo con un comprador –fondos de inversión, normalmente– para que le pague por su vivienda, le permita vivir en ella hasta que fallezca y, tras su muerte, el inmueble pase a ser suyo (ofreciéndole por esta nuda propiedad, claro, una cantidad irrisoria en comparación al precio de mercado de la zona).

Estos chicos (digo chicos, sí, pues normalmente son hombres jóvenes) son casi siempre mirados con ojos odiosos por la gente del barrio, sin embargo, ellos no son el problema; estos chicos se pasan de sol a sol pateándose las calles, muchas veces cobrando poco o siendo falsos autónomos, reventándose los pies para conseguir una miserable comisión de sus jefes.

Cuando los veo tomando café en el bar Mauricio, no puedo sentir otra cosa que pena, pues suelen quedar en grupos, casi siempre de tres, a comentar las jugadas y hablar de lo que han conseguido. Muchas veces, os lo aseguro, lo que han conseguido es nada.

El barrio por hoy seguirá igual, sí, pero estos chavales volverán a casa a observar cómo la nevera se vacía.

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