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Disturbar

Nere Basabe

Disturbar
Miembros de la policía cargan contra un grupo de manifestantes que protestaban en favor de la Sanidad Pública y contra los confinamientos selectivosEmilio Naranjo/EFE

La Sociología es una ciencia que a menudo se limita a levantar acta notarial de obviedades por todos intuidas: la última encuesta de intención de voto del CIS de Tezanos daba la victoria a los suyos por no perder la costumbre y seguía sin preguntar por la valoración de la monarquía, pero añadía algún dato interesante al cruzar la preferencia electoral con la ocupación del entrevistado: así supimos que el PSOE arrasa entre la población jubilada y el PP, entre los CEOs: ¿tantos directores ejecutivos hay en España, o tantos aficionados que se lo creen?

En la categoría de "profesionales, científicos e intelectuales" reinan republicanamente las izquierdas, mientras que Vox encuentra su caladero privilegiado en los cuerpos policiales y militares. No por perogrullada resulta menos aterrador: algunos tienen de su lado el conocimiento, y otros, la fuerza de las armas.

Un hombre acudió a una comisaria en Aranjuez con su bebé en brazos para denunciar un previo abuso policial, se cruzó con el fornido objeto de su denuncia y acabó apaleado e ilegalmente detenido. Afortunadamente, una mujer que presenció los hechos a las puertas de la comisaría los grabó con su móvil, así que gracias a esa prueba gráfica el hombre, que había sido denunciado por el policía por resistencia a la autoridad y para el que se pedía un año de prisión, ha sido absuelto varios años después del incidente. El policía y su compañero han sido condenados, mientras, a multas por lesiones y penas de cárcel de hasta cinco años por detención ilegal. Los policías, claro, han recurrido la sentencia por la supuesta "vulneración al principio de autoridad policial".

La ley mordaza, ya saben, que sigue sin derogarse y otorga el supuesto de veracidad al testimonio de las fuerzas policiales, que cuando acuden ante los tribunales a prestar declaración se convierten así en involuntarios imitadores de Groucho Marx: "¿A quién va a creer usted, su Señoría, a mí o a sus propios ojos?". Una comedia sin puñetera gracia.

A la espera de que el recurso no prospere en instancias superiores, podemos decir que por una vez se ha hecho justicia. Pero esa mujer, esa ciudadana heroica y entrometida cámara de móvil en mano, no siempre puede estar ahí para grabarlo, porque también tiene su vida. Pocas semanas antes el Supremo ya absolvió por falta de pruebas a otra pareja de policías condenados por agredir y detener ilegalmente a un joven de Móstoles. Aunque se inventaron una agresión para justificar su actuación y el Supremo reconoce que, efectivamente, no concurrían razones para detenerlo, sostiene el Alto Tribunal que tampoco hay pruebas de lo contrario: "algo habrá hecho", debió de pensar el juez que decidió no abrir causa por falso testimonio a los policías. Hoy como ayer, parece que la inocencia debe ser probada y demostrada.

En Parla, otro policía le inventó antecedentes por tráfico de drogas a un vecino con el que mantenía una mala relación. Acaba de ser absuelto el policía que asesinó de un disparo a un preso fugado en Cáceres. "La Fiscalía pide cárcel para tres antidisturbios por inventarse una agresión de una manifestante en Madrid" (afortunadamente, en esta ocasión también existe prueba gráfica frente al falso testimonio policial); no hace falta bucear mucho en la hemeroteca más reciente para darse de bruces con este tipo de titulares recurrentes.

Aún no gozan de la impunidad de la policía estadounidense, pero parece que a más de uno le gustaría poder patrullar aunque solo sea una noche por los barrios más deprimidos de Houston o Kansas City: un policía municipal madrileño ha sido condenado por romper la mandíbula de una paliza a un menor de edad en las fiesta del Barrio del Pilar hace unos años; el adolescente era el único negro en su pandilla de amigos que le acompañaban, y los policías lo arrastraron hasta unos arbustos para ensañarse con él. Curiosamente, el segundo agente involucrado no ha podido ser identificado, y los jueces no han considerado el agravante racista por constituir una "mera conjetura o reflexión". Otros dos agentes canarios acaban de recibir condena firme por tortura y lesiones a un vendedor ambulante de origen senegalés: su condena se ha visto rebajada sin embargo de siete a cuatro años por la "excesiva duración del proceso"; nunca fueron suspendidos de empleo y sueldo, e incluso fueron ascendidos y condecorados por la alcaldesa de Mogán, cuyo ayuntamiento recurrió las condenas previas.

El fin de semana pasado tuve ocasión de asistir desde el palco de honor de mi balcón a una nueva intervención de los antidisturbios en Madrid. Las fiestas del barrio y el calor crearon el caldo de cultivo perfecto para que, a la hora en que los bares comenzaban a retirar sus terrazas, cientos de jóvenes empezaran a reunirse multitudinariamente con sus bolsas de bebidas. Para la medianoche no cabía un alma más en la céntrica plaza de la capital, y ya supe que aquello no iba a acabar bien. La Policía tardó varias horas más en enterarse, y no hicieron acto de aparición hasta tres o cuatro horas después (ocho agentes motorizados primero, con el refuerzo de media docena de furgonetas antidisturbios después). Como si no se hubiera podido saber o prevenir.

Desde mi privilegiada vista de dron, aprendí mucho de estrategias de orden público, o más bien, de cómo no deberían hacerse las cosas: barrer y empujar a una muchedumbre despavorida hacia estrechas callejuelas adyacentes donde fácilmente podría producirse una fatal estampida no parece, en mi humilde opinión, la mejor idea. Tampoco hubo actos de violencia hasta el espectacular despliegue de seguridad digno de mayores eventos: gritos contra la Policía, un contenedor volcado con mucha dificultad, un muchacho con una cerveza y la chaqueta en una mano, arrastrando con la otra un pequeño saco de cemento de unas obras (en el Madrid preelectoral siempre hay obras), para tratar de levantar una barricada que nunca tuvo lugar; otro joven que lanzó su lata vacía contra el escudo policial, y no les alcanzó ni de lejos.

Y la moraleja final: la intervención policial no impidió la comisión de ningún delito, porque su fin solo era la puesta en escena amedrentadora; ellos tienen el monopolio de la violencia legítima, ya se sabe. El macrobotellón había discurrido sin incidentes hasta bien entrada la madrugada, con más o menos molestia para los vecinos. Ninguno de los alborotadores (los que volcaron el contenedor de basura, el que tiró la lata de cerveza) fueron detenidos o identificados, y los porrazos se los llevaron finalmente unas docenas de inocentes: como en la ley animal de la sabana africana, cayeron los que menos corren.

Si turbar, según la RAE, significa "alterar o interrumpir el estado natural de algo" o "interrumpir, violenta o molestamente, la quietud", no alcanzo a comprender qué matiz añade lo de disturbar, con ese prefijo que solo denota negación. En el caso del apelativo de antidisturbios, ¿dos negaciones equivalen a una reafirmación? Tendría sentido, puesto que en tantas ocasiones son ellos los que desencadenan la perturbación de la paz ciudadana que se manifiesta o se divierte.

Esa noche no se me ocurrió grabar la escena con mi móvil, y tal vez a alguien le hubiera sido de utilidad. Al menos mientras su palabra siga siendo más infalible que la del Papa, perdamos la oportunidad de derogar la Ley mordaza (cualquier reforma, por mínima que fuera, habría sido para mejor), y en las próximas elecciones corramos el riesgo de que ellos (not all men, claro) sí que disfruten impunemente de lo que votan.

 

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