Dominio público

En España se tortura

Joaquín Urías

Profesor de Derecho Constitucional y ex letrado del Tribunal Constitucional

La policía carga contra la manifestación celebrada en Madrid para condenar la brutal agresión que acabó con la vida del joven Samuel Luiz, de 24 años, en A Coruña. Foto: Javier López / EFE
La policía carga contra la manifestación celebrada en Madrid para condenar la brutal agresión que acabó con la vida del joven Samuel Luiz, de 24 años, en A Coruña. Foto: Javier López / EFE

En España se tortura. Los abusos y maltratos policiales son frecuentes. Algunos activistas de derechos humanos han sido encausados por decir esto mismo en público, pero es una realidad que se evidencia incluso en los datos oficiales. El año pasado el Defensor del Pueblo, pese a su incapacidad como mecanismo nacional de prevención de la tortura dio cuenta de 42 casos de excesos sobre personas privadas de libertad. En la década pasada cada año más de cincuenta agentes policiales fueron condenados por delitos contra la integridad moral de sus detenidos y cinco por un delito de torturas. La cifra de policías condenados por lesiones es muchísimo mayor. Y aún así la inmensa mayoría de los casos de torturas y abusos en España o no se juzga, o acaban con la absolución de los agentes implicados.

Porque el verdadero problema de la tortura en España no es ya que los funcionarios que ejercen el monopolio legítimo de la fuerza abusen de ella y la usen para atentar contra los derechos y la dignidad de los ciudadanos. El problema en nuestro país es que al hacerlo cuentan con el apoyo de la judicatura, que permite que maltraten con total impunidad.

La mayoría de los jueces españoles no se ven a sí mismos como los defensores de los derechos, sino como defensores del orden. No están dispuestos a proteger a los ciudadanos frente a los excesos del poder; lo suyo -creen- es defender al poder frente a la ciudadanía menos sumisa, a la que hay que obligar a someterse. Con esa concepción autoría, nuestros jueces y magistrados ven a la policía como su más íntima colaboradora en la noble tarea de proteger al poder establecido. La connivencia entre jueces y agentes del orden es escandalosa y no se esconde. Cada año decenas de jueces son condecorados por los diferentes cuerpos policiales para agradecerles su apoyo. Los abogados están más que acostumbrados a que los jueces decoren sus despachos oficiales con diplomas y reconocimientos policiales y a menudo acuden a las vistas y declaraciones con pulseritas, mascarillas y hasta medallas de la policía o la guardia civil. Lo hacen incluso cuando los acusaba dos son precisamente agentes del orden. Así que a nadie le extraña que renuncien a toda imparcialidad y amparen descaradamente la tortura o los abusos.

Para hacerlo han ideado toda una serie de mecanismos jurídicos espurios. Por ejemplo, aunque la ley de enjuiciamiento dice que las declaraciones policiales son un testimonio como los demás, desde 2005 el Tribunal Supremo afirma que "llevan a cabo sus declaraciones de forma imparcial y profesional (...) No existe elemento subjetivo alguno para dudar de su veracidad, precisamente en función de la profesionalidad que caracteriza su cometido profesional, la formación con la que cuentan y la inserción de la policía judicial en un estado social y democrático de Derecho". Por más grotesca que suene la frase, los tribunales la repiten a diario con fruición para justificar que se creen la versión policial antes que a cualquier otra prueba. La invocan incluso, indebidamente, en los casos en los que la policía es acusada. Más allá, los atestados policiales -que son simples declaraciones de parte en los que la policía, a menudo con un exceso de fantasía, cuenta su versión- son tratados por muchos jueces como auténticos documentos probatorios que incluso se reproducen en el juicio. Hay juezas que le atribuyen tanto poder de veracidad a los atestados que los usan para archivar cualquier demanda contra agentes policiales que contradiga lo que han escrito en ello los propios acusados.

Gracias a esta manipulación de la ley, nuestros jueces han establecido en España dos estándares diferentes de presunción de inocencia. Si el acusado es un agente policial que ha abusado de la fuerza, ninguna prueba es suficiente. Por mucho que los partes médicos atestigüen las lesiones, incluso aunque un video lo muestre agrediendo brutalmente a un detenido o una grabación de voz lo haya pillado reconociendo la tortura o su encubrimiento los magistrados competentes siempre encuentran dudas que los obligan a absolver al funcionario. En los casos más brutales o desproporcionados acuden a que, por error, el agente creía estar en ejercicio legítimo de sus funciones o a que usó la fuerza mínima necesaria. Lo que haga falta.

Esa visión garantista, sin embargo, no la aplican a los ciudadanos. Cuando la policía acusa a un activista de haberle dado una patada durante una manifestación basta la vaga declaración de un agente, que a menudo reconoce no recordar los detalles, para condenarlo. Según la jurisprudencia del Tribunal Supremo español, si dentro de un grupo de policías alguno aporrea a un detenido indefenso, solo es posible condenarlo si se le identifica sin lugar a dudas. En cambio, si de un grupo de manifestantes vuela una piedra hacia la policía cualquiera de ellos puede ser condenado, sin necesidad de demostrar que fue quien lo hizo personalmente.

Los jueces españoles, salvo escasas y honrosas excepciones, no ven la tortura. A menudo, ni siquiera quieren verla: cuando un ciudadano maltratado denuncia a un agente policial es muy habitual que el juez en cuestión archive la denuncia sin efectuar siquiera unas pruebas básicas para verificarla. Hasta 16 ocasiones el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha condenado a España porque nuestros magistrados archivan las denuncias en casos evidentes de maltrato sin realizar ninguna mínima actividad de comprobación de su realidad. Últimamente, incluso el Tribunal Constitucional está dictando numerosas sentencias que devuelven los asuntos al juez de instrucción o los tribunales inferiores para que, al menos, antes de desestimar el asunto realicen unas pruebas mínimas. Pero la desobediencia judicial en esta materia es imparable.

En esta situación, es lógico que las víctimas de abusos policiales a menudo renuncien a denunciar. Incluso resulta comprensible que sus abogados les aconsejen no hacerlo ante las pocas expectativas de conseguir condenar a los funcionarios que usan indebidamente la fuerza o se prevalecen de su posición para atentar contra la dignidad de las personas. Pero hay que denunciar, es necesario seguir intentándolo, porque sólo gracias a las denuncias constantes se podrá abrir una pequeña brecha en esta terrible situación española.

Denunciar al policía que nos ha insultado, agredido o torturado nunca empeora nuestra situación procesal. Habitualmente los policías no esperan a recibir una denuncia para presentar la suya: en la práctica totalidad de los casos en los que un agente del orden es consciente de que se ha excedido en sus funciones, lo primero que hace es denunciar a la víctima inventándose cualquier acusación. La inacción de los fiscales y jueces españoles para perseguir estas denuncias falsas ha llevado desgraciadamente a su generalización. Incluso en las ocasiones en que videos o imágenes demuestran que la versión policial contra un ciudadano era del todo inventada es muy raro que se deduzcan actuaciones contra el agente que denunció falsamente, así que la práctica se ha extendido.

En cambio, denunciar los abusos ayuda a acabar con la sensación de impunidad. Es difícil ganar el caso, pero siempre son posibles pequeñas victorias. Conviene que los abogados deban presentar la denuncia o querella por maltrato del modo más detallado posible y con rapidez. Para no facilitar que los jueces la archiven es recomendable que se presenten las pruebas existentes, sobre todo videos, en su integridad. Así se evita que se ponga en duda su validez probatoria. De hecho los poquísimos casos en los que las denuncias prosperan son siempre casos en los que alguien ha grabado la actuación policial. Nunca se insistirá demasiado en la necesidad de que ante cualquier indicio de abuso policial se grabe en video la acción policial. Por mucho que interesadamente se haya propagado el bulo de que está prohibido grabar a la policía lo cierto es que no sólo no lo está, sino que es el principal arma frente a la impunidad.

A las denuncias se les deben añadir lo antes posible peticiones de que se practiquen pruebas. En todo caso hay que exigir que se tome declaración a la víctima y a los agentes implicados, una vez debidamente identificados. Si es posible, también cabe pedir que se oiga el testimonio del facultativo que certificó las lesiones e incluso del abogado de oficio que atendió al detenido en sede policial, si es el caso. Es posible que el juez rechace alguna de estas pruebas, sin embargo el Tribunal Constitucional las incluye entre el mínimo probatorio que se ha de practicar necesariamente, así que su negativa abre una buena vía de recurso.

Más allá, si los agentes de las fuerzas del orden realmente se han inventado el hecho para acusar a la víctima maltratada es imprescindible denunciarlos por denuncia falsa. Normalmente, ni la fiscalía va a acusarlos, ni los jueces deducirán testimonio contra ellos así que la única manera de que al menos se plantee la cuestión es la iniciativa de la víctima o su defensa.

En definitiva, el sistema legal español todavía ofrece brechas por las que combatir los abusos policiales. Son pequeñas grietas en un sistema que no garantiza tanto la dignidad y los derechos de las víctimas como el principio de autoridad de la policía. Pero hay que utilizarlas y ponérselo difícil a esos magistrados que aún no han comprendido la auténtica función del juez democrático.

En España se tortura, y hay que denunciarlo aunque a menudo sea inútil.

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