Este artículo se publicó hace 4 años.
En el 25 aniversario de su asesinato, Rabin no reconocería el Israel actual
Cinco lustros después de su asesinato en Tel Aviv, la memoria de Yitzhak Rabin se ha desdibujado hasta convertirse en una anécdota de la historia de Israel. La izquierda ha desaparecido casi completamente de la Kneset y la derecha nacionalista y religiosa avanza con paso firme a través por un estado que cada día tiene menos que ver con el de 1995.
Eugenio García Gascón
Un cuarto de siglo ha transcurrido desde el asesinato del primer ministro Yitzhak Rabin en la plaza de Tel Aviv que entonces se llamaba de los Reyes de Israel y que hoy tiene el nombre del malogrado líder laborista. Desde aquella noche de noviembre de 1995, Israel ha cambiado hasta el punto de que si resucitara, Rabin probablemente no reconocería el país.
Sin ir más lejos, su partido se ha evaporado. Es cierto que todavía conserva tres miserables escaños pero todas las encuestas que se han confeccionado en los últimos meses indican que si hoy volvieran a celebrarse elecciones, el partido laborista quedaría fuera de la Kneset.
Su actual líder, Amir Peretz, incluso ha entrado en el gobierno de Benjamín Netanyahu para bochorno de numerosos izquierdistas. La debacle del partido es total y nada señala que vaya a recuperarse. Los laboristas, que históricamente fueron los creadores del estado de Israel, han pasado silenciosamente a mejor vida y muy pocos lo lamentan.
A la figura de Rabin le ha ocurrido lo mismo. Una prueba: el pasado jueves tuvo lugar en el parlamento el acto central en memoria del mandatario desaparecido. En la Kneset hay 120 escaños; pues bien, solamente acudieron 66 diputados, es decir que casi la mitad no aparecieron. Algunos disculparon su ausencia pero la mayoría ni siquiera sintió la necesidad de hacerlo.
El meollo del discurso de Netanyahu giró en torno a las amenazas que recibe él mismo. Netanyahu no para de hablar de esas amenazas que exagera continuamente. Analistas israelíes dicen que no existen, o que no se pueden comparar con las que recibió Rabin y que Netanyahu hace 25 años ignoró, contribuyendo con sus discursos a crear un clima insostenible contra Rabin.
Cuando Netanyahu sacó el tema desde el podio de la Kneset, los restos de la oposición se levantaron de sus asientos para interrumpirle y preguntarle a los gritos quién estaba incitando para que lo asesinaran. Netanyahu no respondió. En todo caso el incidente refleja hasta qué punto la situación está degenerando más allá del debate político.
El asesino de Rabin, Yigal Amir, sigue en prisión. Amir era un joven estudiante en la Universidad ortodoxa de Bar-Ilan, en el área de Tel Aviv, cuando cometió el magnicidio. Un estudiante extremadamente nacionalista y religioso, las dos doctrinas que desde entonces se han convertido en motores del país apartando de la escena política para siempre al partido laborista.
El transcurso del tiempo ha dejado claro que el país tiene poco que ver con el de Rabin, sin que eso signifique que Rabin fuera un santo. Hay documentos, publicados por historiadores israelíes, que prueban que Rabin cometió auténticas atrocidades contra los palestinos durante la llamada Guerra de la Independencia de 1948, cuando se estableció el estado judío.
Incluso en el momento del asesinato, la noche del 4 de noviembre de 1995, cuando Rabin cantó ante la multitud la emblemática canción Shir hashalom (La canción de la paz), unos minutos antes del magnicidio, se ha convertido en una controversia. La derecha sostiene que no quería hacer la paz con los palestinos, sino alcanzar una suerte de acuerdo subrogado que ratificará el dominio israelí sobre los territorios ocupados.
Es un debate que seguirá abierto siempre. No está nada claro lo que Rabin quería hacer. Es posible que no quisiera hacer nada, o que quisiera hacer un poco... es algo que nunca sabremos, una incertidumbre que la derecha más nacionalista y religiosa gestiona con habilidad para conseguir sus intereses políticos.
De todas maneras, la paz es humo en Oriente Próximo. La izquierda dice que la busca cuando no puede lograrla, como ocurre ahora con algunos de los manifestantes que protestan en las calles de Israel contra Netanyahu, protestas que ya duran meses pero que están abocadas a un estrepitoso fracaso.
Es difícil creer que Rabin y la izquierda en general se hayan comprometido en algún momento con la paz, más allá de las declaraciones. La misma Conferencia de Madrid de 1991 fue un espectáculo de cara a la galería al que se prestó el entonces primer ministro del Likud, Yitzhak Shamir, para obtener miles de millones de dólares americanos con los que financiar la inmigración de cientos de miles de judíos soviéticos.
La paz que busca la izquierda es una entelequia similar a la que busca la Unión Europea. Tanto la izquierda como la UE aseguran que ese es su objetivo, pero al mismo tiempo no hacen nada para conseguirlo. Al contrario, la proverbial parálisis europea, que es contraria a sus intereses, es recibida con satisfacción en Israel.
La paz no puede llegar de los israelíes, porque está claro que no la quieren, ni de los palestinos, porque está claro que no pueden, sino de una imposición de la comunidad internacional que obligue a Israel a retirarse de los territorios ocupados. Sin embargo, la comunidad internacional, con la UE a la cabeza, no tiene ninguna intención en resolver el conflicto.
Sin apenas representación en la Kneset, la izquierda asiste a la degradación política criticando la ausencia de democracia en Israel, aunque este es un fenómeno que se está extendiendo rápidamente por el mundo occidental, especialmente allí donde los populismos y nacionalismos campean a sus anchas.
Y técnicamente puede decirse que el nuevo tipo de democracia que se expande está perfectamente justificada en las urnas, donde el nacionalismo y la religión son cada día más decisivos y cuentan con más papeletas. Sin embargo, la democracia no solo se mide por el número de votos como pretende Netanyahu, y en ese sentido la democracia no existe en Israel.
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