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Fidel Castro: “El día que me muera de verdad nadie se lo va a creer”

Fue tal vez el único enemigo de Washington en América Latina al que nunca pudieron derrotar, a pesar de que una decena de presidentes se lo propusieron, con cientos de intentos de asesinato, una invasión, grupos armados y bloqueando la economía de la isla.

Fidel Castro con sus compañeros de guerrilla en una imagen de abril de 1959. /AFP

FERNANDO RAVSBERG

LA HABANA.- Fue tal vez el único enemigo de Washington en América Latina al que nunca pudieron derrotar, a pesar de que una decena de presidentes se lo propusieron, con cientos de intentos de asesinato, una invasión, creando grupos armados y bloqueando la economía de la isla durante más de medio siglo.

A fines de julio del 2006, Fidel Castro, se vio obligado a dejar sus cargos políticos debido a una operación que podría llevarlo a la muerte. "Delego con carácter provisional mis funciones como primer secretario del Comité Central del Partido Comunista de Cuba en el segundo secretario compañero Raúl Castro Ruz", escribió entonces pero finalmente su salud le obligó a un retiro permanente. En las elecciones del 2008 no se postuló para ningún cargo: "Les comunico que no aspiraré ni aceptaré -repito- no aspiraré ni aceptaré, el cargo de Presidente del Consejo de Estado y Comandante en Jefe".

Durante los primeros momentos de las reformas realizadas por Raúl Castro se especuló mucho con la posible oposición de Fidel Castro pero en 2010 le dio un espaldarazo definitivo a los cambios emprendidos por su hermano. "El modelo cubano ya no funciona incluso para nosotros", le dijo a Jeffrey Goldberg, en una entrevista para la revista The Atlantic. Así despejó el camino para las transformaciones que han cambiado la realidad económica cubana. Además dejó de escribir sobre política nacional y repitió a varias personalidades internacionales que ahora el presidente es Raúl.

Cerraba así su ciclo de vida militante que comenzó muy joven. Aseguran que la primera manifestación en la que participó fue la protesta contra EEUU porque uno de sus marines orinó encima de la estatua del héroe nacional, José Martí. Pertenecía a una generación muy recelosa con los EEUU. En 1958, desde la Sierra Maestra, escribió una carta a su compañera Celia Sánchez donde afirmaba que “Cuando esta guerra se acabe, empezará para mí una guerra mucho más larga y grande: la guerra que voy a echar contra ellos. Me doy cuenta que ese va a ser mi destino verdadero”.

Siendo estudiante de la universidad de La Habana viajó con su amigo Alfredo Guevara a Colombia en el mismo momento en el que explota el “Bogotazo”, una rebelión popular por el asesinato de un político progresista, en la que participó activamente. Guevara, miembro entonces del Partido Comunista, aseguró en una entrevista que, en el avión de transporte de ganado en el que regresaban a Cuba, Fidel le dijo que quería leer libros sobre marxismo. Colombia marcó su vida en dos sentidos: le mostró la posibilidad de conquistar el poder por la lucha armada y el acercamiento a las ideas socialistas.

Mano a mano con Fidel

Como todos los periodistas extranjeros, a mi llegada a Cuba en 1990 solicité una entrevista con Fidel Castro. Nunca tuve respuesta, pero pude “atraparlo” en una embajada y mantener un mano a mano con él durante media hora. Sin duda era una persona muy carismática y hábil, que creaba empatía tocando constantemente a su interlocutor y muchas veces respondía preguntas con preguntas. Cuando se lanzaba a hablar era difícil pararlo, pero no era imposible ya que le pude realizar hasta ocho preguntas en ese espacio de tiempo.

Me volví a encontrar con él en 1994, el 5 de agosto, mientras cubría las violentas protestas en el malecón, durante el peor momento de la crisis económica. Miles de personas se lanzaron a la calle tirando piedras mientras obreros de la construcción los reprimían con barras de hierro. En medio de ese caos aparece Fidel Castro sin escolta, acompañado solamente por su jefe de despacho, Felipe Pérez Roque. Cuando la gente lo vio se congeló la imagen, los rebeldes dejaron de tirar piedras y sus partidarios comenzaron a corear su nombre. Ese día estuvimos a medio metro de él, hasta que llegó la escolta y lo subió casi por la fuerza a un jeep abierto.

A finales de los 90 invitó a un grupo de periodistas a una cena en el Palacio de la Revolución. La comida estuvo muy bien preparada pero fue austera, el primer plato era toronja, una fruta que, al parecer, comía mucho. Nos recibió a las ocho de la noche y salimos de allí a las cuatro de la mañana; sin duda, es cierto que le gustaba trabajar hasta la madrugada. Paradójicamente habló muy poco, se limitó a hacer preguntas y a escucharnos. Lo tenía sentado frente a mí en la mesa y a las dos de la mañana, vi como se le cerraron los ojos de cansancio. Pensé que íbamos a tener que salir todos del comedor sin hacer ruido y sin despedirnos del anfitrión, pero de golpe abrió los ojos, preguntó algo y siguió la reunión dos horas más, como si ese pestañeo, de unos pocos minutos, le hubiera bastado para recargar las baterías.

Cuando llegamos al Palacio de la Revolución nos recibió con un vaso de mojito servido hasta el borde, al que sujetaba solo con dos dedos. Desmintió así, sin decir una sola palabra, las informaciones que decían que sufría el mal de párkinson. Es que tras cientos de intentos de asesinatos frustrados por los servicios de seguridad cubanos, los EEUU y el anticastrismo se conformaban con inventarle enfermedades e incluso la muerte. Cada vez que desaparecía por unas semanas se corría el rumor de que había fallecido. Al terminar aquella cena nos dijo riendo: “el día que me muera de verdad nadie se los va a creer”.

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