Público
Público

El futuro incierto de la relación de los Hermanos Musulmanes y el Gobierno egipcio tras la muerte de Mursi

En una sociedad polarizada como la de Egipto es difícil realizar experimentos políticos de gran calado. La victoria de Mohammad Mursi en las elecciones de 2012, justo después de la revolución contra Mubarak, abrió grandes expectativas entre la población religiosa. 

Una imagen del expresidente egipcio Mohamed Mursi durante una concentración tras su muerte en Turquía. / REUTERS - MURAD SEZER

EUGENIO GARCÍA GASCÓN

La muerte del expresidente egipcio Mohammad Mursi el 17 de junio ha suscitado un debate acerca de si este hecho marcará un cambio en la relación entre los Hermanos Musulmanes y el Gobierno egipcio, e incluso sobre si este cambio tendrá repercusiones dentro del islamismo político más allá de ese país.

Está claro que la muerte de Mursi pone un epílogo triste a las revoluciones árabes de 2011 que tantas esperanzas causaron en Occidente y en ciertos círculos progresistas de Oriente Próximo. El resultado, sin embargo, es que ocho años después, el islamismo político ha desaparecido completamente de la faz de numerosos países, con la excepción de Turquía, Irán y Qatar, además de Hamás.

El pasado 2 de abril, un documento que salió a la luz desde la prisión cairota de Tora, donde hay encerrados una parte considerable de los 60.000 islamistas encarcelados en el país, y que fue firmado por miembros de los Hermanos Musulmanes e islamistas de otras organizaciones, instaba a una reconciliación con el gobierno del presidente Abdel Fattah al Sisi, el mismo que depuso a Mursi en 2013.

Los firmantes renunciaban a algunos de los postulados básicos del islamismo incluso señalaban que el golpe de 2013 no fue un golpe sino una revolución popular, es decir reconocían la posición oficial del gobierno de al Sisi que dice que fueron las protestas masivas las que acabaron con el breve reinado de Mursi y no el golpe de estado. El documento no obtuvo ninguna respuesta de las autoridades.

En la mayor parte de las reacciones que se han publicado hasta ahora, los analistas egipcios consideran que la muerte de Mursi no implicará ningún cambio en la escena política egipcia. El gobierno de al Sisi está bien asentado y controla férreamente cualquier disidencia incluso antes de que se produzca, y además cuenta con el apoyo incondicional de Estados Unidos, Israel y Arabia Saudí, y ha sido reconocido por todo el mundo.

Al Sisi no tiene ninguna necesidad de cambiar sus políticas con respecto a los Hermanos Musulmanes. Los islamistas viven en Egipto y en el conjunto de Oriente Próximo uno de los puntos más bajos de su historia y nada indica que vayan a recuperarse a corto o medio plazo, ni en Egipto ni en ningún otro país.

La cuestión principal que hay detrás de todo esto es si una religión dada, el islam en este caso, puede hacerse con el poder en un país del mundo contemporáneo y desarrollar una política basada en principios religiosos. Es lo que buscan los Hermanos Musulmanes desde hace décadas, algo que hoy parece una utopía muy alejada.

El gobierno de al Sisi cuenta con el apoyo incondicional de Estados Unidos, Israel y Arabia Saudí

Morsi ha sido el único presidente de Egipto elegido democráticamente aunque solo gobernó durante un año. En 2012 el candidato de los Hermanos Musulmanes obtuvo el 51,7% de los votos, un porcentaje elevado que le aupó al poder. El ejército enseguida se atribuyó competencias especiales alrededor del borrador de la Constitución que entonces se discutía y Mursi respondió eliminando el poder del ejército y asumiendo todas las competencias. Hay que recordar que la revolución egipcia de 2011 fue impulsada por civiles laicos y que los islamistas tardaron cierto tiempo en sumarse a las protestas de la plaza al Tahrir. Al principio lo hicieron con cierta timidez, quizá porque la historia les había enseñado a ser precavidos con el poder y a soportar un revés tras otro durante décadas.

Cuando se subieron al carro de la revolución lo hicieron de una manera suave. Prometieron que no iban a presentar a ningún candidato a las elecciones presidenciales en una deferencia hacia los laicos, aunque poco después cambiaron de opinión. El cambio de opinión causó una preocupación razonable entre los laicos menos idealistas y más realistas. Los laicos mejor informados temieron por primera vez que los islamistas se los comerían en las urnas, como efectivamente sucedió.

Este es tal vez el mayor problema del islamismo, de las religiones en general, especialmente cuando no hay otros poderes que las compense, como también ocurre con los nacionalismos. El temor de los laicos estaba justificado, y enseguida se materializó. Mursi, conservador en lo religioso y progresista en lo social, trató de tranquilizarlos pero obviamente sus políticas eran cada día más afines a los postulados islamistas. Debido a su sectarismo consustancial, las religiones y los nacionalismos no pueden servir a los pueblos satisfactoriamente, aunque sus líderes sean elegidos en procesos democráticos.

La política exterior de Mursi también se enredó, primero mostrando un acercamiento a Irán intolerable para Israel, y más tarde, durante su comparecencia ante la Asamblea General de la ONU, cuando dijo que el problema palestino era la urgencia que más apremiaba a la comunidad internacional y que los asentamientos judíos en los territorios ocupados eran “vergonzosos”.

El presidente depuesto de Egipto, Mohamed Mursi, en la cárcel. /REUTERS

El presidente depuesto de Egipto, Mohamed Mursi, en la cárcel. /REUTERS

No puede extrañar que distintos medios israelíes hayan publicado después que este país estuvo directamente vinculado al golpe de al Sisi. Naturalmente, hay fuerzas en todo el mundo, y también en Oriente Próximo, que nunca permitirán un experimento islamista en la zona, así que no debe sorprender que la breve experiencia de Mursi acabara como acabó al cabo de unos meses.

Aunque sus críticos le reprocharon partidismo, especialmente en lo tocante a la redacción de la Constitución, también es cierto que la popularidad de Mursi nunca descendió por debajo del 55%. Una gran parte del pueblo veía al presidente como a uno de ellos, mientras que otra parte no lo soportaba. Puede decirse que fue un presidente divisivo, aunque cualquier otro presidente también lo habría sido debido a la polarización de la sociedad egipcia.

¿Te ha resultado interesante esta noticia?

Más noticias de Internacional