Este artículo se publicó hace 2 años.
Destino Kiev, una ciudad fantasma tras 18 días de asedio ruso
La mitad de los habitantes de la capital de Ucrania ha huido tras la ofensiva de Putin. Solo militares, voluntarios y periodistas recorren sus calles mientras las tropas rusas ya están a 25 kilómetros.
Jairo Vargas Martín
Kiev, Enviado Especial-
La revisora anuncia la llegada a la estación Kiev e Igor Plahotnyuk se levanta del asiento cama del tren, suspira profundo y carga su petate militar al hombro. Como puede, recorre el angosto pasillo hasta la puerta esquivando los bártulos que han dejado por el suelo los periodistas que han viajado en su vagón desde Leópolis, 600 kilómetros al oeste de la capital. Tiene 31 años y acaba de recorrer el camino que todo el mundo hace a la inversa. Vuelve a una ciudad fantasma, de calles desiertas y barricadas en cada esquina. Viene para luchar en las Fuerzas de Defensa Territorial ucranianas. Es voluntario, aunque tampoco es que tuviera más opciones desde que Vladímir Putin ordenara la invasión de Ucrania hace 18 días.
"No tengo claro que me hubiera marchado del país, aunque el servicio militar no fuera obligatorio", dice con aplomo. "Es mi tierra y toca defenderla", asegura este joven economista en un correcto inglés que aprendió cuando estudiaba en en Michigan, Estados Unidos. Salió de la ciudad hace más de diez días para acompañar a sus padres en la huida de las bombas rusas. Están cerca de la frontera con Polonia. Cree que a salvo. Aunque Igor sabe que no hay ningún lugar seguro desde hace 18 días.
"Es mi tierra y toca defenderla", dice Igor Plahotnyuk, joven economista y voluntario
Cuando quedaban menos de dos horas para que el tren llegara a Kiev, recibió una llamada en la que le informaban de que la artillería rusa había destruido una instalación militar en la región de Leópolis. Una treintena de misiles cayeron de madrugada sobre la base, según las autoridades ucranianas. Hay 35 muertos y 134 heridos. Las bombas explotaron a escasos 25 kilómetros de Polonia, un país miembro de la Unión Europea y de la OTAN, es decir, a solo 25 kilómetros de distancia de la Tercera Guerra Mundial, en palabras del presidente de EEUU, Joe Biden. La ofensiva rusa no se detiene. Tampoco el éxodo de refugiados. Casi 2,7 millones de personas han cruzado ya las fronteras del país desde el 24 de febrero, según las Naciones Unidas.
De Kiev ya ha huido la mitad de sus casi tres millones de habitantes, aseguró hace dos días el alcalde, Vitali Klitschko. En sus calles solo hay militares o milicianos voluntarios que controlan el escaso tráfico y apilan neumáticos para preparar barricadas. Los coches serpentean los obstáculos de hormigón y los erizos de acero con los que se pretende frenar las columnas de tanques, que ya están a unas pocas decenas de kilómetros. El Ejército ucraniano mantiene la línea del frente en la próxima ciudad de Irpin, de donde siguen tratando de escapar cientos de civiles. Allí ha muerto este domingo por heridas de bala el periodista estadounidense Brent Renaud, mientras que su compañero, Juan Arredondo, ha resultado herido.
"Es imposible saber qué día van entrar los rusos. Espero que nunca, pero ese es el objetivo de Putin", asegura Oleksander Rybalco en la desierta Plaza de la Independencia de Kiev. El símbolo de la revolución del Maidán de 2014 es hoy una gran explanada que ya solo pisan los periodistas internacionales para realizar sus conexiones en directo para televisión.
El Ejército ucraniano mantiene la línea del frente en la próxima ciudad de Irpin
Oleksander, asesor financiero cercano a la cincuentena, dice que no es hábil empuñando un rifle, pero sí ayudando a reforzar las defensas de la ciudad. Hacía 12 días que no venía al centro desde su casa, en el este de Kiev, donde "al menos hay algunas tiendas abiertas". Recorre con nostalgia de bullicio las calles en las que solía tomar vinos por las tardes y se detiene durante largos minutos a escuchar el silencio total junto al Monasterio de San Miguel y sus cúpulas doradas. "Horrible". "Horrible". Es lo único que repite ante el vacío fantasmal que envuelve la ciudad sitiada. Aun así, no quiere marcharse. "No todavía, al menos", insiste, mientras suenan las sirenas que advierten de un posible bombardeo. Él ya no se inmuta al oírlas, "duermo en mi cama todas las noches", asegura. Parece bravuconería, pero es simple resignación ante un asedio exasperante.
Quienes sí hacen caso a las alarmas corren a la primera boca de metro que encuentran para refugiarse. A cincuenta metros bajo tierra, se desparraman colchones, sacos de dormir y alguna tienda de campaña. Oksaca y su marido, Constantine, llevan 12 días durmiendo en uno de los vagones que ahora no van a ninguna parte. No tienen humor para conversar demasiado, ni siquiera para ver la película que se proyecta en el andén. Solo miran sus teléfonos esperando noticias del exterior, sean buenas o malas. "Salimos un rato por las mañanas, pero siempre venimos a dormir aquí. Nuestro piso no es seguro", explica la mujer enfundada en una manta.
Afuera, no muy lejos de la estación, se puede ver con claridad la razón que lleva a Oksaca al subsuelo cada noche. El bocado que dio el misil ruso a una torre de viviendas ha regado la calle con cascotes, hierros retorcidos y recuerdos familiares. Fotos de niños en la playa, la graduación de una joven universitaria, el beso de dos amantes. Son solo espectros entre el polvo de una vida que dejó de existir el 24 de febrero.
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