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Un proyecto imposible, un buque aplastado por el frío y una eterna travesía por la Antártida: la historia de los supervivientes del Endurance

Los integrantes de la expedición polar liderada por Ernest Shackleton, de cuyo rescate se cumple este año el 105º aniversario, pasaron a la historia por ser capaces de aguantar lo inaguantable.

06/11/2021 El 'Endurance' varado en la Antártida.
El Endurance, varado en la Antártida. Frank Hurley

Solemos imaginar el infierno como un lugar caluroso. Cerramos los ojos y podemos ver las brasas, el humo, el fuego, un sofoco atroz e insoportable. Sin embargo, hubo una vez unos hombres que asociaron el infierno a una sensación completamente opuesta. Unos hombres que estuvieron en él, o al menos en un sitio que se le parecía, y que cuando regresaron y lo contaron, no hablaron de calor, ni de cenizas, ni de demonios envueltos en llamas; sí que hablaron, en cambio, del frío, un viento gélido y blanco que se te metía en el cuerpo hasta paralizarlo.

Esta historia empieza con un nombre: Ernest Henry Shackleton. Un tipo que se pasa gran parte de su vida resguardado en un imponente abrigo de piel. Nacido el 15 de febrero de 1874 en Kilkea, Irlanda, devora novelas de aventuras, le gusta el mar y se forma para ser explorador polar. Tiene talento, valentía. Aunque su camino, fundamentalmente, lo marcan la obsesión por trascender y los fracasos. Intenta ganar fama emprendiendo varios negocios, pero ninguno cuaja. Se propone hacer historia enrolándose como oficial en la Expedición Discovery, pero tiene que volver a casa en mitad de la travesía porque cae enfermo. Quiere ser el primer hombre en pisar el Polo Sur, pero cuando clava sus botas en la punta más austral de la Tierra descubre que ya se le han adelantado. Una serie de tropiezos que van engendrando nuevos desafíos: por ejemplo, tratar de protagonizar la inédita hazaña de cruzar de extremo a extremo toda la Antártida.

Esta historia empieza con un irlandés, un plan y un barco, el Endurance. Un buque rompehielos de madera construido en un astillero noruego, con 356 toneladas de peso, tres mástiles, un motor de vapor y espacio para alojar a casi una treintena de tripulantes. Su valor ronda las 12.000 libras esterlinas y su nombre significa "resistencia", pues ha sido diseñado para navegar en las peores condiciones posibles.

Esta historia empieza con un irlandés, un plan, un barco y una nota que se estampa en comercios, muros y periódicos. El texto dice lo siguiente: "Se buscan hombres. Viaje peligroso. Sueldo bajo. Frío extremo. Largos meses de absoluta oscuridad. Peligro constante. Honor y reconocimiento en caso de éxito".

Lo leen centenares de personas. Las que no se marean del susto, se interesan por su contenido. Las que además ven en él una oportunidad laboral, se entrevistan con Shackleton. Y finalmente un grupo reducido es convocado para subir a bordo. Son, y ya serán para siempre, los 28 del Endurance. En la plantilla se reúnen marines con perfiles diversos. La mayoría son británicos. Todos son necesarios para emprender una gesta de ese calibre. También los perros que los acompañan, que tirarán de los trineos cuando se pueda atracar en la superficie.

Frank Worsley es el capitán del barco: un tipo curtido con experiencia contrastada en singladuras de alto riesgo. Harry McNish es el carpintero: lo suyo son el martillo y los clavos y hacer apaños en momentos de necesidad. Frank Hurley es el fotógrafo: su cometido es documentar las diferentes etapas de la expedición con la cámara. Charles J. Green es el cocinero: un hombre que se sabe de memoria el número y el género de las provisiones y que deberá racionarlas para que no se acaben. Frank Wild es el líder en la sombra: un aventurero con la rara habilidad de no perder jamás el optimismo, ni ante los contratiempos más inverosímiles, y que es de la total confianza de Shackleton, el precursor de la idea y la figura que se eleva por encima del resto.

Con toda la tripulación lista, el Endurance zarpa desde las islas Georgia del Sur el 5 de diciembre de 1914 (sus integrantes ya abandonaron suelo inglés hace unos meses, cuando se instalaron en Buenos Aires para terminar con los preparativos). La intención es dirigirse a la bahía de Vahsel, desde ahí alcanzar el Polo Sur, y a partir de ese punto continuar la marcha hasta la isla de Ross, situada en el otro extremo del continente. Al cabo de un mes de levar anclas, sin embargo, la bestia polar les muestra los dientes. Ceñirse a la ruta y cumplir los plazos establecidos será todavía más complicado de lo esperado.

Las aguas del mar de Weddell, apuntará Shackleton en sus diarios, parece que las remueva el mismísimo diablo. Aunque casi no se perciba, las inmensas placas de nieve que las cubren no dejan de moverse, en una danza muda y macabra que desplaza el buque a su antojo. Los marinos pronto advierten desde la cubierta que cada vez quedan menos grietas por las que seguir avanzando. También se forman cordones de presión: por la noche, desde los camarotes, pueden oír el rugido espantoso de los campos de hielo oprimiéndose entre ellos. Hasta que un día el Endurance queda atrapado en medio de la nada. Solo han recorrido 100 kilómetros desde que salieron del puerto.

"Éramos como una almendra en medio de una tableta de chocolate", recordará años más tarde uno de los hombres. Un desierto enorme los rodea. Solo que en lugar de arena hay nieve, y hace un frío del carajo. Como solución, el equipo pacta esperar a que el clima mejore para que los rayos de sol fundan los bloques de hielo que apresan el barco; una vez este quede liberado, proseguirán con el viaje. Lo que ocurre es que ese letargo tenían previsto que durara unas semanas, pero se acaba extendiendo durante meses. Y poco a poco, a medida que pasa el tiempo y no mejora el panorama, en las cabezas de los exploradores aquello deja de ser una aventura extrema y se transforma en una lucha desesperada por salvar la vida. Ya no importan los fascinantes hallazgos que les pueda ofrecer el abismo antártico; lo que hay que hacer es buscar la manera de regresar a casa. Aunque ni siquiera eso parece posible cuando el Endurance deja de aguantar la tensión de las placas y queda aplastado como una cáscara de huevo.

La pérdida del buque es un revés dramático para Shackleton y sus hombres. Cuando estaba en pie, su interior fue el único sitio donde la tripulación podía enterrar por unas horas la preocupación y despejar la cabeza. En especial, la sala del comedor, que todos llamaban "el Ritz", ni que fuera para reírse un poco. Shackleton, consciente de la gravedad del asunto, y puede que sintiéndose responsable de la pésima situación en la que se encontraban esos navegantes, tenía entre ceja y ceja que nadie perdiera el optimismo. En el Ritz, con su permiso, se organizaban timbas de póker. Se escuchaba a Hussey, el meteorólogo, tocar el banjo. Se bebía, se brindaba y se volvía a beber. Se debatía sobre política y literatura. E incluso se representaban obras de teatro, alguna de las cuales podía llegar a tener más de veinte actos. Esos pasatiempos, de alguna forma, insuflaron esperanza al grupo para no bajar los brazos. Como también lo hicieron las carreras de trineos o los partidos de fútbol que se realizaban en el exterior cuando el clima lo permitía, y que quedaron inmortalizados en fotografías imposibles extraídas del carrete de Hurley.

06/11/2021 Uno de los tripulantes del 'Endurance' junto a un trineo, con el buque al fondo
Uno de los tripulantes del Endurance junto a un trineo, con el buque al fondo. Frank Hurley

Sin el Endurance, las dinámicas cambian. Habiéndose quedada desprovista de su único refugio, la expedición se ve obligada a acampar a la intemperie. Primero se instala en una gran banquisa helada, donde pasa a estar mucho más expuesta a las bajas temperaturas. "Tenía la certeza de que, de existir, el infierno sería frío, muy frío, frío como el mar de Weddell, tan frío como ese hielo que por momentos parecía que se convertiría en nuestra tumba", expuso Worsley. Aunque también se enfrenta a otros peligros todavía menos convencionales, como a los ataques de "las ballenas asesinas", que en alguna ocasión embisten las placas desde la profundidad del océano con la intención de cobrarse alguna víctima.

Después de otro cambio de banquisa, Shackleton ordena a su equipo embarcar en los botes salvavidas que todavía se conservan y dirigirse a la tierra más próxima, la isla Elefante, deshabitada, ubicada a más de 500 kilómetros del lugar en el que se hundió el Endurance. Tras una semana jugándose el tipo en el agua, logran alcanzarla. Ya llevan 16 meses incomunicados y sin pisar suelo firme.

Si hay alguna lección que pueda extraerse de la odisea que esos héroes vivieron en la Antártida, esta se encuentra en la actitud de los supervivientes, que, sostenidos por un frágil equilibrio entre la perseverancia y la dosis justa de inconsciencia, se sobrepusieron a las inclemencias que el destino tenía reservadas para ellos y lograron aguantar lo inaguantable. De hecho, después de tanto tiempo a la deriva, las provisiones de comida son tan escasas que, las temporadas en las que no consiguen cazar, desentierran decididos las cabezas y las aletas de las focas que habían descartado para aprovechar cualquier vestigio de grasa.

Un vía crucis que se eterniza hasta que Schakleton, cuyo único plan ahora es sacar de ahí a sus compañeros, se sube a uno de los botes y se prepara para salir junto a otros cinco hombres en busca de auxilio. Solo cargan en la embarcación alimentos para un mes; asumen que si no han encontrado ayuda en esos treinta días, se habrán perdido para siempre. Pasarán varias semanas hasta que, milagrosamente, den con la estación ballenera de Stomness, a orillas de Georgia del Sur. Y otras muchas más hasta que el explorador irlandés, cumpliendo con su palabra y, esta vez sí, ganándose un pasaje a la posteridad, reaparezca de entre los témpanos de hielo montado en un escampavías para rescatar a los marinos que siguen resistiendo en la isla Elefante. Por más increíble que suene, los 28 del Endurance regresan con vida de su estancia en el averno.

Han pasado dos años desde la partida de la expedición. Pero en ocasiones hasta los martirios se guardan la peor parte para el desenlace. Basta conocer la historia de Green, el cocinero del grupo, que al llegar a Inglaterra se encuentra con que ya lo habían dado por muerto. Su familia se ha gastado todo el dinero del seguro y su pareja se ha casado con otro hombre. Por si fuera poco, en su ausencia, ha estallado la Primera Guerra Mundial, y en Europa corren la pólvora y la sangre. El infierno, después de todo, también sabe reinventarse.

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