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Tres horas bajo el sol por una bolsa de arroz y algo de aceite

El desconocimiento de idiomas es clave para explicar la descoordinación

SUSANA HIDALGO

Una veintena de cascos azules de Uruguay y Argentina llegan a las tres de la tarde a Delmar 2, una municipalidad de Puerto Príncipe con un asentamiento de 8.000 personas durmiendo en chabolas.

Los más pequeños corren; las mujeres, los hombres, los minusválidos y los ancianos se quedan los últimos. Un responsable del Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas intenta poner orden: '¡Los niños primero!'.Los críos forman una fila, hay empujones y lloros. Entre los más pequeños se cuelan otros menos pequeños, sale gente corriendo y pisándose por todos lados, hay caídas, los cascos azules tienen que hacer un cordón de seguridad.

'¡Decidles que se echen atrás, atrás!', grita el general Soria, el argentino al mando, y los cascos azules empiezan a hacer gestos con las manos a la población haitiana.

Así comienza el periplo de una misión humanitaria que pretende a diario repartir comida para todos y que casi nunca lo consigue. Una vez más, se comprueba la terrible descoordinación que hay entre las distintas organizaciones de ayuda. Los cascos azules llegan a las tres, se forma un gran alboroto que apenas puede ser controlado por los soldados. La gente corre por las colinas. '¡Stop!, ¡stop!', ordenan los militares, sin éxito.

El desconocimiento de idiomas es clave para explicar la descoordinación

Los camiones de comida no llegan y el sol calienta con fuerza. La gente se agolpa hasta que los cascos azules disparan al aire para amedrentar a los más agresivos. Llevan días esperando algún tipo de ayuda. Pasan las horas y los camiones no llegan. Muchos pierden los nervios. A una mujer le da una lipotimia y los cascos azules tienen que darle agua.

'No hay derecho a que nos traten así, como animales', se queja un joven. Por fin, al fondo asoman los vehículos de víveres y todos aplauden.

Los camiones vienen protegidos por unos jóvenes locales con armas que nadie sabe quién los ha contratado, pero se encargan de que los vehículos descarguen con algo de tranquilidad unas sacas grandes, de arroz o de judías pintas, con la bandera de Estados Unidos grabada.

'Nuestra misión es sólo humanitaria, ayudar a esta gente', explica el capitán estadounidense Amadi; opinión que corrobora su jefe, el general Ken Keen: 'Estamos aquí por un mandato del presidente Obama para ayudar al Gobierno haitiano y estaremos hasta que nos necesiten'.

Comienza el reparto: '¡Vamos, vamos, vamos!', apremian los soldados. Cada persona puede coger una bolsa y una botella de aceite, pero el paquete es tan grande que hay que llevarlo sobre la cabeza y muchos no pueden con el peso.

La falta de coordinación tiene un motivo fundamental: el desconocimiento de idiomas por parte de los agentes implicados. La mayoría de los cascos azules uruguayos y argentinos sólo hablan español, pero reciben las instrucciones en inglés por parte del responsable del Programa Mundial de Alimentos que, a su vez, no sabe comunicarse en francés con los damnificados.

'¡Decidles que se echen atrás!»', grita el general al mando de los cascos azules

Los afortunados que consiguen agarrar la mercancía padecen luego un calvario para llegar hasta su refugio: empujones, tirones de las sacas, peleas A un pequeño, después de estar tres horas esperando, unos jóvenes le quitan la comida nada más desaparecer de la vista de los soldados.

La situación con el reparto de los alimentos es tan tensa que la Misión de Naciones Unidas de Estabilización de Haití (Minustah) ha reforzado la vigilancia nocturna de los almacenes de alimentos.

El teniente coronel jordano Azzam Alshwiyat está al cargo de la protección nocturna. Por la noche, sólo patrullan los cascos azules jordanos, los brasileños y los de Sri Lanka.

'No hay electricidad, es más fácil delinquir con la noche oscura', señala Alshwiyat mientras patrulla por una ciudad aparentemente tranquila. La única animación procede de una cancha de baloncesto donde un millar de personas participa con cánticos en una ceremonia evangélica. El jefe de los cascos azules jordanos hace una última parada en los almacenes, donde los camiones, con los conductores y sus familias viviendo dentro, esperan a que amanezca para reanudar el caótico reparto.

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